El poderoso impacto visual de un mundo lleno de pasiones
encontradas: Cuarenta pistolas o la
fidelidad a las tópicos del género desde una visión muy personal.
Título original: Forty Guns
Año: 1957
Duración: 79 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Samuel Fuller
Guion: Samuel Fuller
Música: Harry Sukman
Fotografía: Joseph F. Biroc
Reparto: Barbara
Stanwyck, Barry Sullivan, Dean Jagger,
John Ericson, Gene Barry, Robert
Dix, Eve Brent, Hank Worden,
Chuck Roberson, Paul Dubov,
George Sowards, Eve Brent, Jack Stoney,
Sandy Wirth, Chuck Hayward, Tex
Driscoll, Jack Perrin.
Samuel
Fuller es Samuel Fuller. Porque al cine también le es aplicable el celebérrimo axioma
de Vujadin Boskov. Da igual el género que aborde, porque siempre es una
película suya, aunque el envoltorio genérico le obligue a rodar en un marco
cuyos códigos ya se encarga él de violentar lo suficiente como para que de la
película se diga, como en este caso, no que es “un western”-“una del oeste”,
que decíamos de chicos-, sino que es “un Fuller”. Este hombre, Samuel, tenía un
ojo para los encuadres como pocos. Desde el comienzo de la película, una
carreta que transita pacíficamente a través del típico paisaje del western,
amplio, polvoriento, salvaje, lírico, y cuya travesía relajada se ve
literalmente “sacudida” por un grupo de jinetes encabezado por una Barbara
Stanwyck, de negro de pies a cabeza, con pantalones, montando un caballo blanco,
que levanta una polvareda y hace piafar a los caballos de la carreta, un
auténtico “torbellino” que preludia otro real que ha de venir y el propio de
las pasiones sobre las que gira el relato. En la carreta, un marshall con
órdenes de captura de miembros de esa banda de cuarenta ladrones que “sirven” a
su patrona. En narración paralela, el hermano de la “patrona”, consentido por
esta, que lo protege como hermano menor suyo que es, junto con otros compinches
se adueña de la ciudad adonde se dirige el marshall y acaba matando al viejo
sheriff, casi ciego, cuya huida interrumpe cruelmente. El planteamiento ya deja
entrever lo que en efecto acaba ocurriendo: el marshall h de cumplir con su
deber, y uno principal es acabar con el abuso de poder de una terrateniente que
ha gobernado la ciudad a su antojo, imponiendo su voluntad al sheriff y al
juez, y ello incluye llevar ante un juez imparcial a su hermano, con la
imputación de asesinato. Sí, por supuesto, si es un Fuller ha de haber una
historia de amor, y lo cierto es que el que nace entre los protagonistas,
Stanwyck y Sullivan, tiene un no sé que de amor crepuscular que no le roba ni
un ápice de pasión, aunque tarde lo suyo en estallar, y le complica la vida por las responsabilidades
a que han de hacer frente individualmente cada uno de ellos. El marshall viaja
con un ayudante, su hermano y con otro hermano menor, que anhela convertirse en
marshall, contra el deseo de su hermano de que se dedique a estudiar. En el
poco tiempo que se instalan en la ciudad, el hermano intermedio no solo se
enamora, sino que se casa con la hija del armero de la ciudad, siendo ella, una
excelente armera a su vez, con no poca puntería y extraordinaria belleza y con
larga experiencia, a pesar de su edad, en el género. Justo después de esta,
rodaría Gun Girls de Robert C. Dertano,
lo que parecía asociarla casi definitivamente con las pistolas, aunque no se
tratase de un western. Los problemas familiares a dos bandas, así pues,
contribuyen a tejer una narración en la que el punto climático fundamental es
el enamoramiento de personalidades tan antagónicas como la patrona y el marshall.
La película de Fuller está llenita, pero que muy llenita, de planos y
secuencias de su “marca” inconfundible. Señalaré dos que, por otro lado, suelen
ser las que señalan todos los críticos: la llegada del marshall con su orden de
arresto al rancho de la patrona y la entrada en una sala en la que esta, ataviada
con un vestido de gala con amplia falda, que contrasta con su traje vaquero de
faena, preside una mesa a la que se sientan los cuarenta pistoleros a quienes
ella gobierna, aunque así vestida, como uno más de la banda. El otro es el del tornado que los sorprende
cuando buscan, ambos, al subordinado acusado de homicidio y a quien el marshall
ha de detener. Ella, vestida de cowboy escolta al representante de la ley que
va en carreta. A medida que se intensifica el efecto del tornado, los caballos
se desmandan y el de ella la tira al suelo y emprende una cabalgada arrastrándola
tras él, pues no ha podido soltarse el pie de la espuela. Cuando queda libre,
el marshall llega junto a ella y, muy a duras penas, la levanta y trata de
buscar refugio junto a una pared de un chamizo en el que habían buscado al
asesino, a quien la jefa en ningún momento trata de ayudar, porque no ignora lo
que supone interferir en la acción de la Justicia. Aunque protegidos tras el
muro, l acción devastadora del tornado incluso tierra parte de la casa por
encima de ellos. Se trata de una acción fílmica muy parecida a la que
recientemente comenté en una película de Griffith, y sería bueno habilitar dos
pantallas en las que se pudiera cotejar el desarrollo según el particular estilo
de cada director: veríamos entonces ya la modernidad total de Griffith, ya el clasicismo
absoluto de un innovador. Aunque todo apunta, como se advierte, hacia un
terreno trágico, de enfrentamiento, y el mejor exponente es el amor no
correspondido del capataz por su patrona, que, finalmente, lo lleva al suicidio,
el humor también hace acto de presencia en la película. Al espectador es
posible que le llame la atención esa suerte de frío escepticismo y desapego del
protagonista, a quien no parecen inmutarle las muertes que se suceden a su
alrededor desde que llega al pueblo, salvo, claro está, la de su propio
hermano, que acaba muriendo por interponerse entre la bala y su hermano mayor cuando
le invita a besar a la novia. El fondo moral de la película, que también lo
tiene, se aprecia bien en la desesperada ambición del hermano menor en
convertirse en marshall y poder empuñar una pistola para matar… en defensa del
orden, claro. Así ocurre en un emocionante duelo al que es atraído, mediante
engaños, el marshall, quien, en un momento dado, se coloca de espaldas al fusil
que lo apunta para matarle desde la ventana del piso superior. En ese momento,
el hermano menor, a quien habían despachado al hogar familiar para hacer
compañía al padre de los tres y para dedicarse a estudiar, informado de las
intenciones de los facinerosos para tenderle la emboscada a su hermano, se
presenta en la habitación desde donde van a disparar al arshall y acaba matando
al pistolero. Orgulloso de haberle salvado la vida a su hermano mayor, el gesto
de contrariedad de este desconcierta a su salvador: -¿Qué he hecho mal, ahora? -Acabas
de matar a un hombre, le dice, como toda respuesta, el hermano mayor. Si
hay cine de serie B para los thrillers y el cine fantástico, también lo hay
para el western, y ahí están algunos grandes del género que suelen ser
adscritos, sin embargo, a esa “segunda división”, como el excelente Budd Boetticher,
por ejemplo, o Monte Hellman. Forty Guns,
en ese caso, sería una “campeona” absoluta en esa división. Ni que decir tengo que, como buena muestra del género hay un duelo final con un desenlace tan sorprendente que quizás pueda ser calificado como el más original de este tipo de escenas dentro del género.
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