Una página inexplorada del melodrama: Tres páginas de un diario o la visión
corrosiva, dramática y sentimental de la ingenuidad traicionada.
Título original: Tagebuch
einer Verlorenen (Diary of a Lost Girl)
Año: 1929
Duración: 104 min.
País: Alemania
Dirección: Georg Wilhelm Pabst
Guion: Rudolf Leonhardt (Novela: Margarete Böhme)
Música: Otto Stenzeel (Película muda)
Fotografía: Fritz Arno Wagner, Sepp Allgeier (B&W)
Reparto: Louise Brooks, André
Roanne, Josef Rovenský, Fritz Rasp,
Vera Pawlowa, Franziska Kinz,
Arnold Korff.
No acabo de entender que
las nuevas -¡y buena parte de las viejas!- generaciones le hayan dado la
espalda al cine mudo. Todo un mundo por descubrir y del que gozar con una
intensidad que ya quisieran algunos “productos” que flagelan las pantallas con
una simplicidad argumental y estética que avergüenza al aficionado más lerdo.
Claro que tiene que haber cine de masas y cine para cinéfilos, y es muy posible
que sin el primero no pueda existir el segundo, aunque no estoy muy convencido
de ello. Antes, en el cine mudo, no se hacía, al menos, esa distinción: todas
las películas aspiraban a ganar el favor del público mayoritario La decantación
de los públicos por unas u otras películas es lo que ha ido constituyendo, a lo
largo del tiempo, el cine de mayorías y el inevitable cine de minorías; el cine
como espectáculo y el cine como obra de arte, si bien ambas características
pueden aparecer en la misma película, por supuesto. Georg Wilhelm Pabst fue un
director polémico en su tiempo porque se acercó al erotismo de una manera más o
menos franca y supo llevar a la pantalla heroínas transgresoras como la Lulú de
Wedekind en La caja de Pandora o la
Thymian de la que nos ocupa en este momento. Pabst tiene en su haber el
singular mérito de haber sido el primer cineasta en tratar de llevar al cine las
teorías freudianas mediante le película Misterios de un alma, para la que fue
asesorado por los dos máximos representantes de las teorías freudianas en Berlín,
Karl Abraham y Hanns Sachs. Parte del éxito de las dos películas de Pabst se
deben a la presencia en ellas de un auténtico sex-symbol de su época, Louise
Brooks, de ultra agitada vida que no excluyó ni siquiera la prostitución de
lujo, y cuyo peinado característico causó furor durante años. Con todo, que
Brooks tenga hoy en día la consideración que tiene se debe a la devoción de los
cinéfilos franceses que la “rescataron”, como tantas otras realidades de aquel
cine, hacia los años 50 del siglo pasado. La película de Pabst mezcla a partes
desiguales una historia folletinesca, una crítica feroz de la hipocresía burguesa,
un desinhibido acercamiento al mundo del erotismo y el sexo y una denuncia de instituciones
represivas como el reformatorio donde ingresan a la protagonista después de haber
tenido un hijo fuera del matrimonio sin que ella haya sido consciente de haber
transgredido nada, porque, como le pasará en otras ocasiones, a lo largo de la
trama, en el momento en que va a ser seducida, cae en un prolongado desmayo que
permite dichas relaciones sexuales sin que ella haya dado su consentimiento ni
pueda, en buena lógica, resistirse. La presencia de un joven conde desheredado
por su padre, por su incapacidad para dedicarse a una profesión o seguir unos
estudios, que mezcla su destino con el de la joven, quien, finalmente, cuando
muere el padre, hereda el dinero de la farmacia cuya hipoteca paga el empleado
para quedarse con ella, añade a la película una deriva decadente que, cuando la
joven desheredada llegue al burdel, sumará una dirección que, súbitamente,
torcerá el ambiente festivo que hasta entonces tenía su presencia, hacia la
tragedia realista, con el suicidio del joven; porque, cuando el conde se las
prometía tan felices por el dinero con el que iniciarían una nueva vida, ella
le da el dinero a la criada con quien se acabó casando su padre y teniendo dos
hijos, hermanastros suyos, pues, la
principal agente de su expulsión de la casa y de su ingreso en el reformatorio,
lo que precipita el final del joven, sin oficio ni beneficio y desheredado por
su padre, como ya dijimos. Nos movemos, como se aprecia, en el ámbito del
folletín, pero el sesgo expresionista desde el que se nos presenta la vida
torturada de las jóvenes que viven sometidas a la férula sádica y dictatorial de dos seres perversos que rigen
la institución, ¡un acierto de reparto, de interpretación y de calidad fotográfica!,
le concede a la película una dimensión muy actual, al menos desde la valoración
estética que tenemos hoy en día del expresionismo. La realización de Pabst con
un blanco y negro que nos acerca más al realismo social crítico que al
expresionismo propiamente dicho, está llena de soluciones visuales que nada
tienen que envidiar a las de Dreyer, en El
amo de la casa, quizás una película poco vista, pero muy instructiva sobre el
arte del director danés, que llegaría a su consagración en Ordet y Gertrud; ni
tampoco a las de Max Ophüls, con quien, a mi modesto entender, comparte una misma
visión del melodrama, aunque el movimiento de cámara de Ophüls nada tiene que
ver con la escasa movilidad de la de Pabst, más amigo de la cámara fija frente
a la que evolucionan los personajes. La película sería muy otra sin la
interpretación de Brooks, quien gana mucho más en los primeros planos donde mostrar
su estudiada ingenuidad pícara, su inocencia pecaminosa, que en los planos más
amplios, donde aparece de cuerpo entero, dado que su físico no es, precisamente,
ni voluptuoso ni como el de los sex-symbol que vendrán tras ella, como Marilyn
Monroe, por ejemplo. Solo tenemos que pensar en la escena más jocosa de la
película, cuando la protagonista dice que puede dar clases de gimnasia “a
domicilio”, en el propio burdel, para ganarse la vida y se le presenta un
cliente descrito con una gracia que ya quisieran muchas comedias del propio
cine mudo o de las del hablado. La composición visual del mismo, su
gesticulación, la escena bufa en la que se acaba convirtiendo el intento de
seducción de la joven cándida a través de la clase de gimnasia, que ella
propone siguiendo el modelo de las que “sufrió” en el internado, a manos de la
desquiciada gobernanta que probablemente influyera en el “diseño” de la
directora del internado de Muchachas de
uniforme de Leontine Sagan y Carl Froelich, una popularísima historia de
amor lésbico que el régimen nazi intentó hacer desaparecer, quemando todas las
copias existentes. El giro que da la película, cuando el Conde, que ha sufrido
el suicidio de su hijo, decide adoptar a la dulce Thymian, se adentra ya por
los trillados caminos de la ingenuidad recompensada que, sin embargo, aunque
rebajan la tensión dramática, no desmerecen en modo alguno del desarrollo e la
historia, cuyos cabos se acaban cerrando satisfactoriamente. A mí me parece una
estupenda película que quizás mereciera una revisión a fondo, porque son muchos
los detalles a los que en una crítica no se les pude prestar atención y que, no
obstante, deberían de tener cabida en ella. Quizás con ocasión de otra película
del autor tenga esa oportunidad.
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