miércoles, 8 de mayo de 2019

«The Giver», de Phillip Noyce, o la bisnieta de «El mundo feliz», de Huxley.



 Una distopía domesticada y arcádica como Paraíso en la tierra al modo de El Show de Truman: The Giver o el elogio de la emoción y la necesidad de la transgresión.

Título original: The Giver:
Año: 2014
Duración: 94 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Phillip Noyce
Guion: Michael Mitnick (Novela: Lois Lowry)
Música: Marco Beltrami
Fotografía: Ross Emery
Reparto: Meryl Streep,  Jeff Bridges,  Alexander Skarsgård,  Odeya Rush,  Brenton Thwaites, Katie Holmes,  Taylor Swift,  Cameron Monaghan,  Emma Tremblay.

Hay películas de «cuarto de estar», todos lo sabemos, un tipo de cine que se sigue con interés y ese placer de la ausencia de exigencia que se nos dispara, sin embargo, cuando hemos pagado casi 10€ por una entrada y nos sale el aristarco que todos llevamos dentro, dispuesto a no pasar ni una. En el recinto familiar, en buena compañía, a una hora presómnica, nuestra generosidad se desparrama casi para cualquier cosa que se nos ponga delante de los ojos. No es el caso, claro, porque esta película es muy decente y ofrece una historia con suficiente atractivo como para seguirla, a pesar de su escasa originalidad en el variado mundo de los productos distópicos, con suficiente interés. Peca al final, claro, porque, más allá del mapa rudimentario al que el Giver, el Dador, tanto aprecio le tiene, la respuesta por fuerza ha de ser insatisfactoria y, lo que es peor, previsible. Deja, además, el cielo abierto para una continuación que cae por su propio peso, pero que yo ya no veré. Haber conseguido que dos «vacas sagradas» como Streep y Bridges encabecen el reparto de esta historia muy en la línea de Bradbury, pero sin el «mordiente» habitual del usamericano, un humanista que se acerca a la distopía y a la ciencia-ficción con un bagaje filosófico y literario de una entidad que brilla por su ausencia en esta producción aseada, pero sin más complicaciones. Nada que ver, por supuesto, con Gatacca, por ejemplo. La historia, archisabida, es la de un grupo humano, en el futuro, que ha logrado construir una comunidad en un espacio «exento» del resto del mundo, al estilo de The Village (en España El bosque, pasándose de listos…), de  Night Shyamalan. La vida está regida de un modo casi militar, y todo se ha de hacer a la hora que toca. El uso censurado del lenguaje, la neolengua que enmascara ciertos usos sociales y la adhesión a una vida comunitaria regida por una suerte de vacuna diaria que protege a sus miembros de una realidad extraña a la que, sin embargo, se expondrá un miembro de la comunidad, el Giver, el único que almacena en su memoria y en sus experiencias la historia de las comunidades humanas anteriores a la existencia de esta suerte de Laputa casi suspendida en el aire, rodeada de una niebla que impide ver más allá del perímetro de sí misma. En la comunidad, la vida discurre plácidamente, hasta que el día de la graduación de los jóvenes estudiantes, les es asignado a cada cual un puesto en la comunidad. Al protagonista, Jonas,  le toca el de Receiver, el camino para sustituir en el futuro al Giver que ha de transmitirle todos sus conocimientos, Y ahí, en esa transmisión comienza a quebrarse el mundo  compacto del joven Jonas, porque, en el contacto con el Giver se irá abriendo a realidades que no solo le costará entender, sino que lo asustarán tanto como para renunciar a su privilegiado rol en la sociedad, un auténtico privilegio, tal y como se deduce del modo de vida del actual Giver, Jeff Bridges. Entre la jefa de la comunidad, Meryl Streep, que se hologramea en cualquier lugar en cualquier momento y el Giver, hay una tensión que solo se resuelve cuando el aprendiz de Giver decide, auspiciado por el actual, traspasar los límites de la comunidad hasta adentrarse en lo desconocido. Ahí llegamos a la parte más floja de la película. Antes, sin embargo, el descubrimiento de las emociones en alguien que vive inserto en una realidad humana que las desconoce, porque es la única manera de construir una sociedad armónica y ¿feliz?, va a dar pie a un choque de percepciones muy notable y bien desarrollado. Del mismo modo que Jonas descubre el dolor, el asesinato, la muerte violenta, el hambre, las revoluciones, las guerras etc., también descubre el amor…, y esa es una de las mejores partes de la película, así como la relación privilegiada que establece con un hijo adoptado por su familia. La puesta en escena, sin ser todo lo brillante que podría haber sido, es muy acertada y predomina, sobre todo, la asepsia, lo pulido y lo ordenado. Las casas individuales de los habitantes del paraíso recuerdan vagamente, y no sé si es un guiño a los espectadores, a la casa futurista de Jacques Tati en Mon oncle. Insisto, que nadie espere una película que colme todas las aspiraciones de este género que ya tiene muestras auténtcamente geniales, pero, si acepta la situación, descarta los ecos de aquellas y empatiza con un Bridges crepuscular y una Streep que apenas solo con la mirada es capaz de expresar tantos mensajes, pasará un rato entretenido, muy satisfactorio, incluso. Aunque los protagonista son adolescentes, la película en modo alguno cae en el ámbito de todas esas sagas que los tienen como personajes. Insisto, estamos más cerca de Fahrenheit 451 que de Los juegos del hambre o Crepúsculo. Hay un espíritu «clásico» en la película que los espectadores agradecerán. No insisto en las decepciones del final, porque lo importante es llegar hasta él, no este. Y en ese camino hay no pocos momentos de estupendo cine, aunque lo protagonicen adolescentes.

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