viernes, 24 de mayo de 2019

«Vampyr, la bruja vampiro», de Carl Theodor Dreyer, la perfección incomprendida en el inicio del género.



Una atmósfera y unas interpretaciones made in Dreyer para una película de terror singular: Vampyr o las mutaciones del mal.
Título original: Vampyr - Der Traum des Allan Grey
Año: 1932
Duración: 68 min.
País: Alemania
Dirección: Carl Theodor Dreyer
Guion: Carl Theodor Dreyer, Christen Jul (Novela: Sheridan Le Fanu)
Música: Wolfgang Zeller
Fotografía: Rudolph Maté (B&W)
Reparto: Julian West,  Sybille Schmitz,  Henriette Gérard,  Jan Hieronimko,  Maurice Schutz, Rena Mandel.

Aunque ya Murnau había formalizado la escritura canónica del género cinematográfico de las películas de vampiros en su Nosferatu, y a pesar de que Tod Browning filmó su Drácula, con Béla Lugosi un año antes,  Dreyer rescató para su incursión en el género el relato sobre el vampirismo, Vampyr, de un autor, Sheridan Le Fanu, que influyó notablemente a Bram Stoker para su célebre Drácula, de la que tantísimas versiones se han hecho en la Historia del cine. Carmilla es la novela corta escrita por Le Fanu, y en ella se narra la historia de la vampira que centra el relato de Dreyer. La obra pertenece al volumen de cuentos titulado In a Glass Darkly, de 1872.
Esta película jamás se hubiera filmado si Dreyer no hubiera entrado en contacto con un mecenas, Louis Alexandre de Gunzburg, quien la financió a cambio de convertirse en el actor principal. En los títulos de crédito aparece como Julian West, pero el barón de Gunzburg es todo un personaje cuya propia biografía da pie para una película. Recordemos, por ejemplo, que uno de sus parientes, el barón Dimitri de Gunzburg fue, a su vez, mecenas de los famosos Ballets Rusos de Diaghilev, en los que bailaba el incomparable Nijinsky, la biografía fílmica del cual, Nijinski, de Herbert Ross. es una más que aceptable aproximación biográfica al inmenso bailarín ruso. Gunzburg, después de su medida interpretación, guiado siempre de cerca por Dreyer, quien arrancó de él una memorable interpretación próxima al surrealismo y a lo que luego sería la teoría del «cinematógrafo» de Bresson, trabajar con actores no profesionales, acabaría su vida en Usamérica, como editor de revistas de moda, Harper’s Bazaar y Vogue  entre ellas, y como protector de jóvenes talentos como Oscar de la Renta y Calvin Klein.
La película de Dreyer es, sencillamente, una maravilla, desde los primeros planos del campesino que se embarca en la ribera del río portando una guadaña, símbolo de la muerte, hasta cualquiera de las secuencias que conforman una narración mesmerizada, hipnótica. El protagonista, un joven naturalista que llega a una extraña casa atravesada de silencios, miedos y personajes misteriosos irá descubriendo, poco a poco, la red de maldades que se va tejiendo a su alrededor, según las páginas de un libro que descubre y en el que se cuenta la historia de la aparición de los vampiros en la zona, para peligro de todos; son las páginas que lee el protagonista, sobrecogido, y que sirven como información para describir la existencia de los vampiros: sus usos y costumbres, y que le permitirán descubrir, no sin ciertas tenebrosas alucinaciones de por medio, los tejemanejes de un servidor de las fuerzas del mal, un doctor que rescata a las víctimas de la vampira para engrosar el ejército de sus sirvientes. Vale decir, a título anecdótico, que me quedé de piedra cuando vi al doctor representado en la película, porque Roman Polanski hizo un calco de él, aunque en versión cómica, para su inspiradísima película El baile de los vampiros. No es el único cruce cinematográfico relevante, porque el final escogido para “castigar” al malévolo doctor, obediente servidor de la vampira, tiene lugar en un molino mecanizado, cuyo mecanismo industrial de ruedas dentadas que activan el engranaje parece actuar simbólicamente como el mensaje de que solo la ciencia puede desterrar las creencias en los vampiros. Atrapado en el receptáculo donde se vierte la harina molida, el doctor tendrá que ir contemplando, en su desesperación, como llegará el momento en que morirá enterrado bajo el puro alimento esencial bendecido en el Padre nuestro… El mismo final es el escogido por Peter Weir para su excelente thriller Único testigo. A quienes le tenemos pánico a la muerte por asfixia, se trata de dos secuencias hiperimpactantes.
Dreyer concibió la película como una película muda, aunque después se añadieron unas líneas de diálogo reducidas a la mínima expresión, lo que provocó, imagino, la negativa recepción popular que tuvo una película totalmente incomprendida en su momento, y que supuso un periodo de sequía artística de Dreyer de más de una década. ¡Incomprensible!
Es cierto que el terror que se muestra en la película es indirecto, a través de las reacciones de los personajes, pero hay suficientes elementos, como la animación de las sombras esclavas o como la propia muerte del protagonista, quien asiste, desdoblado en sombra, a su propio entierro, amén de la más que inquietante presencia del malévolo doctor en la casa en la que una de las hijas del propietario ha sido vampirizada y contra la que el protagonista y los sirvientes hacen lo imposible para salvarle la vida. He de reconocer que, a pesar de la lentitud con que transcurre la acción, Dreyer se inventa un tempo lento al que se acomodan todos los personajes,  que recalca el dramatismo de ciertas escenas y que acentúa la atmósfera de terror que se va apoderando de las vidas de todos. La galería de miradas expresivas, de enfoques de los rostros amenazados por el pavor y el miedo es espléndida, y a la cabeza puede situarse al propio protagonista, quien deambula por los escenarios de la trama como una auténtica alma en pena, atenta, sin embargo, a cuanto sucede, si bien sin aparente capacidad para alterar el desarrollo de los acontecimientos. De hecho, toda la película parece ser una pesadilla terrorífica del protagonista, algo que sí se materializa hacia el final de la misma. La fotografía de la película, en un blanco y negro que recuerda el mejor de las mejores películas de Dreyer es obra, en esta ocasión, de un maduro Rudolph Maté que acabaría dirigiendo obras tan singulares como D.O.A. (Con las horas contadas), un thriller afortunadísimo en cuanto al planteamiento de la historia. Los efectos especiales, mínimos, pero muy efectivos, conseguidos a través de  la superposición de imágenes en diferente matiz del negro, nos permiten meternos de lleno en la trama de la reina vampira a con la que no se puede acabar sino de la manera ortodoxa que se acaba con ella, hincándole, en este caso un hierro, no una estaca, en el corazón; momento en que se libera el alma de la hermana vampirizada, quien recobra la vida. A quienes somos aficionados al cine de terror -incluyendo decepciones tan sonoras como la recientemente vista Videodrome, de Cronenberg-, Vampyr es un auténtica gozada, máxime cuando encontramos en ella un buen número de recursos dreyerianos usados en sus películas mayores: Ordet, La pasión de Juana de Arco o Gertrud










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