sábado, 18 de mayo de 2019

«Confidencias de medianoche», de Michael Gordon o un clásico de la comedia sentimental.



Humor blanco roto para un guion excepcional con algunos gags desternillantes: Confidencias de medianoche o el glamour del cine at its best: Una pareja perfecta, Day & Hudson con la mejor carabina del mundo: Tony Randall, y una actriz de reparto mítica: Thelma Ritter.

Título original: Pillow Talk
Año: 1959
Duración: 105 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Michael Gordon
Guion: Stanley Shapiro, Russell Rouse, Clarence Greene, Maurice Richlin
Música: Frank De Vol
Fotografía: Arthur E. Arling
Reparto: Rock Hudson,  Doris Day,  Tony Randall,  Thelma Ritter,  Nick Adams,  Allen Jenkins, Lee Patrick,  Marcel Dalio,  Mary McCarty,  Julia Meade.

El otro día TVE rindió homenaje a la recién fallecida Doris Day, una leyenda del cine, con una de sus mejores películas, Confidencias de medianoche, junto al galán con quien formó pareja en algunas películas de éxito, Rock Hudson. No hacía mucho que había revisitado otra de las película de la pareja, Pijama para dos, una suerte de Mad Men “sin acritud”, del mismo modo que la presente es una versión , ¡aún más light!, de la guerra de sexos, de La costilla de Adán, de Cukor, con otra de las grandes parejas del cine, Hepburn & Tracy, y no estaba muy seguro de si la volvería a ver  o no. Me pudo más la gratitud hacia la gran artista ¡y cómo acerté! No tardé ni diez minutos en “ser metido” en situación con unas maneras de gran comedia glamurosa, que  es el género que sustituyó a la comedia combativa y ácida de los 40 y 50. Está claro que no nos movemos en clave realista de ninguna de las maneras, y que hay una dimensión de gran espectáculo de Broadway que se apodera de la puesta en escena, del vestuario e incluso de los gags, preparados con una minuciosidad que optimizan su potencial cómico al máximo. No es menos cierto que  tampoco estamos en el terreno de la psicología, ¡y mucho menos en el de la fisiología! Lo suyo sería calificar la obra como un vodevil, como una comedia de enredo con trasfondo romántico, en el que lo importante es cómo funcionan todas las piezas en ese delicadísimo mecanismo de relojería que nos va dando las horas y los cuartos con una precisión jocosa y gozosa inimaginable. No es fácil, para los actores, darle vida propia a un tipo, en vez de a un personaje, y persuadir a los espectadores de la ilusión de realidad necesaria para no distanciarse de la trama y considerarla como una tontería insufrible e indigna de sr seguida, es decir, como si a los musicales de los años 30 y 40 les suprimieran de pronto todos los maravillosos números musicales y se empeñaran en que siguiéramos la historia y asintiéramos a, por lo general, argumentos que de puro ridículo serían infumables.
El punto de partida, que un cruce de línea telefónica permita a dos abonados usar la misma línea con total  indiscreción, y que uno de ellos sea un compositor y don Juan, y la otra una mujer profesional e independiente, pero avanzando peligrosamente en la soltería hacia el cruel punto que marca el giro coloquial español del «para vestir santos», ya nos indica la mucha credibilidad que los guionistas nos exigen a los espectadores. Ambos tienen un complemento cómico, como los criados de nuestro teatro barroco, que constituirán factores decisivos en la construcción cómica del enredo: ella, una señora de la limpieza borrachina, cuyas salidas del ascensor, y su relación con el ascensorista son siempre un motivo de sano humor; y él un mecenas de su música, Tony Randall, que está enamoradísimo de la diseñadora, quien también, en parte, trabaja para él, pues, de hecho, funciona más como asesora de arte que, propiamente, como decoradora, aunque esta profesión suya adquirirá relieve, ¡y qué relieve!, en el desenlace  de la película. Por  confidencias de su jefe, el compositor sabe quién es su enamorada, pero hasta una escena en una sala de espectáculos no acaba “descubriendo” quién es la “curvilínea” personalidad de la persona con quien comparte la línea telefónica y el mal rollo que supone tener que aguantar las impertinencias de una, en apariencia, casta y digna señora “mayor” que le reprocha su donjuanismo impenitente. Lo primero que se le ocurre, y es uno de los grandes aciertos de la película, es buscarse una personalidad alternativa para no ser reconocido por ella, ¿y qué se le ocurre? ¡Pues nada menos que convertirse poco menos que un cowboy de Texas con esa entonación propia el sur,  a medio camino entre el paleto de campo y  la ingenuidad personificada; algo así como la espectacular creación de Don Murray -un urbanita neoyorquino- para su cowboy en Bus Stop, de Joshua Logan, con Marilyn Monroe. Aunque Rock Hudson es algo tosco  de maneras, la clave paródica de la película, tanto para el don Juan como para el cowboy, le permiten salir más que airoso de la dura prueba, y crear esa verosimilitud imprescindible para asentir al monumental enredo que se va gestando ante nuestras narices. Una vez que el jefe del seductor descubre el pastel, se propone por todos los medios impedir esa relación que acabará con sus pocas esperanzas de conquistar a la decoradora, quien ya le ha dado calabazas cariñosas prácticamente desde el comienzo de la película. La historia se articula en función de la progresión del enredo y del ingenio del compositor para mantener la ficción del noble novio tejano que respeta a quien puede ser su futura mujer  de un modo, y ahí hay un giro con una segunda lectura solo para el pequeño círculo de “conocedores”, en aquella época, de la homosexualidad oculta de Hudson, que le llevan a creer a la protagonista que tanto respeto puede encubrir una tendencia efectivamente homosexual…Está claro que vistas esas escenas en clave íntima, en la época de su estreno, distaría mucho la apreciación de las mismas de quienes creyeron a pies juntillas  la larga vida de la ficción de Rock Hudson como el sexy symbol de millones de espectadoras de todo el planeta, el “galán” por antonomasia. Vista hoy, con la información delante, se aprecia mucho mejor la picante ironía del actor en la representación de esa posibilidad que horroriza a su «futura». Es absurdo que yo ahora me empeñe en hacer poco menos que una clasificación de los mejores gags de la película, porque de poco valdría, salvo  de aguarles la fiesta a los espectadores. Sí hay dos, sin embargo, que valen su peso en oro: el de la competición etílica entre Ritter y Hudson  y el del gato al ver la decoración del apartamento de “soltero” que le rediseña la protagonista. Ambos pueden aspirar, por derecho propio, a figurar en la antología de los mejores gags de la Historia del Cine. El del gato además, cierra con todos los honores la película, un final apoteósico. Insisto, que a nadie se le ocurra ponerse las gafas del realismo para ver esta comedia. Aunque sin la acidez de Wilder, o el «toque» de Lubitsch, no nos movemos lejos de ese arte de la comedia que ellos elevaron a la perfección. ¡Relájense y a disfrutar!

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