El crudo neorrealismo naturalista frente al thriller estilizado…
Título original: La bête humaine
Año: 1938
Duración: 99 min.
País: Francia
Dirección: Jean Renoir
Guion: Jean Renoir (Novela:
Émile Zola)
Música: Joseph Kosma
Fotografía: Curt Courant
(B&W)
Reparto: Jean Gabin, Simone
Simon, Fernand Ledoux, Julien Carette, Blanchette Brunoy, Jean Renoir, Gérard
Landry, Jenny Hélia, Colette Régis, Claire Gérard, Charlotte Clasis, Jacques
Berlioz.
Título original: Human
Desire
Año: 1954
Duración: 90 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Fritz Lang
Guion: Alfred Hayes (Novela:
Émile Zola)
Música: Daniele Amfitheatrof
Fotografía: Burnett Guffey
(B&W)
Reparto: Glenn Ford, Gloria
Grahame, Broderick Crawford, Edgar Buchanan, Kathleen Case.
«Una
obra maestra que bucea en los abismos del deseo y sus representaciones
alertándonos sobre la imposibilidad de escapar del destino y de huir de los
propios instintos»
WALTER
BENJAMIN
Doble sesión de clásicos, esta vez vistos
uno a continuación del otro y, después, casi al mismo tiempo, pasando de una
película a la otra para poder apreciar mejor las semejanzas y diferencias entre
una y otra película, ambas geniales, pero con planteamientos estilísticos muy
distintos. No se trata, en realidad, de cuál de las dos se ajusta más a la
novela, porque ambos directores reconocen que sus obras están, solamente, “inspiradas”
en la obra de Zola y, en consecuencia, no es un criterio justo de valoración su
proximidad o distancia de la novela original.
En términos generales, ambas películas
tienen muchos puntos de contacto, pero difieren notablemente en algunos aspectos
esenciales. Por ejemplo, la concepción del protagonista, más cerca del naturalismo
de Zola el de Renoir, paisano suyo, que el de Lang, quien inventa un soldado
que regresa tres años después a su antiguo oficio, maquinista de tren, un good
boy , Jeff, (aunque talludito) quien
viene dispuesto a disfrutar de la verdadera vida tranquila que había perdido tras
haber combatido en la guerra de Corea. Jacques Lantier, sin embargo, y se nos dice
desde el comienzo, sufre una enfermedad mental que, tras tener fiebre y feroces
dolores de cabeza, lo impulsa a matar mujeres, una herencia, dice él, de las
generaciones de alcohólicos que ha habido en su familia, y que le ha llevado a
él a ser abstemio. Maquinista de tren, ha bautizado a la suya con el nombre de
Lison y dice estar enamorado de ella. De su enfermedad dice que es algo así
como «un humo negro que me nubla la mente”.
Por el humo se saca parte del ovillo, podríamos
decir, porque una de las grandes diferencias entre la película de Renoir y la
de la Lang estriba precisamente en la «suciedad» de una frente a la «limpieza»
de la otra: la máquina de vapor, con su caldera de carbón frente a la impoluta
máquina eléctrica. Los conductores de la película de Renoir van tiznados hasta
las orejas; los de la de Lang, aunque uniformados, van de punta en blanco. Esa
presencia de la mugre, indisociable a nivel metafórico de la descomposición
moral del protagonista, no actúa en la película de Lang, que se acerca más al
género del thriller, mientras que la de Renoir al del drama social y psicológico.
Estilísticamente, por fuerza han de tener
planos muy parecidos, como los del tren, tanto en marcha como al llegar a la
estación, y ahí cada cual pone su sello particular, porque la sucesión de
planos tomados desde diferentes encuadres del cruce de trenes en Lang es espectacular;
pero no lo son menos los planos de la locomotora de Renoir acercándose a los túneles
con enfoques de la cara del protagonista con gafas y tiznado de hollín por
fuera de la cabina, y con la duda de si habrá sitio para que quepan ambos, conductor
y máquina, dada la cercanía entre la boca del túnel y la máquina. El hechizo de
las ruedas del tren de vapor no lo consigue Lang con los trenes eléctricos,
desde luego.
