lunes, 13 de mayo de 2019

«Il divo», de Paolo Sorrentino, en la mejor tradición del cine político italiano.



Retrato implacable del PODER y su complejidad autobiográfica: Il divo o la biografía imaginativa y acerada de Giulio Andreotti

Título original:  Il divo
Año: 2008
Duración: 110 min.
País: Italia
Dirección: Paolo Sorrentino
Guion: Paolo Sorrentino
Música: Teho Teardo
Fotografía: Luca Bigazzi
Reparto: Toni Servillo,  Anna Bonaiuto,  Piera Degli Esposti,  Paolo Graziosi,  Giulio Bosetti, Fanny Ardant,  Flavio Bucci,  Carlo Buccirosso,  Giorgio Colangeli,  Alberto Cracco, Lorenzo Gioielli,  Gianfelice Imparato,  Massimo Popolizio,  Aldo Ralli, Giovanni Vettorazzo.

Elio Petri, Francesco Rosi, Marco Bellocchio, Mario Monicelli y tantos otros son un referente inequívoco de la grandeza cinematográfica que el cine político ha alcanzado en Italia, y me refiero al cine que tiene como objetivo la realidad política o cómo se cuece esta en la sociedad italiana, porque la vertiente social del cine italiano es una constante de su cinematografía y va bastante más allá de lo que ahora y aquí, en esta crítica y a propósito de esta película de Sorrentino acotamos como “cine político”. Tengo muy presente, porque no hace mucho que la vi, esa joya de este tipo de cine que es Las manos sobre la ciudad, de Francesco Rosi,y que ya tuve ocasión de criticar en este mismo Ojo hace un par de años o poco menos. La diferencia notable, y de la que se beneficia enormemente la película de Sorrentino, es la restricción que ha ejercido el autor sobre su materia: se ha centrado en los últimos años de un personaje al tiempo siniestro y seductor: Giulio Andreotti o “el gran urdidor” de la política italiana, un personaje indispensable par entender los entresijos de la política italiana casi en toda la segunda mitad del siglo veinte. La composición que hace Toni Servillo de él, a través de una curiosa caracterización física, va más allá del realismo para caer en la interpretación irónica del personaje, porque, cinematográficamente, al menos, es imposible no pensar en el Nosferatu de Murnau, y ahí está ese mundo de sombras, penumbras, noches en vela, estancias cerradas y escasamente iluminadas, para identificar un referente «maligno» que contrarreste el marcado sesgo católico militante del protagonista de buena parte de la historia política italiana. Hay, a mi entender, una dimensión más teatral que cinematográfica en la construcción del personaje. Su manera de andar, lo untuoso de sus gestos y maneras, su cortesía exquisita, y, sobre todo, el poderosísimo cinismo que desgrana el autor a través de unas réplicas que condensan un saber no impropio de Maquiavelo y totalmente congruente con el de Guicciardini, nos ofrecen una imagen del personaje que está a mitad de camino entre la repulsión y la seducción. Sí, existe la inteligencia política, un arte con el que se nace pero que solo se desarrolla apropiadamente cuando se llega a la cima del poder como llegó Andreotti. La esencia de su acción política es la suavidad de las formas con la dureza en el mantenimiento de sus posiciones ideológicas, o lo que es lo mismo, el cumplimiento estricto del viejo adagio jesuítico: suaviter in modo, fortiter in re (suave en las formas, duro en el fondo). El paradigma de ello es la resistencia numantina que se autoimpuso frente al chantaje de las Brigadas Rojas cuando el secuestro de Aldo Moro puso en jaque al Estado italiano, justo cuando Andreotti iba a ser elegido Jefe de Gobierno con los votos sumados a la Democracia Cristiana del Partido Comunista de Berlinguer, lo que se denominó, entonces, el “compromiso histórico”. La película de Sorrentino ahonda, a lo largo de todo el metraje, en la ambigua posición de Andreotti en muchos de los asuntos que conmovieron a la política italiana no solo con el secuestro de Moro, sino también con los suicidios aparentes de personajes como Roberto Calvi, el famoso “banquero del Vaticano”, que amaneció colgado de un