miércoles, 21 de noviembre de 2018

«El color de la sangre», de Alfred L. Werker, un documento que sobrepasa la ficción.



El caso de los negros-blancos en la era de la segregación usamericana: El color de la sangre o un caso real de segregación racial llevado al cine. 

Título original: Lost Boundaries
Año: 1949
Duración: 99 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Alfred L. Werker
Guion: Eugene Ling, Charles Palmer, Virginia Shaler, William L. White (Diálogos: Ormonde Dekay Jr., Maxime Furlaud)
Música: Louis Applebaum
Fotografía: William Miller (B&W)
Reparto: Beatrice Pearson,  Mel Ferrer,  Susan Douglas Rubes,  Robert A. Dunn, Richard Hylton,  Grace Coppin,  Carleton Carpenter,  Seth Arnold,  Wendell Holmes, Parker Fennelly,  Ralph Riggs,  William Greaves,  Ray Saunders,  Leigh Whipper, Morton Stevens,  Maurice Ellis,  Alexander Campbell,  Edwin Cooper,  Royal Beal, Canada Lee.

El aval de una historia real no  necesariamente hace buena una película, y son conocidas los trucos de las productoras al añadir en los títulos de crédito el famoso “basado en un hecho real” más falso que Judas. En este caso, sin embargo, el caso es tan excepcional y poco frecuentado en las pantallas que la película se ve como una aproximación insólita al problema de la segregación racial en Usamérica. Un joven mulato, tan claro que es indistinguible de los blancos, y  que se ha inscrito como negro en una universidad para cubrir el cupo de reserva racial que esta ha de cumplir, se licencia en medicina e inmediatamente se casa con su novia, otra joven mulata pero absolutamente blanca,  con quien, por recomendación del catedrático, se presenta para ocupar un puesto de interino en un hospital para negros en el sur de Usamérica. Allí, ante la evidencia de su blancura, le es negado el puesto, en un caso de segregación racial inversa, y ha de buscarse la vida por su cuenta. Regresa con su mujer a la casa de sus suegros y encuentra un empleo en el que, por un azar de sustituciones del turno de urgencias, acaba salvando la vida a quien le ofrece ocupar el puesto vacante de su padre en un pueblecito del norte donde, como es de prever, flota en el ambiente, una profunda discriminación racial, aunque superficialmente no se exprese. En cualquier caso, se instalan en el pueblo, ocultando su condición “oficial” de “pertenecientes a la raza negra” y no solo logran conservar la clientela del antiguo doctor, sino que se significa en pro de la comunidad de tal manera que acaba obteniendo el reconocimiento de esta públicamente. El estallido de la guerra lleva al doctor a solicitar el ingreso en la marina, de idéntico modo que el hijo, estudiante universitario, se enrola para  marchar al frente. Entonces, después de 20 años en el pueblo, dedicado de forma devota a su profesión, con el reconocimiento de sus convecinos, llega la terrible noticia: un oficial de la marina se presenta en su casa y le dice que, por ser negro, como figura en los archivos oficiales, no puede ser admitido como oficial médico en la Marina. Comienzan los rumores en el pueblo y los padres se ven en el brete de tener que revelarles a sus hijos su origen. La hija ya ha manifestado su hostilidad a los negros en una escena en la que no entienden que el mejor amigo de su hermano en la universidad sea un negro, por ejemplo; y el hijo, que se ve forzado a renunciar al enrolamiento para no acabar en las cocinas o como sirviente de los oficiales, sufre un trauma identitario que lo lleva a escapar de casa y buscar refugio en el barrio de Harlem -unas escenas de calle, por cierto, llenas de un excelente sabor de cine negro en el sentido detectivesco de la palabra. El hijo, que es pianista -y una de las composiciones que ejecuta el actor en la película ha sido compuesta por el verdadero hijo del Dr. Johnston -que así se llama el verdadero protagonista del hecho real-, resulta acusado de un crimen que no ha cometido, solo por estar en el lugar de los hechos en el momento en que se produjo. Todo ello es algo así como el prólogo para una conversación entre el jefe de policía del distrito, negó, y él, de modo que acabe entrando en razón y vuelva a su casa ara enfrentarse a la realidad. La hermana, que de repente rechaza al enamorado que la corteja, porque le ha caído encima lo que ella sufre como un estigma, la “diferencia” que la aparta de lo que había sido su vida, ha de sufrir también su propia evolución ante una realidad  que la trastoca. El protagonista, después de no haberle sido permitido alistarse, desaparece d su consulta y se coloca en un hospital para negros adonde va a buscarlo su hijo para “rescatarlo” y estrechar los lazos de la familia, de modo que juntos le hagan frente a esa nueva realidad que ha condicionado la visión que e ellos tienen sus vecinos. La película bien podía haber caído en el sentimentalismo fácil, en el chantaje emocional al espectador y en otras debilidades que el director, con mano maestra, esquiva para entregarnos una reflexión honesta, sincera sobre la teoría de la adaptación al medio, sin excluir la crisis de conciencia que supone saberse íntimamente un “impostor”. La película está llena de escenas que revelan el insufrible y desquiciado racismo cotidiano de la mayoría blanca usamericana, expresado de mil maneras, pero todas hirientes, aunque algunas estén revestidas de una capa de caramelo que no engaña a nadie. El director, Alfred L. Werker, forma parte del nutrido grupo de artesanos de Hollywood que han sabido -él procede del cine mudo- dotar de unos estándares de calidad al cine usamericano que ya quisieran muchas otras cinematografías. Después de este drama racial, Werker se especializó en el rodaje de westerns, alguno de los cuales tiene muy pero que muy buena pinta. Y veremos si soy capaz de ver alguno, porque no es fácil encontrar sus películas. En El color de la sangre, título harto expresivo, Mel Ferrer y Beatrice Pearson saben transmitir fielmente no solo la fuerza de un joven matrimonio que quiere salir adelante con un plus de esperanza y energía que les lleva a triunfar, sino también el secreto de su íntima condición en un medio hostil y de su naturalidad absoluta cuando se hallan entre “los suyos” donde son mirados como iguales aunque la claridad de su piel pudiera suponer una barrera. Todos estos temas están tratados en la película con una delicadez absoluta que no excluya la crudeza de la segregación, por supuesto. La situación es extraordinaria y, partiendo de un hecho real, a veces nos da la impresión de estar en una sofisticada ficción. En cualquier caso, la película se ve con un interés creciente y los intérpretes saben transmitir la complejidad propia de la situación. A mí me parece una película valiente y sobre un tema poco tratado cuando e habla de la discriminación racial: la de los mulatos cuya blancura les permite pasar perfectamente por lo que son teniendo orígenes diferentes. Beatrice Pearson, valga esto para la anécdota, es una actriz que solo hizo dos películas, esta y Force of Evil («La fuerza del destino», de Abraham Polonsky -uno de los represaliados en la caza de brujas-, de la que, lamentablemente, ahora me doy cuenta de que no hice la crítica en este Ojo, algo que voy a remediar en un futuro muy inmediato, porque La fuerza del destino es un thriller tan vigoroso que no entiendo que no la haya hecho, excepto que se deba a la poderosa impresión que me causó en su día, con un John Garfield de quien sí he criticado otras no tan excelsas como esta que fue el debut cinematográfico de Polonsky, por cierto. Después de haber protagonizado estas dos películas, Pearson se dedicó en cuerpo y alma al teatro. En fin, deberes, deberes, deberes…
El doctor en el que se inspiró la película.


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