El caso de los negros-blancos en la era de la segregación
usamericana: El color de la sangre o
un caso real de segregación racial llevado al cine.
Título original: Lost Boundaries
Año: 1949
Duración: 99 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Alfred L. Werker
Guion: Eugene Ling, Charles
Palmer, Virginia Shaler, William L. White (Diálogos: Ormonde Dekay Jr., Maxime
Furlaud)
Música: Louis Applebaum
Fotografía: William Miller
(B&W)
Reparto: Beatrice
Pearson, Mel Ferrer, Susan Douglas Rubes, Robert A. Dunn, Richard Hylton, Grace Coppin,
Carleton Carpenter, Seth
Arnold, Wendell Holmes, Parker Fennelly, Ralph Riggs,
William Greaves, Ray
Saunders, Leigh Whipper, Morton Stevens, Maurice Ellis, Alexander Campbell, Edwin Cooper,
Royal Beal, Canada Lee.
El aval de una historia real
no necesariamente hace buena una
película, y son conocidas los trucos de las productoras al añadir en los
títulos de crédito el famoso “basado en un hecho real” más falso que Judas. En
este caso, sin embargo, el caso es tan excepcional y poco frecuentado en las
pantallas que la película se ve como una aproximación insólita al problema de
la segregación racial en Usamérica. Un joven mulato, tan claro que es indistinguible
de los blancos, y que se ha inscrito
como negro en una universidad para
cubrir el cupo de reserva racial que esta ha de cumplir, se licencia en
medicina e inmediatamente se casa con su novia, otra joven mulata pero
absolutamente blanca, con quien, por
recomendación del catedrático, se presenta para ocupar un puesto de interino en
un hospital para negros en el sur de Usamérica. Allí, ante la evidencia de su
blancura, le es negado el puesto, en un caso de segregación racial inversa, y
ha de buscarse la vida por su cuenta. Regresa con su mujer a la casa de sus
suegros y encuentra un empleo en el que, por un azar de sustituciones del turno
de urgencias, acaba salvando la vida a quien le ofrece ocupar el puesto vacante
de su padre en un pueblecito del norte donde, como es de prever, flota en el
ambiente, una profunda discriminación racial, aunque superficialmente no se
exprese. En cualquier caso, se instalan en el pueblo, ocultando su condición “oficial”
de “pertenecientes a la raza negra” y no solo logran conservar la clientela del
antiguo doctor, sino que se significa en pro de la comunidad de tal manera que
acaba obteniendo el reconocimiento de esta públicamente. El estallido de la
guerra lleva al doctor a solicitar el ingreso en la marina, de idéntico modo que
el hijo, estudiante universitario, se enrola para marchar al frente. Entonces, después de 20
años en el pueblo, dedicado de forma devota a su profesión, con el
reconocimiento de sus convecinos, llega la terrible noticia: un oficial de la
marina se presenta en su casa y le dice que, por ser negro, como figura en los
archivos oficiales, no puede ser admitido como oficial médico en la Marina.
Comienzan los rumores en el pueblo y los padres se ven en el brete de tener que
revelarles a sus hijos su origen. La hija ya ha manifestado su hostilidad a los
negros en una escena en la que no entienden que el mejor amigo de su hermano en
la universidad sea un negro, por ejemplo; y el hijo, que se ve forzado a renunciar
al enrolamiento para no acabar en las cocinas o como sirviente de los
oficiales, sufre un trauma identitario que lo lleva a escapar de casa y buscar
refugio en el barrio de Harlem -unas escenas de calle, por cierto, llenas de un
excelente sabor de cine negro en el sentido detectivesco de la palabra. El
hijo, que es pianista -y una de las composiciones que ejecuta el actor en la
película ha sido compuesta por el verdadero hijo del Dr. Johnston -que así se
llama el verdadero protagonista del hecho real-, resulta acusado de un crimen
que no ha cometido, solo por estar en el lugar de los hechos en el momento en
que se produjo. Todo ello es algo así como el prólogo para una conversación
entre el jefe de policía del distrito, negó, y él, de modo que acabe entrando
en razón y vuelva a su casa ara enfrentarse a la realidad. La hermana, que de
repente rechaza al enamorado que la corteja, porque le ha caído encima lo que
ella sufre como un estigma, la “diferencia” que la aparta de lo que había sido
su vida, ha de sufrir también su propia evolución ante una realidad que la trastoca. El protagonista, después de
no haberle sido permitido alistarse, desaparece d su consulta y se coloca en un
hospital para negros adonde va a buscarlo su hijo para “rescatarlo” y estrechar
los lazos de la familia, de modo que juntos le hagan frente a esa nueva
realidad que ha condicionado la visión que e ellos tienen sus vecinos. La
película bien podía haber caído en el sentimentalismo fácil, en el chantaje
emocional al espectador y en otras debilidades que el director, con mano
maestra, esquiva para entregarnos una reflexión honesta, sincera sobre la
teoría de la adaptación al medio, sin excluir la crisis de conciencia que
supone saberse íntimamente un “impostor”. La película está llena de escenas que
revelan el insufrible y desquiciado racismo cotidiano de la mayoría blanca
usamericana, expresado de mil maneras, pero todas hirientes, aunque algunas
estén revestidas de una capa de caramelo que no engaña a nadie. El director,
Alfred L. Werker, forma parte del nutrido grupo de artesanos de Hollywood que
han sabido -él procede del cine mudo- dotar de unos estándares de calidad al
cine usamericano que ya quisieran muchas otras cinematografías. Después de este
drama racial, Werker se especializó en el rodaje de westerns, alguno de los cuales
tiene muy pero que muy buena pinta. Y veremos si soy capaz de ver alguno,
porque no es fácil encontrar sus películas. En El color de la sangre, título harto expresivo, Mel Ferrer y Beatrice
Pearson saben transmitir fielmente no solo la fuerza de un joven matrimonio que
quiere salir adelante con un plus de esperanza y energía que les lleva a
triunfar, sino también el secreto de su íntima condición en un medio hostil y
de su naturalidad absoluta cuando se hallan entre “los suyos” donde son mirados
como iguales aunque la claridad de su piel pudiera suponer una barrera. Todos
estos temas están tratados en la película con una delicadez absoluta que no
excluya la crudeza de la segregación, por supuesto. La situación es
extraordinaria y, partiendo de un hecho real, a veces nos da la impresión de
estar en una sofisticada ficción. En cualquier caso, la película se ve con un
interés creciente y los intérpretes saben transmitir la complejidad propia de
la situación. A mí me parece una película valiente y sobre un tema poco tratado
cuando e habla de la discriminación racial: la de los mulatos cuya blancura les
permite pasar perfectamente por lo que son teniendo orígenes diferentes. Beatrice
Pearson, valga esto para la anécdota, es una actriz que solo hizo dos
películas, esta y Force of Evil («La
fuerza del destino», de Abraham Polonsky -uno de los represaliados en la caza
de brujas-, de la que, lamentablemente, ahora me doy cuenta de que no hice la
crítica en este Ojo, algo que voy a
remediar en un futuro muy inmediato, porque La
fuerza del destino es un thriller tan vigoroso que no entiendo que no la
haya hecho, excepto que se deba a la poderosa impresión que me causó en su día,
con un John Garfield de quien sí he criticado otras no tan excelsas como esta
que fue el debut cinematográfico de Polonsky, por cierto. Después de haber
protagonizado estas dos películas, Pearson se dedicó en cuerpo y alma al
teatro. En fin, deberes, deberes, deberes…
El doctor en el que se inspiró la película. |
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