lunes, 30 de julio de 2018

“Deseo bajo los olmos”, de Delbert Mann o el viejo Saturno…



Una tragedia familiar que va mas allá del melodrama. Deseo bajo los olmos o los odios enquistados de la vida familiar.

Título original: Desire Under the Elms
Año: 1958
Duración: 110 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Delbert Mann
Guion: Obra: Eugene O'Neill
Música: Elmer Bernstein
Fotografía: Daniel L. Fapp (B&W)
Reparto: Sophia Loren,  Anthony Perkins,  Burl Ives,  Frank Overton,  Pernell Roberts, Rebecca Welles,  Jean Willes,  Anne Seymour,  Roy Fant.

Es evidente que los grandes monstruos del cine son indiscutibles: Bergman, Dreyer, Fellini, Welles, Ford… tengan o no altibajos forman un compacto bloque en el que cuesta entrar. En ese entretenido juego de las listas, de directores y películas, en las que se entra y se sale con criterios, a veces, de difícil explicación, no se qué lugares ocupará Delbert Mann, pero de lo que sí estoy seguro es de que esta adaptación cinematográfica de la obra de teatro de Eugene O’Neill ha de escalar muchos puestos hacia la cima, porque se reúnen en ella tres aspectos logradísimos que le confieren una pátina de obra entre sólida y no sé si maestra, porque es palabra de muchos quilates, que complacerá a no pocos espectadores, ávidos, como solemos serlo siempre, de emociones fuertes y dramas espeluznantes en que la naturaleza humana se exhibe en su alteza y en su bajeza, en su nobleza y en su depravación. Hay un aliento dostoyevskiano en esta historia de O’Neill que sobrecoge al espectador, aunque el primer contacto con la película no es con la acción o con los personajes, sino con una estética impecable que hace del blanco y negro más un contexto que una técnica, sumada a una puesta en escena en que se privilegia un número reducido de paisajes que, además de cambiar con los ciclos estacionales, se le ofrece al espectador más como los límites de una cárcel que como un esparcimiento del ánimo. Hay mucho de hierático en ese paisaje en que los personajes consumen sus vidas alimentando el odio contra el gran patriarca familiar. Sí, lo han adivinado. Estamos ante el mito de Saturno que devora a sus hijos, y la obra progresa en esa dirección  indesmayablemente. La trama se centra en la convicción que le inculca una madre a su hijo de que el rancho donde vive con su padre y sus dos hermanastros es suyo, y la necesidad, cuando sea mayor, de luchar por él, para no dejárselo arrebatar. Le revela, además, el sitio exacto donde el padre guarda los dineros de la explotación agrícola. Cuando, andado el tiempo, el hijo logra comprar a sus hermanos su renuncia  a reclamar la propiedad del rancho, tras lo cual estos se van en busca de fortuna al Oeste, el padre desaparece durante unas semanas y reaparece casado con una mujer joven, Sophia Loren, llena de vitalidad, exuberancia, belleza y con una personalidad de superviviente que no tardará en caer en la tentación de seducir al único hijo que vive en la casa. Fruto de esas relaciones será el hijo que el padre cree suyo y como tal lo celebra, aunque el hijo que aspira a la propiedad del rancho cree que el hijo es del padre. Este malentendido alimentará la tragedia, porque, llegados al clímax del conflicto, el joven se siente traicionado por la mujer, el padre por su mujer y esta por el joven enamorado a quien, de repente, ella y su hijo le repelen hasta el extremo de desear que el niño no hubiera nacido. La fiesta de celebración del nacimiento ve la llegada de los dos hijos que parecen haber hecho fortuna tras irse de casa, aunque visten, al igual que sus mujeres, como figurines de revistas de moda, no como los vaqueros que una vez fueron. Tras una apabullante exhibición de fortaleza física y de desplantes a sus nueras y a sus hijos por parte del patriarca, en una fiesta en la que la música es incapaz de imponerse a la tensión pasional de los protagonistas, sobreviene el desenlace aterrador, porque la joven madrastra enamorada del hijo de su marido, antes que perderlo a él, decide eliminar el único obstáculo que se interpone entre ambos: el hijo, heredero directo de la granja cuando muera el padre. Aterrorizada ante la idea de perder al amante, la madre, que entra en un estado casi catatónico, decide acabar con la vida de la criatura, pero lo único que provoca es el horror del amante, que se apresura a denunciarla ante la Justicia. Y, me disculpo por ello, ya creo que me he excedido en contar… Aunque buena parte de la acción cae dentro de lo previsible, porque se trata de una estructura mítica de relaciones familiares, las excelentísimas interpretaciones de todos los actores, Burl Ives el primero y Perkins y la Loren, a renglón seguido, así como los hermanastros de este, Frank Overton y Pernell Roberts -el inolvidable Adam de  la serie televisiva Bonanza-. Es una tragedia que gira en torno a la posesión, a los derechos de primogenitura en un mundo rural en el que el heredero significaba la supervivencia de la obra a través del tiempo, de ahí el odio del padre a los hermanastros de Perkins y la férrea determinación de este de no dejar pisarse el terreno… hasta que el nacimiento de otro heredero lo convence de que ha de buscarse la vida como lo hicieron sus hermanos para, habiendo hecho fortuna, recuperar el rancho más adelante. La película no cae en ningún momento en el histrionismo, aunque el padre/saturnal lo roza a veces, y la pasión amorosa entre los dos jóvenes se desarrolla con un lirismo contenido al que contribuye la intensidad de una actriz perfecta en ese papel que juega a dos barajas por espíritu de conservación y que acaba perdiéndolo todo. Llama la atención, por cierto, el excelente inglés que usa la Loren. Cuatro años más tarde, Anatole Litvak los reunió para una película, Un abismo entre los dos, pero sin que ya entre ellos hubiera química ninguna. ¿Qué pasó? Que por medio Perkins triunfó como demente en Psicosis y no le ofrecían papeles sino de desquiciado, como en la película de Litvak, donde está absolutamente ridículo, y la Loren con una apariencia física muy lejana del estallido de sensualidad con que aparece en Deseo bajo los olmos. Con todo, ya digo, el gran espectáculo de la película es el de la realización, que nos retrotrae al blanco y negro de Dreyer o de Bergman en un espacio en el que los planos refuerzan las feroces psicologías de seres profundamente enfrentados entre ellos, aunque solo una vez estalle la violencia entre ellos.

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