viernes, 13 de julio de 2018

“Un extraño en mi vida”, de Richard Quine o los extraños caminos del deseo.



La pasión desbordada en las plácidas aguas de la hipocresía social: Un extraño en mi vida o el deseo que repta desde el seno profundo de la insatisfacción… 

Título original: Strangers When We Meet
Año: 1960
Duración: 117 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Richard Quine
Guion: Evan Hunter (Novela: Evan Hunter)
Música: George Duning
Fotografía: Charles Lang Jr.
Reparto: Kirk Douglas,  Kim Novak,  Ernie Kovacs,  Barbara Rush,  Virginia Bruce, Walter Matthau.

Vida vecinal. Un padre lleva a su hijo en coche al autobús escolar. Lo despide. De repente, enmarcada en la ventanilla del copiloto entra en escena, acuclillándose, ¡de cuerpo entero!, Kim Novak para despedir al suyo. Podemos hablar en términos de “epifanía”, de “realismo mágico”, de “conjunción astral” o simplemente de una más de las travesuras de Cupido. En cualquier caso, se intuye, rápidamente, y no me pregunten por qué esa es la única opción que escogemos los espectadores, que lo que ha sucedido es un encuentro nada insólito de insatisfacciones profundas. Todo está prefigurado en la casualidad de ese acuclillamiento, porque Kim Novak siempre aparecerá ante los ojos del arquitecto como la irrupción de un sueño tentador en la rutina diaria. Los personajes se van definiendo a partir de esa escena brevísima, pero fundamental. Todo ocurre por casualidad, sin premeditación, pero no nos va a sorprender que ese flechazo siga un curso habitual en estos casos, a partir de la iniciativa de él un joven arquitecto prometedor que está empezando a “acomodarse” a los buenos ingresos sin arriesgarse en aras de proyectos que le deparen la fama de quienes, en su arte, son después recordados. Ganador de un premio de arquitectura, el presente nos lo muestra sumido en una dinámica tradicional alentada por la esposa, que mira por el patrimonio y la familia, más que por la fama y la innovación. Con todo, la propuesta de un laureado novelista para que le construya una casa le permite recuperar durante un tiempo la ilusión de conseguir su “obra”. La figura del novelista, mujeriego impenitente frente a la vida tradicional familiar del protagonista, actúa como contrapeso de lo que va a ser la historia de un adulterio en el seno de una barriada tradicional en la que un adulterio hecho publico sería no solo la comidilla para años, sino que implicaría la disolución inmediata de las familias afectadas. De hecho, la protagonista juzga inmoral el desliz adúltero que marco su vida, lo cual va a contrastar profundamente con lo que sabremos de ella a lo largo de la historia. He ahí, pues, el reto, aunque desde que el arquitecto inicia la conquista de su vecina el verdadero reto será seducir a una mujer cuya reserva y discreción la hacen casi inaccesible. Él, Kirk Douglas, de quien el mejor elogio es que está “como siempre”, es decir, inconmensurable, no tardará en disparar con bala, en un brindis en el que expresa su deseo de acostarse con ella, algo que provoca la huida de su timorata pareja. ¿Qué más puede hacer él? Nada. Ahora bien, muy poco después de esa proposición franca, la vecina, que ha enviado al hijo con su madre, tiene una escena de seducción de su propio esposo a quien vemos, ¡archisorprendidos! -¡y lo que le debe de haber costado a ese actor(John Bryant) interpretar el papel de pichafría a quien le incomoda hasta la repulsión que su propia mujer le diga que lo “desea”…-, molestísimo por la actitud deseante de su mujer, quien poco menos que le mendiga que se acueste con ella. Del marido nada más se sabe, excepto que en un “party” en casa del arquitecto, donde se encuentran los protagonistas, siendo ya amantes,  proclama que él cree que es “un buen marido”; pero de su aversión al sexo ni una palabra: ninguna pista sobre una posible homosexualidad o un puritanismo calvinista, nada, lo cual, a mi entender, es un punto bastante flojo de un guion que, por otro lado, progresa magníficamente cuando el “incidente” con uno de los “desahogos” de la vecina, de Margaret, Maggie -como él la llama cariñosamente, lo que da pie a ciertas confidencias íntimas que van anudando el lazo que los une- le cambia al protagonista, de repente, la visión de ella, quien, hasta el momento de entregarse a él da a entender que se trata de la primera y única infidelidad que ha cometido en su vida, exactamente como él, quien, además, está dispuesto, por ese amor, incluso a dejar a su esposa y a su hijo, algo a lo que ella no parece inclinada en ningún momento, y de ahí viene el conflicto entre los amantes, porque él, honestamente, no acepta una relación clandestina, una acomodación al adulterio casi rutinario, una doble vida hipócrita, estando, como está, endemoniadamente enamorado de ella. No se trata de una película erótica y, sin embargo, hay un erotismo tan intenso que, por reprimido, estalla en la pantalla con un poder al que es difícil sustraerse. La relación entre los amantes es paralela a la construcción de la casa del novelista. La primera cita de ambos la aprovecha él para tomar, con ella medidas sobre el terreno para empezar a dibujar los planos, lo que parece prefigurar un posible “hogar” para ambos, aunque enseguida el guion nos muestra la solidez de las ataduras que los tienen amarrados a sus respetivas realidades. Las visitas a la casa son frecuentes: todos los personajes pasan por ella, e incluso es el lugar donde se resuelve el conflicto, que tiene un desenlace visual tan explícito que no quiero chafar a los futuros espectadores. Sí, es una película de actores y de actrices capaces de hacernos creer cualquier cosa que representen, incluso sentirse incomodado por el asedio sexual de una diosa del celuloide como Kim Novak, la mujer del director, by the way; pero la historia de este adulterio en una sociedad acomodada pone en tela de juicio otros aspectos de la vida de singular importancia, como la necesidad de la ilusión profesional para sobrevivir, el conflicto entre la honestidad y el engaño, la ruindad del mediocre que quiere aprovecharse de la debilidad moral del triunfador, una breve pero magistral aparición de Walter Matthau y, por encima de todo, que es lo sustancial de la película, la irresistible atracción que sienten dos seres humanos, aunque luego se sustancie la diferente interpretación que cada cual hace de ese enamoramiento profundo innegable. Rescatemos como muestra de la cotidianeidad de la relación entre los amantes -en esos encuadres magníficos en que en segundo plano las olas espumosas rompen de continuo en la orilla-  la escena en que ella le pregunta cómo se afeita el hoyuelo-marca de la casa-  y él le dice que tiene una maquinilla cilíndrica… Pero si alguna escena se lleva la palma de la tensión es la de la confesión del adulterio anterior al presente, cuando el plano selecciona la boca que narra en primer plano y en segundo, perfectamente nítido, el perplejo arquitecto confirma lo que no quiere oír: que es un número más en una larga lista de infidelidades (una escena que fue suprimida, en parte, en la versión española). Que la realidad se imponga en su perspectiva más chata, más ramplona, es un mazazo de consideración para los espectadores, pero también un acto de reconocimiento de la insobornable complejidad de la naturaleza humana cuyos comportamientos suelen escaparse a menudo de idealizaciones abusivas, por más tradición que estas tengan en los desenlaces de las relaciones que las personas traban entre ellas. Habiendo revisitado hace muy poco Me casé con una bruja, también de Richard Quine, donde la pareja James Stewart-Kim Novak, en clave de comedia, funciona a la perfección, la actual Douglas-Novak forma parte, sin duda, de la reducida nómina de las grandes pasiones interpretadas como la Pasión, con mayúscula, exige.

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