El rigor estilístico de la Hammer,
la habilidad de Terence Fisher y el afán de inmortalidad de la especie humana en una muestra eficaz del mejor terror
británico: El hombre que podía engañar a
la muerte.
Título original: The Man Who
Could Cheat Death
Año: 1959
Duración: 83 min.
País: Reino Unido
Director: Terence Fisher
Guion: Jimmy Sangster (Obra:
Barré Lyndon)
Música: Richard Rodney Bennett
Fotografía: Jack Asher
Reparto: Anton Diffring, Hazel
Court, Christopher Lee, Arnold Marlé, Delphi Lawrence, Francis De Wolff.
En estos tiempos de terror de casquería, con
increíbles efectos especiales desarrollados por la informática, una película como El hombre que podía engañar a la muerte
es algo así como una inmersión en la época romántica del género, una visita no tanto
a las ruinas del mismo, sino a una concepción ingenua que, sin embargo, solía
acertar con propuestas argumentales que atraían poderosamente al público y lo
dejaban lo suficientemente satisfecho como para repetir en futuras entregas.
Terence Fisher fue, en ese terreno, un reputado director cuyas obras forman
parte de lo mejor del género, sobre todo, como es obvio, su largo ciclo de
películas dedicadas a Frankestein. En este caso, con una puesta en escena típica
del siglo XIX en cuanto a vestuario, casas, calles, etc., algo así como una “marca
de la casa” de la Hammer, Fisher nos cuenta la historia de un enigmático doctor
y artista, escultor, concretamente, que guarda un secreto vital de imposible
transmisión a los demás: que tiene 104 años y que él y otro colega han
descubierto el modo de derrotar científicamente a la muerte. Que para ello,
además de una operación de trasplante glandular cada cierto tiempo, necesite
matar a personas para extraerle glándulas con las que hacer un brebaje que le
permite mantenerse como el hombre joven que e, de unos 35 años, es peccata minuta, por supuesto. Por suerte,
Fisher no alarga mucho la trama, que complica con la llegada de una novia
dejada tiempo atrás, quien hace su aparición en la fiesta que está ofreciendo
el doctor y escultor del brazo de un imponente Christopher Lee, en este caso,
como reputado doctor, situado en el lado del bien. La desaparición de su novia
actual, que lo urge a que se casen cuanto antes, pues ha reconocido
inmediatamente que la recién llegada puede apartar al doctor de su inclinación
actual hacia ella, implica la aparición de la policía y la consiguiente investigación
que irá estrechando el cerco en torno al científico loco que no quiere
compartir una fórmula tras la que la humanidad ha ido siempre, como tras la piedra
filosofal. Ha de reconocerse que la elección de Anton Diffring fue un acierto
inmenso de casting, porque sabe mantener en todo momento la ambigüedad del
hombre acosado por los plazos para mantener el hechizo de su longevidad y la
pasión por sus amantes, sobre todo por la recién llegada, máxime cuando intuye
que el rival, Lee, puede disputársela. No es una película en la que abunden los
efectos especiales, pero no son necesarios para mantener la tensión narrativa,
con las dosis justas de erotismo y de misterio que no tarda en resolverse. La
presencia de otro longevo colega que solía ayudarlo en la operación de
trasplante, una eminencia en la medicina, reconocida por el antagonista,
complica la trama porque, para chantajear al doctor encarnado por Lee, el
doctor escultor decide raptar a su propia novia, de la que el rival está permanentemente
enamorado, claro, le revela la verdad y le exige que lo intervenga. La
operación se lleva a cabo, pero lo que no sabe el intervenido es que no le ha
sido trasplantada la glándula que le permitirá seguir su vida inmortal. A
partir de ahí se desencadena un final absolutamente típico del género que
complacerá a los amantes del mismo y que me ahorro, aunque se intuya con
facilidad. Repito, son películas de un terror clásico, naíf, si se quiere, pero
que mantienen una dignidad magnífica.
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