viernes, 9 de noviembre de 2018

«Traición», de Edgar G. Ulmer, un eco potente del cimero Orson Welles.



Un nuevo trepa de la estirpe de Julien Sorel: Traición o el retrato clásico de un desclasado sin escrúpulos que solo ambiciona el dinero y el poder.

Título original: Ruthless
Año: 1948
Duración: 105 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Edgar G. Ulmer
Guion: Alvah Bessie, S.K. Lauren, Gordon Kahn (Novela: Dayton Stoddart)
Música: Werner Janssen
Fotografía : Bert Glennon (B&W)
Reparto: Zachary Scott,  Louis Hayward,  Diana Lynn,  Sydney Greenstreet,  Lucille Bremer, Martha Vickers,  Edith Barrett,  Dennis Hoey,  Raymond Burr,  Joyce Arling, Charles Evans. Bobby Anderson.

Detour, también de Ulmer, tiene la fama de ser la mejor película de serie B jamás rodada. Eso es todo un título, y comparable, por consiguiente, dadas las condiciones de producción y rodaje a haber rodado Ciudadano Kane, con todas las facilidades del mundo. Lo traigo a colación por ciertas semejanzas que he advertido entre Traición y la película de Welles. Ciertos aspectos de la puesta en escena, cierta caracterización del gran magnate solitario en una mansión de la que se especula que ya ha dejado de ser suya justo cuando anuncia una considerable dotación de fondos para nutrir un organismo que trabajo en pro de la paz mundial. A esa reunión/anuncio ha sido invitado quien fue su mejor amigo de la infancia y quien, enamorado de una mujer que, a su vez, estaba enamorada de su amigo le dejó el campo libre, aunque su rival,  al final, no solo revelara que no la quería, sino que la había utilizado para que la familia que lo había acogido desde niño, después de haber salvado a su hija de morir ahogada, le pagara los estudios nada menos que en Harvard. La madre del nio/salvador impide que el hijo vaya invitado  a la fiesta de cumpleaños de la hija salvada, pero cuando, después de regresar de ver a su padre, sometido a una mujer que lo gobierna, ve a su madre besándose con su nuevo prometido, mientras planean cómo decírselo al hijo, este se escapa y s refugia en la casa donde desde el salvamento de la niña es tratado como un héroe.  La película empieza en el presente del anuncio del magnate, pero en cuanto su amigo le presenta a su novia, que es idéntica, como dos gotas de agua, a la antigua novia ya fallecida, la estupefacción del protagonista se instala en su rostro y se nos cuentan, en un largo flash back los antecedentes de la historia. A ese le seguirán otros, siempre desde el regreso a la fiesta/anuncio. Cuando los personajes alcanzan la madurez y la joven se decanta por su salvador frente al amigo, el joven comienza a revelar paulatinamente su carácter depredador y ambicioso, el de un auténtico trepa que no dudará en usar su apostura para escalar a través de las mujeres que pueden llevarle hasta el éxito financiero, porque hace de los negocios en bolsa su terreno de acción, en una prefiguración de futuras historias como la reciente de El lobo de WallStreet. El actor escogido para encarnar al protagonista, Zachary Scott, aun cumpliendo decentemente su papel, no es la elección idónea, sobre todo porque desde que decide que se ha peleado con el mundo, solo sabe poner una cara avinagrada que parece responder a la tensión interior que lo lleva a querer triunfar a toda costa en el mundo de los negocios para reivindicarse como alguien que, viniendo de la pobreza y el desamparo, ha sabido conseguir un patrimonio y una posición en la sociedad. ¡Qué diferencia con la ductilidad del joven que lo interpreta en el inicio de la adolescencia, Bobby Anderson, a esas alturas de su corta vida un actor ya experimentado con 14 apariciones en pantalla a sus espaldas, y entre ellas ¡Qué bello es vivir! y Las uvas de la ira!. Eso lastra la necesaria flexibilidad que exigen los constantes cambios del personaje, como cuando ha de convencer a un empresario para un negocio que, en realidad, es una estafa o ha de convencer a los padres de su segunda conquista/peldaño para invertir en una aventura societaria. Ahí ha de vérselas con un actor tan eminente como Sydney Greenstreet, quien literalmente se lo merienda en una parte de la historia en la que el protagonista ha de convencer, en presencia de su amante, la mujer de Greenstreet, al empresario de que invierta en un negocio que lo arruinará. Son unas secuencias magníficas en las que un gesto de Greenstreet agarrando a su esposa por el pelo y tirando de la cabeza hacia atrás para besarla apasionadamente crea un momento de crispada belleza cinematográfica insuperable. Más adelante, el desquite de la esposa, quien confiesa tener al intrépido bróker como amante, es magnífico, porque sitúa a Greenstreet frente al espejo y le obliga a mirarse en él para que saque por sí mismo la deprimente conclusión de con quién quiere ella estar. La despedida del protagonista de su primer peldaño, la hija salvada, una dulcísima Diana Lynn, excelente pianista tempranamente desaparecida, a quien ya vi y degusté en Mi amiga Irma, el debut del dúo Dean Martin-Jerry Lewis, es una muestra de la calidad de la realización y  los diálogos magníficos que abundan en toda la narración. Estamos, pues, ante una película compleja que traza un retrato moral de un trepador sin escrúpulos enfrentado a las dificultades de navegar, sin yate propio, al principio, en el mar de tiburones de los negocios en el que al tiempo parece haber triunfado, tras conseguirlo todo,  y fracasado, porque lo importante, desde el punto de vista del retrato del personaje es la imposibilidad de anteponer la honestidad, el amor o los principios a la ambición de conseguir un estatus y un patrimonio. A medio camino entre el thriller y el melodrama -es impresionante el suicidio del empresario de su segunda conquista que le ayuda a establecerse como empresa avalándolo desde su banco, con dos planos de la mano que empuña el revólver que acaba de ser disparado fuera de plano-, Traición deviene una muestra rotunda del mejor cine, del que ya había dado muestras inequívocas en Detour tres años antes. Un clásico sin discusión.


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