viernes, 24 de mayo de 2019

«La casa número 322», de Richard Quine: el debut de una diosa del cine: Kim Novak.



Un thriller perfecto, pero acaso olvidado: La casa número 322 , del sólido Richard Quine, o un lugar de privilegio entre Perdición y La ventana indiscreta.

Título original: Pushover
Año: 1954
Duración: 88 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Richard Quine
Guion: Roy Huggins (Novela: Bill S. Ballinger)
Música: Arthur Morton
Fotografía: Lester White (B&W)
Reparto: Fred MacMurray,  Philip Carey,  Kim Novak,  Dorothy Malone,  E.G. Marshall, Allen Nourse,  Phil Chambers,  Alan Dexter,  Paul Richards,  Ann Morriss.

Me he aficionado a revisitar viejas películas mientras corro en la cinta en el gimnasio y el otro día me salió al paso atlético esta de Richard Quine, Pushover, en el original, porque, por suerte para mí, las veo en versión original sin subtítulos, que tanto distraen. Podría haberse llamado perfectamente Desire, porque es la ley del deseo la que dicta los pasos hacia la corrupción de un policía, Fred MacMurray, que vigila a una sospechosa con quien, haciéndose el encontradizo, a la salida del cine, entra en contacto para acabar perdiendo algo más que la integridad en la cortísima distancia que separa una anatomía de otra.
El debut de Kim Novak en el cine dicen que pasó desapercibido para la crítica de la época, 1954, lo cual puede inducir a pensar que hubo alguna epidemia de ceguera aquel año en el gremio de los críticos cinematográficos, porque, de otro modo, es imposible sentarse en un cine para ver esta película y no sentirse inmediatamente presa de un respeto reverencial hacia la belleza, el magnetismo y la escultura biológica, amén de a una voz asedada que en modo alguna se extraña nadie de que el afortunado Fred MacMurray pierda, como antes dije, bastante más que la ética policial.
A partir de un dispositivo simple, la vigilancia desde un ala del edificio de lo que ocurre en la otra, donde vive la sospechosa, justo al lado de una enfermera, Dorothy Malone, que borda su personaje de seductora dispuesta a no dejar escapar una de sus últimas oportunidades cuando entra en contacto, a su vez, accidentalmente, con el compañero de patrulla del protagonista,  un Philip Carey que ni pintado para una thriller, con su poderoso físico, su rostro anguloso y una voz llena de secos matices irónicos.
Son muy pocas las secuencias diurnas en la película, lo que permite desarrollar una estética de claroscuros que el uso de las gabardinas y los sombreros acentúa de forma muy notable; del mismo modo que en el interior de la casa de él, de MacMurray,  mientras esperan que arreglen en el taller el coche de la sospechosa que el propio policía ha averiado, el juego de luces y sombras permite una creación propiamente escultural de una actriz literalmente explosiva, y a quien privaron de su inicial Marilyn para no competir con la Monroe, competición de la que en modo alguno sale perdiendo. El juego de seducción alcanza unos niveles eróticos soberbios gracias a la colocación de la cámara y a su tenue movimiento alrededor de la atracción fatal que se inicia desde el mismísimo momento en que él se ofrece para acompañarla, any suggestion?, hasta que le arreglen el coche en el taller. ¡Cómo iba a extrañar a nadie que, después de rodar Pushover y Picnic, de Joshua Logan, la escogiera Hitchcock para esa oda a la seducción que es Vértigo!
A pesar de esa construcción de la mujer fatal, papel del que, por su buen hacer interpretativo, logró evadirse Kim Novak, la película se centra con buen criterio en el operativo para lograr capturar al amante de la sospechosa y llegar hasta el dinero robado en el banco por este, tras haber asesinado al guardia de seguridad que se opuso heroicamente al robo. El hecho de que se crucen las dos historias amorosas de la pareja policial y de que buena parte de la acción transcurra en el bloque donde viven ellas y donde ellos vigilan, permite una concentración narrativa extraordinaria.
De forma paralela, una vez que el protagonista ha «escogido», y la escoge a ella, ambos planean cómo quedarse con el botín del robo y deshacerse del amante bandido, que diría Bosé. La tensión, a partir de ese momento, entre la misión policial y los intentos de boicoteo de la misma por parte el protagonista irán generando una tensión que se resuelve en un final previsible, pero no por ello menos logrado, puesto que hasta el ultimísimo momento no descubren el juego sucio del protagonista. Como en cualquier thriller que se precie, aparecen ciertos espacios, trajes, vestidos, bares, apartamentos y despachos que se ajustan como a un guante a los requerimientos canónicos de un género por el que Quine se mueve con total seguridad y dominio, aunque a ello contribuye muy notablemente el cuarteto protagonista.
 Es muy probable que alguien saque a colación el paralelismo entre La ventana indiscreta y la presente película de Quine, pero ha de decirse que se trata de una mera coincidencia argumental en el tiempo, porque, aunque estrenadas en el mismo años, Pushover se estrenó antes que La ventana indiscreta. En todo caso, el voyeurismo de esta película tiene un nítido sentido policial, y está inscrito en los métodos clásicos de investigación, como hemos visto en infinidad de películas. Mirar a los vecinos, a las vecinas…, forma parte de los usos cinematográficos desde los inicios del cine. Igual que la literatura privilegia a los lectores como personajes, no ha de ser extraño que el cine privilegie a los observadores, o mirones, y ahí está Peeping Tom, de Michael Powell, que no me dejará mentir…
Richard Quine embrida a la perfección la historia y no hay plano que no sea una aportación indispensable para la narración rigurosa del «caso», incluidos los de alto voltaje de la seducción que han de justificar la decisión de ponerse fuera de la ley del protagonista. Es curioso, pero desde que el protagonista escoge el atajo de la vida fácil, pierde por completo el aplomo que hasta entonces tenía y actúa más como un perseguido a punto de quedar acorralado que como quien, desde el doble juego, a uno y otro lado de la ley, se permite controlar los movimientos propios y entorpecer los ajenos. La suma, pues, de torpezas y excesos de celo permiten que ciertos errores, como el del asesinato de un compañero del servicio de vigilancia (a quien chantajeaba, tras matar al atracador que ambos habían detenido, alegando que este había querido matarle cuando teóricamente se había abalanzado contra el para hacerse con el botín del banco) vayan estrechando el círculo de las sospechas sobre él. Cuando descubre que la enfermera ha revelado que lo vio en casa de la sospechosa, y que la policía lo sabe, se precipita un final que lo lleva a una situación desesperada, porque toda la manzana está rodeada por la policía. Ya, ya, si alguien no la ha visto, le chafo el final, lo sé. Pero hay clásicos cuyo valor intrínseco va mucho más allá de saber cómo acaba la historia que da pie a una realización cuyas secuencias se saborean como las figuras centrales o periféricas de una obra maestra pictórica que vemos completa ante nuestros ojos. MacMurray estaba genial en Perdición, de Wilder, sin duda; pero aquí repite papel con ese grado  de buqué exacto que da la veteranía y que justifica que la mujer fatal se sienta también atraída por él. Un thriller preciso, contundente y con una fogosidad elegante y abrasiva.

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