La hija del compañero con quien trabaja
Jeff, que lo recibe tras haber dado un cambio físico de niña a mujer (y el
vestuario con un polo de punto ceñidísimo destaca hasta el vértigo ese cambio)
representa algo así como la good girl ideal para el «guerrero que vuelve
a casa»; pero la maestría de Lang enseguida nos muestra el otro polo del
hipotético deseo: Vicky, Gloria Grahame, tumbada en un sofá, con abandono
sicalíptico, comiendo bombones cuando entra su marido, a quien lo primero que
le enseña es las hermosas medias que se ha comprado. La primera, una joven
inocente; la segunda, una mujer con años de vuelo. La hija de la madrina de
Lantiere, a quien va a buscar al río cercano constituye un episodio completamente
distinto del personaje de la hija del compañero de Jeff Warren. El episodio se
inicia con un plano de un puente por el que no tarda en pasar un tren con su penacho
de humo correspondiente desvaneciéndose en el aire. La cámara baja hacia una
chica que se refresca los pies sentada en una barca. Después los recoge dentro
de la barca y se los seca, dejando ver buena parte de los muslos. Sale de la barca
y se dirige a dos mozos que estaban mirándola. Después de decirles, desafiante,
que no le gusta que la miren, uno de ellos intenta abrazarla, pero ella lo lanza
al río. Enseguida ve que viene Lantiere y va a su encuentro.- Él también le
dice, como Jeff a Ellen, que la encuentra muy cambiada, pero ella se asusta de
la mirada de él cuando se la acerca para besarla: «Me miras como los otros», le
dice, esto es, con un nítido deseo sexual. Ella escapa de él. Lantiere la
persigue, la atrapa en un talud, teniendo las vías del tren por encima de sus
cabezas. La besa, y ella cede; pero, acto seguido, intenta estrangularla,
momento en el que el tren pasa por encima de ellos tocando el silbato, lo que
parece «despertar» a Jacques y hacerle desistir de su criminal intento. ¡Una
escena de antología! Es el beso de la fatalidad, con una intensidad sobresaliente
que Jean Gabin -¿he dicho ya que está que se sale en toda la película, un
prodigio de interpretación?- nos hace vivir con un dramatismo que nos arrebata
a su vértigo, al de su impulso criminal que no puede resistir.
Los dos maridos, uno echado del trabajo,
¡colosal Broderick Crawford!, y el otro amenazado por las quejas de un usuario de
alcurnia a quien ha echado la bronca, ¡el no menos colosal Fernand Ledoux!,
aunque más en versión «calzonazos», frente a la fiera humanidad agresiva del
primero; ambos, casi calcados, le dan un peso dramático específico a ambas
películas que convencen a los espectadores de sus respectivas ansiedades y de
su bajeza moral por pedirles a sus esposas que intercedan ante sus benefactores
en su favor, sabiendo lo que «ello» implica, porque ambas situaciones, un abuso
sexual infantil de ambas, no les son ajenas a ninguno de los maridos, por muy
ofendidos que se hagan tras haber ellas conseguido lo que querían. De hecho, la
furiosa reacción de ambos al enterarse del adulterio es idéntica: la agresión física
que las acurruca a ambas junto a la cama y a la pared. Ambas escriben,
dominadas por el marido, una nota que atrae a los incautos benefactores a un
encuentro que supondrá el fin de sus días.
Si una navaja de marca es lo que le
regala Severine a Roubaud, el marido de Vicky, Carl, se nos presenta con la
costumbre de afilar palitos de madera, con frecuentes primeros planos de la hoja
de la navaja: una anticipación evidente del protagonismo que tendrá después.
Mientras que el asesinato del pederasta de Severine nos es elidido por las
cortinillas del compartimento del tren que se bajan, por lo que ocurre fuera de
campo; el del pederasta de Vicky se ha producido ya cuando la cámara enfoca el
primer plano de la navaja restregada contra el pantalón antes de ser doblada y
guardada por el asesino, por lo que también se elide el asesinato en sí. Ignoro
los términos exactos de la descripción novelística de Zola, pero las semejanzas
entre las escenas de Renoir y de Lang invita a pensar que Lang tuvo muy
presente la versión del director francés.
La participación de Jacqes Lantiere y Jeff
Warren en la escena del crimen podría casi superponerse en uno y otro caso,
como el del reconocimiento de los viajeros en el que uno y otro se abstienen de
denunciar a los esposos asesinos para «consolidar» una relación adúltera con las
respectivas mujeres de ellos. La petición muda de silencio de ambas mujeres diríase
que se expresa a través de la misma mirada y el leve movimiento de los labios.
De igual manera, cuando esa relación se estrecha entre ambas parejas, hay en
las dos un beso que sella su complicidad, sobre todo para «deshacerse» de un
marido que, en realidad, ha sido el asesino, y que las maltrata. Los dos besos
son muy diferentes, aunque igualmente apasionados. El de Severine y Jacques va
precedido de un gracioso amago de mordisco de ella; y el de Jeff y Vicky, con
el aferrado a los aladares de ella con los puños crispados, expresando una pasión
irracional que aún ignoro por qué esa escena no es tan icónica como la bofetada
a Gilda o el vuelo de las faldas de Marilyn en La tentación vive arriba,
de Wilder.
Por cierto, el adulterio entre Vicky y
Jeff se produce en el mismo apartamento que le cede una amiga, quien tiene una
de las escenas más brillantes de la película, más propia de Wilder o de Lubitsch
que de Lang, pero estupenda. El marido, que espera ansioso a que vuelva la
esposa encarga de lograr que lo readmitan, le reprocha a la amiga que se
arregle tanto, y ella le dice: «Es mejor parecer guapa que inteligente. Todos
los hombres con los que voy tienen ojos, pero ninguno cerebro».
