Humor blanco roto para un guion excepcional con algunos gags desternillantes: Confidencias de medianoche o el glamour del cine at its best: Una pareja perfecta, Day & Hudson con la mejor
carabina del mundo: Tony Randall, y una actriz de reparto mítica: Thelma
Ritter.
Título original: Pillow Talk
Año: 1959
Duración: 105 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Michael Gordon
Guion: Stanley Shapiro,
Russell Rouse, Clarence Greene, Maurice Richlin
Música: Frank De Vol
Fotografía: Arthur E. Arling
Reparto: Rock Hudson, Doris Day,
Tony Randall, Thelma Ritter, Nick Adams,
Allen Jenkins, Lee Patrick,
Marcel Dalio, Mary McCarty, Julia Meade.
El otro día TVE rindió homenaje
a la recién fallecida Doris Day, una leyenda del cine, con una de sus mejores
películas, Confidencias de medianoche,
junto al galán con quien formó pareja en algunas películas de éxito, Rock
Hudson. No hacía mucho que había revisitado otra de las película de la pareja, Pijama para dos, una suerte de Mad Men “sin acritud”, del mismo modo
que la presente es una versión , ¡aún más light!, de la guerra de sexos, de La costilla de Adán, de Cukor, con otra
de las grandes parejas del cine, Hepburn & Tracy, y no estaba muy seguro de
si la volvería a ver o no. Me pudo más
la gratitud hacia la gran artista ¡y cómo acerté! No tardé ni diez minutos en “ser
metido” en situación con unas maneras de gran comedia glamurosa, que es el género que sustituyó a la comedia
combativa y ácida de los 40 y 50. Está claro que no nos movemos en clave
realista de ninguna de las maneras, y que hay una dimensión de gran espectáculo
de Broadway que se apodera de la puesta en escena, del vestuario e incluso de
los gags, preparados con una minuciosidad que optimizan su potencial cómico al
máximo. No es menos cierto que tampoco
estamos en el terreno de la psicología, ¡y mucho menos en el de la fisiología!
Lo suyo sería calificar la obra como un vodevil, como una comedia de enredo con
trasfondo romántico, en el que lo importante es cómo funcionan todas las piezas
en ese delicadísimo mecanismo de relojería que nos va dando las horas y los
cuartos con una precisión jocosa y gozosa inimaginable. No es fácil, para los
actores, darle vida propia a un tipo, en vez de a un personaje, y persuadir a
los espectadores de la ilusión de realidad necesaria para no distanciarse de la
trama y considerarla como una tontería insufrible e indigna de sr seguida, es
decir, como si a los musicales de los años 30 y 40 les suprimieran de pronto
todos los maravillosos números musicales y se empeñaran en que siguiéramos la
historia y asintiéramos a, por lo general, argumentos que de puro ridículo
serían infumables.
El punto de partida, que
un cruce de línea telefónica permita a dos abonados usar la misma línea con
total indiscreción, y que uno de ellos
sea un compositor y don Juan, y la otra una mujer profesional e independiente,
pero avanzando peligrosamente en la soltería hacia el cruel punto que marca el giro
coloquial español del «para vestir santos», ya nos indica la mucha credibilidad
que los guionistas nos exigen a los espectadores. Ambos tienen un complemento
cómico, como los criados de nuestro teatro barroco, que constituirán factores
decisivos en la construcción cómica del enredo: ella, una señora de la limpieza
borrachina, cuyas salidas del ascensor, y su relación con el ascensorista son siempre un motivo de sano humor; y él un mecenas de su música, Tony Randall,
que está enamoradísimo de la diseñadora, quien también, en parte, trabaja para él,
pues, de hecho, funciona más como asesora de arte que, propiamente, como
decoradora, aunque esta profesión suya adquirirá relieve, ¡y qué relieve!, en
el desenlace de la película. Por confidencias de su jefe, el compositor sabe
quién es su enamorada, pero hasta una escena en una sala de espectáculos no acaba
“descubriendo” quién es la “curvilínea” personalidad de la persona con quien
comparte la línea telefónica y el mal rollo que supone tener que aguantar las
impertinencias de una, en apariencia, casta y digna señora “mayor” que le
reprocha su donjuanismo impenitente. Lo primero que se le ocurre, y es uno de
los grandes aciertos de la película, es buscarse una personalidad alternativa
para no ser reconocido por ella, ¿y qué se le ocurre? ¡Pues nada menos que
convertirse poco menos que un cowboy de Texas con esa entonación propia el
sur, a medio camino entre el paleto de
campo y la ingenuidad personificada; algo
así como la espectacular creación de Don Murray -un urbanita neoyorquino- para
su cowboy en Bus Stop, de Joshua Logan,
con Marilyn Monroe. Aunque Rock Hudson es algo tosco de maneras, la clave paródica de la película,
tanto para el don Juan como para el cowboy, le permiten salir más que airoso de
la dura prueba, y crear esa verosimilitud imprescindible para asentir al
monumental enredo que se va gestando ante nuestras narices. Una vez que el jefe
del seductor descubre el pastel, se propone por todos los medios impedir esa
relación que acabará con sus pocas esperanzas de conquistar a la decoradora,
quien ya le ha dado calabazas cariñosas prácticamente desde el comienzo de la
película. La historia se articula en función de la progresión del enredo y del
ingenio del compositor para mantener la ficción del noble novio tejano que
respeta a quien puede ser su futura mujer
de un modo, y ahí hay un giro con una segunda lectura solo para el
pequeño círculo de “conocedores”, en aquella época, de la homosexualidad oculta
de Hudson, que le llevan a creer a la protagonista que tanto respeto puede
encubrir una tendencia efectivamente homosexual…Está claro que vistas esas
escenas en clave íntima, en la época de su estreno, distaría mucho la
apreciación de las mismas de quienes creyeron a pies juntillas la larga vida de la ficción de Rock Hudson
como el sexy symbol de millones de espectadoras de todo el planeta, el “galán”
por antonomasia. Vista hoy, con la información delante, se aprecia mucho mejor
la picante ironía del actor en la representación de esa posibilidad que
horroriza a su «futura». Es absurdo que yo ahora me empeñe en hacer poco menos
que una clasificación de los mejores gags de la película, porque de poco valdría,
salvo de aguarles la fiesta a los
espectadores. Sí hay dos, sin embargo, que valen su peso en oro: el de la
competición etílica entre Ritter y Hudson y el del gato al ver la decoración del
apartamento de “soltero” que le rediseña la protagonista. Ambos pueden aspirar,
por derecho propio, a figurar en la antología de los mejores gags de la
Historia del Cine. El del gato además, cierra con todos los honores la
película, un final apoteósico. Insisto, que a nadie se le ocurra ponerse las
gafas del realismo para ver esta comedia. Aunque sin la acidez de Wilder, o el «toque»
de Lubitsch, no nos movemos lejos de ese arte de la comedia que ellos elevaron
a la perfección. ¡Relájense y a disfrutar!
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