Una
atmósfera y unas interpretaciones made in
Dreyer para una película de terror singular: Vampyr o las mutaciones del mal.
Título original: Vampyr - Der Traum des Allan Grey
Año: 1932
Duración: 68 min.
País: Alemania
Dirección: Carl Theodor Dreyer
Guion: Carl Theodor Dreyer, Christen Jul (Novela: Sheridan Le Fanu)
Música: Wolfgang Zeller
Fotografía: Rudolph Maté (B&W)
Reparto: Julian West, Sybille
Schmitz, Henriette Gérard, Jan Hieronimko, Maurice Schutz, Rena Mandel.
Aunque
ya Murnau había formalizado la escritura canónica del género cinematográfico de
las películas de vampiros en su Nosferatu,
y a pesar de que Tod Browning filmó su Drácula,
con Béla Lugosi un año antes, Dreyer
rescató para su incursión en el género el relato sobre el vampirismo, Vampyr, de un autor, Sheridan Le Fanu,
que influyó notablemente a Bram Stoker para su célebre Drácula, de la que
tantísimas versiones se han hecho en la Historia del cine. Carmilla es la novela corta escrita por Le Fanu, y en ella se narra
la historia de la vampira que centra el relato de Dreyer. La obra pertenece al
volumen de cuentos titulado In a Glass Darkly,
de 1872.
Esta
película jamás se hubiera filmado si Dreyer no hubiera entrado en contacto con
un mecenas, Louis Alexandre de Gunzburg, quien la financió a cambio de
convertirse en el actor principal. En los títulos de crédito aparece como
Julian West, pero el barón de Gunzburg es todo un personaje cuya propia
biografía da pie para una película. Recordemos, por ejemplo, que uno de sus
parientes, el barón Dimitri de Gunzburg fue, a su vez, mecenas de los famosos
Ballets Rusos de Diaghilev, en los que bailaba el incomparable Nijinsky, la
biografía fílmica del cual, Nijinski,
de Herbert Ross. es una más que aceptable aproximación biográfica al inmenso
bailarín ruso. Gunzburg, después de su medida interpretación, guiado siempre de
cerca por Dreyer, quien arrancó de él una memorable interpretación próxima al
surrealismo y a lo que luego sería la teoría del «cinematógrafo» de Bresson,
trabajar con actores no profesionales, acabaría su vida en Usamérica, como
editor de revistas de moda, Harper’s Bazaar
y Vogue entre ellas, y como protector de jóvenes
talentos como Oscar de la Renta y Calvin Klein.
La
película de Dreyer es, sencillamente, una maravilla, desde los primeros planos
del campesino que se embarca en la ribera del río portando una guadaña, símbolo
de la muerte, hasta cualquiera de las secuencias que conforman una narración
mesmerizada, hipnótica. El protagonista, un joven naturalista que llega a una extraña
casa atravesada de silencios, miedos y personajes misteriosos irá descubriendo,
poco a poco, la red de maldades que se va tejiendo a su alrededor, según las
páginas de un libro que descubre y en el que se cuenta la historia de la aparición
de los vampiros en la zona, para peligro de todos; son las páginas que lee el
protagonista, sobrecogido, y que sirven como información para describir la
existencia de los vampiros: sus usos y costumbres, y que le permitirán
descubrir, no sin ciertas tenebrosas alucinaciones de por medio, los
tejemanejes de un servidor de las fuerzas del mal, un doctor que rescata a las
víctimas de la vampira para engrosar el ejército de sus sirvientes. Vale decir,
a título anecdótico, que me quedé de piedra cuando vi al doctor representado en
la película, porque Roman Polanski hizo un calco de él, aunque en versión
cómica, para su inspiradísima película El
baile de los vampiros. No es el único cruce cinematográfico relevante,
porque el final escogido para “castigar” al malévolo doctor, obediente servidor
de la vampira, tiene lugar en un molino mecanizado, cuyo mecanismo industrial
de ruedas dentadas que activan el engranaje parece actuar simbólicamente como
el mensaje de que solo la ciencia puede desterrar las creencias en los vampiros.
Atrapado en el receptáculo donde se vierte la harina molida, el doctor tendrá
que ir contemplando, en su desesperación, como llegará el momento en que morirá
enterrado bajo el puro alimento esencial bendecido en el Padre nuestro… El
mismo final es el escogido por Peter Weir para su excelente thriller Único testigo. A quienes le tenemos
pánico a la muerte por asfixia, se trata de dos secuencias hiperimpactantes.
Dreyer
concibió la película como una película muda, aunque después se añadieron unas
líneas de diálogo reducidas a la mínima expresión, lo que provocó, imagino, la
negativa recepción popular que tuvo una película totalmente incomprendida en su
momento, y que supuso un periodo de sequía artística de Dreyer de más de una
década. ¡Incomprensible!
Es
cierto que el terror que se muestra en la película es indirecto, a través de
las reacciones de los personajes, pero hay suficientes elementos, como la
animación de las sombras esclavas o como la propia muerte del protagonista,
quien asiste, desdoblado en sombra, a su propio entierro, amén de la más que inquietante
presencia del malévolo doctor en la casa en la que una de las hijas del
propietario ha sido vampirizada y contra la que el protagonista y los
sirvientes hacen lo imposible para salvarle la vida. He de reconocer que, a
pesar de la lentitud con que transcurre la acción, Dreyer se inventa un tempo
lento al que se acomodan todos los personajes, que recalca el dramatismo de ciertas escenas y
que acentúa la atmósfera de terror que se va apoderando de las vidas de todos.
La galería de miradas expresivas, de enfoques de los rostros amenazados por el
pavor y el miedo es espléndida, y a la cabeza puede situarse al propio
protagonista, quien deambula por los escenarios de la trama como una auténtica
alma en pena, atenta, sin embargo, a cuanto sucede, si bien sin aparente
capacidad para alterar el desarrollo de los acontecimientos. De hecho, toda la
película parece ser una pesadilla terrorífica del protagonista, algo que sí se
materializa hacia el final de la misma. La fotografía de la película, en un
blanco y negro que recuerda el mejor de las mejores películas de Dreyer es
obra, en esta ocasión, de un maduro Rudolph Maté que acabaría dirigiendo obras
tan singulares como D.O.A. (Con las horas contadas), un thriller afortunadísimo
en cuanto al planteamiento de la historia. Los efectos especiales, mínimos, pero
muy efectivos, conseguidos a través de
la superposición de imágenes en diferente matiz del negro, nos permiten
meternos de lleno en la trama de la reina vampira a con la que no se puede
acabar sino de la manera ortodoxa que se acaba con ella, hincándole, en este
caso un hierro, no una estaca, en el corazón; momento en que se libera el alma
de la hermana vampirizada, quien recobra la vida. A quienes somos aficionados
al cine de terror -incluyendo decepciones tan sonoras como la recientemente
vista Videodrome, de Cronenberg-, Vampyr es un auténtica gozada, máxime
cuando encontramos en ella un buen número de recursos dreyerianos usados en sus
películas mayores: Ordet, La pasión de Juana de Arco o Gertrud…
No hay comentarios:
Publicar un comentario