puente, en Londres o con no pocos asesinatos de la mafia en represalia por la acción de los jueces y los carabinieri contra ellos. La supuesta conexión de Andreotti no solo con la mafia, sino con la enigmática logia P2, dirigida por Licio Gelli, no solo arrojaron serias sombras sobre su acción política, sino que incluso fue llevado a juicio varias veces, aunque siempre fue absuelto por falta de pruebas concluyentes de su participación en esas redes oscuras de intento de dominación de los aparatos del Estado. La película de Sorrentino, muy íntima, en la medida en que pueda hablarse de «intimidad» respecto de un político tan enigmático, críptico y oscurantista como Andreotti, se centra en una labor de descripción de su modus operandi político que refleja en todo momento la concepción caciquil e incluso mafiosa de la política, porque no son pocas las ocasiones, sobre todo en su relación con la gente del pueblo que su «generosidad» adopta un vago aire de modo corleonesco, paternal como el don Vito de Marlon Brando en El padrino. La composición de Servillo, que peca algo de paródica, limita mucho la evolución «natural» del personaje, que siempre aparece forzadísimo, rígido y relajado en la intensificación de su característica «chepa». Las maneras vaticanistas se adueñan del personaje y tanto en las relaciones políticas como en la familiar con su esposa, por ejemplo, apenas distinguimos la más mínima variación en los gestos o los énfasis: Andreotti era un ser humano de una pieza, o al menos eso nos transmite la película. Las escenas del Parlamento, cuando se somete con serenidad estoica al desprecio de su persona para ocupar el alto cargo de Presidente de la República al que aspira como culminación de su carrera política, mientras sus «delegados» despliegan por los pasillos todo un abanico de recursos seductores para lograr los votos que le permitan auparse a esa dignidad institucional son impagables. Y recuerdan vivamente los de Las manos sobre la ciudad: captan una manera tan especial de entender la vida democrática que no me extraña que el cine político constituya un capítulo tan vigoroso en la cinematografía italiana. El espectador quiere suponer que, mutatis mutandis, hay una línea de continuidad histórica entre el lejano senado romano y el parlamentarismo italiano actual, una vívida imagen entre histórica y antropológica que nos permite asistir con interés a la proyección. Andreotti ha pasado a la politología como el creador de una expresión que no es, propiamente, invención suya: manca fineza…, toda una declaración de principios de quien siempre se impuso desde esa untuosidad en las maneras y unas férreas convicciones que ni siquiera en el caso del secuestro de Moro le inclinaron a abrir una negociación con los terroristas para salvar la vida del máximo exponente de su partido, la Democracia Cristiana. Conviene recordar que esta película nos remite a otra, no menos política, Buenos días, noche, de Marco Bellocchio, que narra el cautiverio y la muerte de Aldo Moro desde el punto de vista de los terroristas de las Brigadas Rojas. De más está decir que el trabajo de Toni Servillo está a la altura de sus grandes personajes en el cine, como el del cínico escritor de La gran belleza, y que en buena parte a él se debe la capacidad de revelación psicológica del protagonista a través de sus miradas, la beatitud de sus maneras devotas y, sobre todo, del laconismo de unas apostillas con las que bien pudiera crearse un prontuario de excelentes aforismos políticos. Recordemos, para acabar, que el mismo Toni Servillo sirvió de excepcional vehículo interpretativo a Roberto Andó para su película política Viva la libertad, en la que Servillo interpreta a unos hermanos gemelos, uno de los cuales, filósofo “en eterna crisis”, sustituye al triunfador de la familia: el político. Otra muestra más de este inagotable capítulo de una cinematografía tan fecunda como la italiana.

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