Los primeros años difíciles de una personalidad autodidacta con un solo objetivo: Aut Caesar aut nihil…
Título original: Young
Winston
Año: 1972
Duración: 145 min.
País: Reino Unido
Dirección: Richard
Attenborough
Guion: Carl Foreman
Música: Alfred Ralston
Fotografía: Gerry Turpin
Reparto: Simon Ward, Robert Shaw, Anne Bancroft, Jack Hawkins, John
Mills, Anthony Hopkins, Ian Holm, Patrick Magee, Edward Woodward.
Una Plataforma como Filmin te permite recuperar películas que, sin ser clásicos acreditados, o bien caminan de serlo o bien constituyen una sorpresa agradable que te permite ampliar el caudal de películas que, por una u otra razón, merecen verse. Como no hace mucho que mi Conjunta me arrastró a ver -¡cómo se lo agradezco!- The Crown, en la que Churchill está estupendamente representado en su apogeo y declive, esta película de Attenborough permite conocer al Churchill niño y joven, desatendido por sus padres e hijo exclusivamente de su propia determinación: destacar a toda costa, aunque no supiera en qué de niño y sí buscando la fama y la gloria en el Ejército y en la Política. La película es una gran superproducción, muy «a la inglesa», lo que implica una puesta en escena fastuosa, unos paisajes naturales hermosísimos y un gasto controlado en todo cuanto permita recrear para el espectador una época y, dentro de ella, un «personaje»; porque la vida de Churchill es, en realidad, la construcción medida y deliberada de un «personaje» al único y exclusivo servicio de sí mismo, de su ambición: todo lo que lo rodeaba era «instrumental», y desde que su padre se suicidó políticamente oponiéndose al gasto incontrolado del Ejecutivo, diríase que su principal objetivo en la política se cifró en rehabilitar el buen nombre de su padre, con quien, al margen de la admiración filial, tuvo una relación difícil, pues el niño Winston daba la impresión de ser una completa nulidad, y de ahí la educación en un internado con los correspondientes ¡y legales! castigos corporales que solo lograron reafirmarle más en su «singularidad». He de reconocer que la parte de la película dedicada a la niñez, construida con una compasión infinita por el sufrimiento de la criatura -la despedida de la madre cuando lo «abandona» en el internado es prueba elocuente de ello- vale su peso en oro, sobre todo por la elección del niño, Russell Lewis, ¡en quien vemos ya al futuro adulto! Ese hallazgo de casting se extiende, por supuesto al adolescente, de breve aparición, Michael Audreson, y al joven que soporta todo el peso de la película, Simon Ward, no solo en pantalla, sino como la voz en off narradora que representa al Churchill anciano, un recurso que no solo nos permite entrar en lo que la película es, una autobiografía, sino que logra convertir al narrador en un personaje más, cuyos ingeniosos comentarios sobre todo lo humano y lo divino se esperan con verdadera impaciencia.
El notable biopic
pasa revista a los años tempranos del inmortal estadista, y destaca, no solo la
fiera determinación de llegar al éxito, sino la subordinación de cualquier otra
actividad, salvo la escritura, a ese fin. No duda en recurrir a los «oficios»
de su madre, al parecer con larga nómina de amantes, para conseguir este o aquel
destino donde él cree que puede ir engrosando y engrasando un currículo que
después explotará convenientemente. Tal sucede con su destino en Sudáfrica, durante
la guerra contra los bóers, que lo convierte, gracias a su huida de un campo de
prisioneros bóer, en un personaje mediático, lo que le granjea las simpatías de
los votantes del distrito por el que se presenta para entrar en el Parlamento.
Como siempre
sucede en las obras biográficas, la selección de episodios es crucial para
saber desde que perspectiva se escribe o filma dicha biografía. Attenborough se
pone de parte del personaje, y contribuye a la glorificación de su memoria,
pasando por alto otras visiones algo más comprometedoras para su buen nombre.
De hecho, y hasta donde me ha sido posible saberlo, el programa de acción que
propuso Churchill en la Unión Sudafricana para sofocar la rebelión de los bóers
pasaba por la destrucción de sus granjas
el envenenamiento de los pozos, la confiscación del ganado y la reclusión en
campos de internamiento, siguiendo el modelo español que se originó en la «Guerra
de los diez años», en Cuba; campos, los propuestos por Churchill en los que las
infracondiciones sanitarias de los mismos y las epidemias consiguientes mataron por enfermedad, sobre todo a mujeres y
niños, a más de 20.000 personas. Los campos, eso sí, segregaron a los negros,
quienes tuvieron los suyos propios. Recuérdese que familias enteras de negros
trabajaban para los bóers.
El fantástico
trabajo de Simon Ward, el doble perfecto del joven Winston consigue hacernos
olvidar ese sesgo prochurchilliano del director y seguimos su peripecia con la
admiración que exige quien ha de luchar lo suyo para conseguir alcanzar su
propio destino. Desde bien joven, además, la obra historiográfica de Churchill,
pues escribió sobre los conflictos en los que participó-no olvidemos su condición
de periodista corresponsal al tiempo que militar- le granjearon una fama que
incluso le llevaron a recibir el Premio Nobel de literatura. En cualquier caso,
y como se demuestra una y otra vez en la película, Churchill fue durante toda
su vida un hombre de verbo afilado y de respuesta contundente. Se le reprochaba
que se hubiera pasado de los Tories a los Liberales y, finamente, de estos a
los Tories, de nuevo. Su impecable respuesta: “Cualquiera puede cambiar de
partido, pero se necesita cierta imaginación para hacerlo dos veces”.
Resulta
imposible seguir la biografía de un hiperactivo que busca la fama a toda costa,
y Attenborough era consciente de ello; por eso se circunscribe a una juventud que,
con todo, fue incluso más agitada de la que en esta película se nos ofrece. Se
sea admirador del Canciller o no, a nadie dejará indiferente este intento de
biografía. Y las escenas en el parlamento tienen, en estos tiempo moviditos del
Brexit, un gran interés.
Acomódense y disfruten…
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