jueves, 5 de julio de 2018

“No serás un extraño” y “De presidio a primera página”, de Stanley Kramer, un cineasta al viejo estilo.






Un melodrama convincente y cruel y un film político bien intencionado que muestran, el debut y las débiles postrimerías de un cineasta liberal cuya transgresora obra cumbre fue Adivina quién viene a cenar esta noche


Título original: Not As a Stranger
Año: 1955
Duración: 135 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Stanley Kramer
Guion: Stanley Kramer (Novela: Morton Thompson)
Música: George Antheil
Fotografía: Franz Planer (B&W)
Reparto:: Olivia de Havilland,  Robert Mitchum,  Gloria Grahame,  Frank Sinatra, Charles Bickford,  Lee Marvin,  Broderick Crawford,  Lon Chaney Jr.,  Harry Morgan, Virginia Christine


Título original: The Domino Principle
Año: 1977
Duración: 97 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Stanley Kramer
Guion: Adam Kennedy (Novela: Adam Kennedy)
Música: Billy Goldenberg
Fotografía: Ernest Laszlo, Fred J. Koenekamp
Reparto: Gene Hackman,  Candice Bergen,  Richard Widmark,  Mickey Rooney,  Edward Albert, Eli Wallach,  Ken Swofford,  Neva Patterson,  Jay Novello,  Joseph V. Perry, Ted Gehring,  Claire Brennen,  George Fisher,  Bob Herron,  Denver Mattson.