Los paseos por el interior de las
estaciones es idéntico en ambos casos, si bien en el caso de la película de
Renoir sirve de escenario para el intento frustrado de asesinato de Roubaud,
porque el asesino siente una compasión infinita por el pobre diablo que va
haciendo su ronda, inadvertido del peligro mortal a que está expuesto. En el
caso de la de Lang, en ese paseo se consuma la pasión de los adúlteros, porque
el intento de eliminación de Carl, que es, después de ser desdeñado por su
esposa, un hombre alcoholizado, del mismo modo que lo es Roubaud, se convierte
en un socorro samaritano que le vale el desprecio de su cómplice, pero que le
sirve para percatarse de hasta dónde lo puede llevar la ambición asesina de su
mujer por defenderse. La nota que la incriminaba sí que se la quita del
bolsillo al alcohólico. La otra nota, la de Severine, se pierde en el curso de la
trama, porque, más fiel al original, ambos asumen su culpabilidad mutua en el
asesinato del pederasta.
Hay una diferencia notable entre ambas
tramas: un personaje, Cabuche, un expresidiario iletrado y zafio -interpretado
a la perfección por el propio Jean Renoir, que trabaja en el ferrocarril y a quien,
por esos antecedentes, se le declara poco menos que responsable del asesinato
del pederasta, porque la novia con la que él se iba a casar también había sido
víctima del presidente del ferrocarril que abusó igualmente de Severine.
Lantier, de todos modos, amenaza al matrimonio Roubaud con denunciarlos si
acaban condenando a Cabuche, aunque esa trama también se pierde en la
continuación de la historia.
En la escena del tren, cuando se produce
el asesinato, hay dos motas, una de hollín, la otra se supone que de polvo, que
le entra en el ojo a personajes antagónicos: a Lantiere, que viaja en el
compartimiento contiguo al de los asesinos; y a Vicky, que lo finge para poder
«seducir» a Jeff y llevárselo al coche restaurante para tomar una copa y
dejarle, así, el paso franco al asesino camino de su compartimento. Son esas coincidencias
que, en el caso de Lang, supone una variación congruente con su trama *athrillerada.
En otro momento, cuando los amables pederastas reciben a sus «protegidas», el
de Severine le dice que se ha adelgazado, aunque entiende que es la moda; y en
el caso de Vicky le dice que se ha engordado, después de haberse casado. Y ahí es
fácil advertir cómo el guionista de Lang, Alfred Hayes, hace un guiño muy
selecto a los pocos espectadores que tuvieran en la mente la extraordinaria película
de Renoir, cuyo final, con el baile de ferroviarios alternándose con el trágico
desenlace de la historia fatalista de Jacques Lantiere, es de una sutileza
costumbrista extraordinaria. Las tomas de la orquesta y desde la orquesta
tienen su apogeo en la interpretación qu4e hace Marcel Véran de Le petit
coeur de Ninon, en realidad el vals de Becuciu, Tesoro mío. La letra de la
canción va desgranando algo así como una sucinta biografía de Severine que, al
mismo tiempo, sirve de epitafio. Con posterioridad al hecho, Renoir filma una desgarradora
escena nocturna de la huida de Jacques siguiendo la vía del tren, con el
desconcierto de la enajenación grabado en su rostro… ¡Inolvidable!
Fílmicamente son muchas las diferencias técnicas
entre el thriller y el casi neorrealismo de Renoir. Mientras el blanco y
negro de Renoir, muy contrastado, tiene mucho de documento verista, el blanco y
negro tamizado de Lang, propio de la iluminación de estudio, acerca la película
a los estándares del refinado estilo usamericano, tan tecnificado. Las escenas
del tren, por ejemplo, de estudio en el de Lang, son filmadas en un tren real
en el de Renoir, con unos espacios que no permiten los planos que sí consigue
Lang en el descansillo, cuando ella va buscando al maquinista a quien conoce su
marido y observa a través de la ventanilla que separa ambos vagones el humo
denso del cigarrillo que él fuma, un plano espectacular y sugerente donde los
haya. La puesta en escena de una y otra película también es muy diferente, y
está en relación con esa pobreza honrada de los ferroviarios del 39 y la
comodidad y los adelantes de los del 54, tal y como señalamos respecto de las
locomotoras que usan, tan distintas.
Ahora que las he visto dos veces, primera
por separado y luego casi al unísono, me parece el mejor de los programas
dobles imaginables. Son tan distintas y se parecen tanto, que estoy seguro que
ambos directores admiraron la versión del otro, y no se me ocurre nada más
atractivo que la recreación de un visionado de ambos de la película del otro,
deteniéndose casi fotograma a fotograma para ilustrarnos con los secretos de
arte tan depurado como el que nos ha dado dos joyas de la Historia del Cine:
dos exploraciones del deseo y de las tinieblas del alma humana cuando la pasión
nos nubla el juicio.
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