Un thriller de apariencia menor pero con un clímax
espectacular y una última interpretación magistral de John Garfield, secundado
por otra a su misma altura de Shelley Winters. ¡A disfrutar!
Título original: He Ran All
the Way
Año: 1951
Duración: 77 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Berry
Guion: Dalton Trumbo, Hugo
Butler, Guy Endore (Novela: Sam Ross)
Música: Franz Waxman
Fotografía: James Wong Howe (B&W)
Reparto: John Garfield, Shelley Winters, Wallace Ford,
Selena Royle, Robert Hyatt,
Gladys George, Keith Hetherington, Norman Lloyd,
Clancy Cooper, Vicki Raaf, Robert
Karnes.
Curiosa sorpresa la de un
John Berry desconocido para mí pero muy bien conocido para el senador McCarthy,
quien solo tras la retractación del inicialmente condenado Edward Dmytryk y su
confesión con nombres y apellidos de sus colegas pudo cortar la carrera
artística de quien, en esa década de los 50, se abría paso en la industria después
de haber trabajado con Welles en el Mercury Theatre y de haber rodado el
documental sobre Los Diez y contra la histeria anticomunista del infame senador
cuyo nombre ha quedado ya para siempre asociado a la intolerancia y el
totalitarismo. En esta película, la última que dirigió John Berry antes de
emigrar a Europa en busca de trabajo para sobrevivir hallamos circunstancias
muy curiosas: trabajan dos acusados por ese comité del senador: John Garfield y
el guionista Dalton Trumbo, sobre quien Jay Roach hizo una película biográfica
estupenda, Trumbo. En Yo amé a un asesino, que tiene todas las
trazas de ser una película de serie B, a pesar de las dos grandes estrellas que
la protagonizan, es fácil identificar enseguida el sello inequívoco de las excelentes
película de género -un thriller, en este caso-que abundaron en la ecepcional
coecha cinematográfica de la década de los 50. Un antiguo compañero de trabajo
me dijo a modo de butade que él solo veía películas “hasta” 1965, que nada de
lo dirigido después merecía la pena. No me atreveré yo a tanto, pero, con mi
experiencia actual, le sugeriría que rebajara el tope un par de años… Al margen
de provocaciones, lo cierto es que Yo amé
a un asesino tiene una estructura tan simple como efectiva. Un atraco el
día de pago a una empresa. Sale mal. Asesinan a uno de los guardias y el
delincuente de pocas luces, que vive con su madre autoritaria, quien lo trata como
si fuera un chiquillo maleducado, logra escaparse de la escena del crimen y se
dirige, estamos en época estival, a una piscina pública donde trata de
camuflarse para burlar la vigilancia policial. Accidentalmente, primero, y
deliberadamente, después, entra en contacto con una chica a quien, para
despistar la atención con que la policía vigila el lugar, imparte las primeras
nociones del arte de la natación. Se las ingenia para acompañarla en su camino
de regreso a casa y, poco después, acaba siendo un “invitado” de la chica,
justo cuando el reto de la familia se va al cine. En dos planos, como quien dice,
el invitado, por quien la protagonista siente una atracción casi inmediata,
pasa de dicha condición a la de
secuestrador, para pasmo y terror de la familia, un linotipista, la mujer y un
hijo pequeño que vive la situación desde la perspectiva de la fantasía: ¡las
armas! y de la exigencia moral de acción dirigida a un padre entrado en años
que no está dispuesto a poner en peligro la vida de nadie en su familia. A lo
largo del secuestro, la historia irá desnudando la psicología de sus
personajes, retratándolos socialmente y exhibiendo sus miserias y sus
contradicciones. La protagonista, por ejemplo, que , a pesar de la condición
facinerosa del secuestrador, se ha enamorado y está dispuesta a escaparse con
él, a seguirlo hasta donde haga falta, porque ve en él la posibilidad de
remontar el vuelo hacia una vida menos gris de la que lleva, en la que ningún
hombre se ha fijado en ella ni cree que pueda hacerlo ninguno alguna vez.
Cuando el padre se entera de la decisión de la hija, le vuelve la espalda y el
cisma familiar se suma a la tensión del propio secuestro, que avanza hacia un
final magnífico, desde el punto de visto de la realización cinematográfica. Porque
el secuestrador, instintivo como una fiera, noble dentro de su condición, y
desconfiado como un animal que va viendo, imaginariamente, cómo se cierra un
círculo sobre él que nadie estrecha, sin embargo, no acaba de fiarse de su
recién “enamorada”, lo que provoca una actitud desafiante que precipitará un
final trágico sobre el que ahora mismo silencio las teclas. La vida cotidiana,
la piscina y la vida de familia de clase media-baja, están descritas con un
blanco y negro lleno de claroscuros que hacen referencia a la ambigüedad moral
del protagonista, un pobre hombre que, por primera vez con mucho dinero en el
bolsillo, recibe un subidón que es incapaz de gobernar. No sé si es el mejor
papel de Garfield, por la coincidencia de que fuera el último, pero el
desvalimiento del pobre hombre metido en un serio problema por su falta de
luces, teniendo un fondo de bondad nada desdeñoso, es un papel-joya que no
todos, no obstante, son capaces de bordar en la pantalla como él. Lo mismo ocurre
con Shelley Winters, perfecta pareja psicológica del torpe atracador. La música
de Franz Waxman, por último, es el broche perfecto para una pequeña joya
olvidada del oscuro mundo de los thrillers aparentemente poco ambiciosos pero
con notables cargas de profundidad, individual y colectiva. Los espectadores
retendrán con suma facilidad la impecable
y hermosa historia de amor fou que
protagonizan dos amantes tan desdichados por quienes los espectadores sentirán
una compasión infinita. ¡Pero qué buenas películas hacían aquellos comunistas usamericanos!
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