Un thriller perfecto, pero acaso olvidado: La casa número 322 , del sólido Richard
Quine, o un lugar de privilegio entre Perdición
y La ventana indiscreta.
Título original: Pushover
Año: 1954
Duración: 88 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Richard Quine
Guion: Roy Huggins (Novela: Bill S. Ballinger)
Música: Arthur Morton
Fotografía: Lester White (B&W)
Reparto: Fred MacMurray, Philip
Carey, Kim Novak, Dorothy Malone, E.G. Marshall, Allen Nourse, Phil Chambers, Alan Dexter,
Paul Richards, Ann Morriss.
Me he
aficionado a revisitar viejas películas mientras corro en la cinta en el
gimnasio y el otro día me salió al paso atlético esta de Richard Quine, Pushover, en el original, porque, por
suerte para mí, las veo en versión original sin subtítulos, que tanto distraen.
Podría haberse llamado perfectamente Desire,
porque es la ley del deseo la que dicta los pasos hacia la corrupción de un
policía, Fred MacMurray, que vigila a una sospechosa con quien, haciéndose el
encontradizo, a la salida del cine, entra en contacto para acabar perdiendo
algo más que la integridad en la cortísima distancia que separa una anatomía de
otra.
El
debut de Kim Novak en el cine dicen que pasó desapercibido para la crítica de
la época, 1954, lo cual puede inducir a pensar que hubo alguna epidemia de
ceguera aquel año en el gremio de los críticos cinematográficos, porque, de
otro modo, es imposible sentarse en un cine para ver esta película y no
sentirse inmediatamente presa de un respeto reverencial hacia la belleza, el
magnetismo y la escultura biológica, amén de a una voz asedada que en modo
alguna se extraña nadie de que el afortunado Fred MacMurray pierda, como antes
dije, bastante más que la ética policial.
A
partir de un dispositivo simple, la vigilancia desde un ala del edificio de lo
que ocurre en la otra, donde vive la sospechosa, justo al lado de una
enfermera, Dorothy Malone, que borda su personaje de seductora dispuesta a no
dejar escapar una de sus últimas oportunidades cuando entra en contacto, a su
vez, accidentalmente, con el compañero de patrulla del protagonista, un Philip Carey que ni pintado para una
thriller, con su poderoso físico, su rostro anguloso y una voz llena de secos
matices irónicos.
Son
muy pocas las secuencias diurnas en la película, lo que permite desarrollar una
estética de claroscuros que el uso de las gabardinas y los sombreros acentúa de
forma muy notable; del mismo modo que en el interior de la casa de él, de MacMurray,
mientras esperan que arreglen en el
taller el coche de la sospechosa que el propio policía ha averiado, el juego de
luces y sombras permite una creación propiamente escultural de una actriz
literalmente explosiva, y a quien privaron de su inicial Marilyn para no
competir con la Monroe, competición de la que en modo alguno sale perdiendo. El
juego de seducción alcanza unos niveles eróticos soberbios gracias a la colocación
de la cámara y a su tenue movimiento alrededor de la atracción fatal que se
inicia desde el mismísimo momento en que él se ofrece para acompañarla, any suggestion?, hasta que le arreglen
el coche en el taller. ¡Cómo iba a extrañar a nadie que, después de rodar Pushover y Picnic, de Joshua Logan, la escogiera Hitchcock para esa oda a la
seducción que es Vértigo!
A
pesar de esa construcción de la mujer fatal, papel del que, por su buen hacer
interpretativo, logró evadirse Kim Novak, la película se centra con buen
criterio en el operativo para lograr capturar al amante de la sospechosa y
llegar hasta el dinero robado en el banco por este, tras haber asesinado al
guardia de seguridad que se opuso heroicamente al robo. El hecho de que se
crucen las dos historias amorosas de la pareja policial y de que buena parte de
la acción transcurra en el bloque donde viven ellas y donde ellos vigilan,
permite una concentración narrativa extraordinaria.
De
forma paralela, una vez que el protagonista ha «escogido», y la escoge a ella,
ambos planean cómo quedarse con el botín del robo y deshacerse del amante
bandido, que diría Bosé. La tensión, a partir de ese momento, entre la misión
policial y los intentos de boicoteo de la misma por parte el protagonista irán
generando una tensión que se resuelve en un final previsible, pero no por ello
menos logrado, puesto que hasta el ultimísimo momento no descubren el juego
sucio del protagonista. Como en cualquier thriller que se precie, aparecen
ciertos espacios, trajes, vestidos, bares, apartamentos y despachos que se
ajustan como a un guante a los requerimientos canónicos de un género por el que
Quine se mueve con total seguridad y dominio, aunque a ello contribuye muy
notablemente el cuarteto protagonista.
Es muy probable que alguien saque a colación el
paralelismo entre La ventana indiscreta
y la presente película de Quine, pero ha de decirse que se trata de una mera coincidencia
argumental en el tiempo, porque, aunque estrenadas en el mismo años, Pushover se estrenó antes que La ventana indiscreta. En todo caso, el
voyeurismo de esta película tiene un nítido sentido policial, y está inscrito
en los métodos clásicos de investigación, como hemos visto en infinidad de
películas. Mirar a los vecinos, a las vecinas…, forma parte de los usos
cinematográficos desde los inicios del cine. Igual que la literatura privilegia
a los lectores como personajes, no ha de ser extraño que el cine privilegie a
los observadores, o mirones, y ahí está Peeping
Tom, de Michael Powell, que no me dejará mentir…
Richard
Quine embrida a la perfección la historia y no hay plano que no sea una
aportación indispensable para la narración rigurosa del «caso», incluidos los
de alto voltaje de la seducción que han de justificar la decisión de ponerse
fuera de la ley del protagonista. Es curioso, pero desde que el protagonista
escoge el atajo de la vida fácil, pierde por completo el aplomo que hasta
entonces tenía y actúa más como un perseguido a punto de quedar acorralado que
como quien, desde el doble juego, a uno y otro lado de la ley, se permite
controlar los movimientos propios y entorpecer los ajenos. La suma, pues, de torpezas
y excesos de celo permiten que ciertos errores, como el del asesinato de un
compañero del servicio de vigilancia (a quien chantajeaba, tras matar al
atracador que ambos habían detenido, alegando que este había querido matarle
cuando teóricamente se había abalanzado contra el para hacerse con el botín del
banco) vayan estrechando el círculo de las sospechas sobre él. Cuando descubre
que la enfermera ha revelado que lo vio en casa de la sospechosa, y que la
policía lo sabe, se precipita un final que lo lleva a una situación desesperada,
porque toda la manzana está rodeada por la policía. Ya, ya, si alguien no la ha
visto, le chafo el final, lo sé. Pero hay clásicos cuyo valor intrínseco va
mucho más allá de saber cómo acaba la historia que da pie a una realización
cuyas secuencias se saborean como las figuras centrales o periféricas de una
obra maestra pictórica que vemos completa ante nuestros ojos. MacMurray estaba
genial en Perdición, de Wilder, sin
duda; pero aquí repite papel con ese grado de buqué exacto que da la veteranía y que
justifica que la mujer fatal se sienta también atraída por él. Un thriller
preciso, contundente y con una fogosidad elegante y abrasiva.
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