Hay directores que, antes de serlo, han tenido una biografía fílmica en otros apartados de la industria cinematográfica, como el trabajo de productor, por ejemplo, en el que Kramer descolló antes de ponerse detrás de la cámara, que es el puesto de mando que a todos les gusta acabar ocupando para dar la mágica orden que crea mundos: ¡Acción! La primera película de Kramer es un sólido melodrama sobre una personalidad compleja con un objetivo clarísimo en la vida al que someterá todo y a todos. Robert Mitchum es el actor encargado de darle vida a un estudiante de medicina que, por falta de recursos está a punto de dejar sus estudios. Su padre, alcohólico, se ha fundido el dinero que había dejado sus madre para pagarle los estudios, y él lo rechaza y se aparta de él como de un apestado. Aunque está dispuesto  trabajar, y lo hace, es remota la posibilidad de que pueda reunir el dinero de la matrícula para poder continuar los estudios. El trato con una enfermera, que incluye una cena en casa de ella, junto con su compañero de estudios y de aventuras -un Frank Sinatra al que le toca el papel de viva la virgen, amante de las bromas, sabedor de que sus padres sí que pueden pagarle los estudios-, va a desvelar, porque así lo publicita su hermana, además de las buenas cualidades de esta, los ahorros de que dispone para cuando, y ya se va acercando la hora, decida formar un hogar. Y ahí se inicia la parte canalla del melodrama, porque el cortejo amoroso de Mitchum a los 4000 dólares que representa Olivia de Havilland para él van a encontrar no solo la oposición de su compañero de fatigas y farras, pero no de estudio, porque el protagonista es hiperresponsable, frente a la cigarrarería de su compañero, sino también el rechazo moral del público que ni siquiera en aras de un bien precioso como pueda ser completar los estudios en la universidad está dispuesto a pasar por tolerar semejante burla de os códigos amorosos más elementales. Hablamos de una enfermera competente, pero mayor, a punto de quedarse soltera y de perder el tren del matrimonio y de los hijos, y, al tiempo, profundamente enamorada del apuesto futuro doctor. La atmósfera creada en la película, por la inequívoca ansiedad que domina al protagonista, se adentrará por los caminos del adulterio cuando, habiéndose licenciado, se instale en un pequeño pueblo agrícola donde  una rica viuda pasa sus días aburrida y pendiente de cualquier atisbo de relación peligrosa que le dé algo de emoción y novedad a sus días monótonos. Que ella sea Gloria Grahame, una mujer fatal del cine clásico donde las haya, hace subir muchos enteros la tensión del melodrama. Añadamos al cóctel las generosas dosis de altanería, soberbia y engreimiento del protagonista, quien nunca está dispuesto a perdonar ningún error ni ninguna debilidad, sobre todo en el desempeño de su profesión, y ni siquiera con los más próximos a él, lo que lo acaba distanciando de su mejor amigo, quien, al final, vuelve para recordarle algo muy sencillo: la debilidad humana no es una virtud, pero es un componente básico de la humanidad y, en cierta medida, también del humanitarismo. Que en algún momento el protagonista tiene que acabar dándose cuenta de cómo es, de lo insoportable que es su soberbia, nos vamos percatando cuando, a solas consigo mismo, tiene alguna caída en sentimientos genuinos, como el duelo emocionante tras la muerte del padre, a quien había echado de su vida, y quien, antes de ser borrado de ella, solo se limitó a recordarle que, aun a pesar de ser un borracho, no dejaba de ser un ser humano. ¡Le lleva toda la película entender ese mensaje existencial básico! Y a través de ella vamos advirtiendo el camino hacia la caída del caballo de la rígida honestidad a prueba de bombas, cuando ya incluso ha sido expulsado de su casa por su mujer, quien, llena de una dignidad merecedora de total aplauso, le recuerda que “ya” no lo necesita, que se ha emancipado de su dependencia de él, que ella sabrá seguir su vida sin su ausencia de hecho. Todo ello, además, desde un embarazo que él no quería de ninguna de las maneras y que para ella era la única oportunidad de ser madre y cumplir un codiciado deseo antiguo. Recordemos que estamos a mediados de los 50, y que una pareja sin hijos poco menos que se convertía, por ello mismo, en asunto de habladurías vecinales. La férrea voluntad de la protagonista de organizar su vida sin el macho triunfador es un discurso lleno del mejor feminismo, del auténtico, del que se ha practicado siempre sin las alharacas de publicidades a menudo hipócritas. Sí, ella es la auténtica mujer fuerte, frente a la desorientación emocional del triunfador profesional, de ahí que la película concluya con el regreso del derrotado pidiendo la absolución y ofreciendo propósito de enmienda. Se trata de una película muy sobria, perfectamente iluminada y en la que predominan primeros planos con un valor psicológico muy notable. Pensemos que es a través de las miradas, los silencios, de gestos casi imperceptibles, como se va escribiendo el destino del altanero protagonista.
The Domino Principle, un título bastante más aceptable que la mala traducción española, comienza muy prometedoramente, porque recuerda mucho a El mensajero del miedo, de Frankenheimer, aunque no le acaba llegando ni a la suela del zapato. Las imágenes tomadas de documentales que introducen la película nos ponen en antecedentes de uno de los serios problemas de nuestras sociedades occidentales, el de hasta qué punto no somos sino piezas de una gran conspiración que nos usa a su antojo y sin que dispongamos de la más mínima libertad para escribir nuestro destino. Las teorías conspirativas son todo un género en la cinematografía usamericana, y los asesinatos políticos que jalonan su historia abonan la pervivencia del género. En este caso, un prisionero es invitado a salir de la prisión para reunirse con su mujer a cambio de un trabajo sobre el que nada pueden decirle de momento, aunque el hecho de que sea un experto tirador no deja lugar a dudas sobre la naturaleza de lo servicios que le serán requeridos. Quienes quieren utilizarlo están en connivencia con las autoridades, pero no lo son. Disponen de dinero e infraestructuras para  conseguirle, a él y a su mujer, una casa de ensueño en la costa mejicana donde acabarán recibiendo visitas indeseables de las que tendrán que deshacerse con métodos expeditivos que los llevan a situarse, de nuevo, no solo fuera de la ley usamericana, sino también de la mejicana. La reunión de los esposos nos depara un encuentro sin chispa ninguna entre una Candice Bergen pésimamente peinada y vestida y un Gene Hackman de deportiva presencia, pero perdido totalmente en un guion que nunca parece acabar de comprender, y de ahí la inexpresividad glacial del personaje. Va y viene, y hasta en helicóptero, desde donde dispara con precisión a un político mientras este pasea por el jardín, y luego se ve incapaz de defender a su mujer, quien, antes de acabar pereciendo, le ha confesado, en efecto, que hubo “otros” mientras él estaba en la cárcel, lo que se supone que hace más llevadero el duelo del “héroe”. La imagen final, el personaje visto, escopeta en mano, desde la mirilla telescópica de un fusil que lo apunta da a entender perfectamente la teoría inicial de la conspiración: no somos libres, nos usan y cuando no nos necesitan, nos quitan de en medio. La estética setentera de la película es horrible, penosa, y poca películas logran escapar a la maldición estética de aquellos años cutres. Por lo demás, lo único apreciable, en términos críticos es la distancia extrema entre aquel blanco y negro majestuoso de su estreno como director y el color chafarrinón de su despedida (solo dirigió otro más, después de esta, Más allá del amor, que no pinta nada mal, todo sea dicho de paso…: un amor entre gente de hábitos…), al menos en esta película totalmente fallida.

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