jueves, 22 de octubre de 2020

«Nana», de Jean Renoir, una superproducción eximia y ruinosa…


 

Cómo una mala elección de reparto hunde un peliculón magnificente…, digno, aun así, de verse en su ajustada duración… 

Título original: Nana

Año: 1926

Duración: 150 min.

País: Francia

Dirección: Jean Renoir

Guion: Jean Renoir, Pierre Lestringuez, Denise Leblond (Novela: Émile Zola)

Música: Marc-Olivier Dupin (Película muda) (Versión restaurada: Maurice Jaubert)

Fotografía: Jean Bachelet, Edmund Corwin (B&W)

Reparto: Catherine Hessling, Jean Angelo, Werner Krauss, André Cerf, Raymond Guérin-Catelain, Claude Autant-Lara, Pierre Champagne.

 

         Los frecuentadores de este Ojo -en el supuesto de que los haya, porque yo solo conozco a uno…- no ignoran mi inveterada afición a las películas mudas, y en él obran las muchas críticas de excelentísimas películas que nadie debería perderse. Como soy muy vago por naturaleza, he renunciado a agrupar las críticas por épocas o géneros, aunque siempre me sigue tentando abrir una suerte de SubOjo para las óperas primas, porque lo tienen todo de semilla. Nana es la tercera película de Jean Renoir, y en este Ojo están criticadas las dos primeras: Una vida sin alegría y Escurrir el bulto, un melodrama y una farsa antibelicista. Curiosamente, en la primera, la actriz es también la que entonces era esposa del cineasta, quien adoptó el nombre artístico de Catherine Hessling, y ya decía yo en la crítica que no la habían llamado los hermanos Méliès por el camino de la interpretación, avanzándome, sin duda, a lo que ahora, tras ver Nana, puede confirmarse plenamente. Se trata de una afectadísima sobreactuación que lastra definitivamente la película, una cinta que hubiera merecido el éxito a que sus muchas cualidades fílmicas la hace acreedora; pero la omnipresencia de la protagonista acaba con la paciencia de cualquiera. No es ya que Hessling haya convertido en una auténtica caricatura el personaje descrito por Zola, sino que, desde el punto de vista del espectador, resulta inverosímil que cualquier hombre pueda perder la cabeza y la dignidad, como le ocurre al conde Muffat y a su rival Vandreuvres, quien acabará, arruinada su reputación por haber manipulado las apuestas para ganar apostando contra su propio caballo, suicidándose en una escena de tremenda efectividad fílmica, como toda la película. Recordemos, antes de que se me olvide, que la puesta en escena de la película, ¡majestuosa!, corrió a cargo del que después descollaría como director, Claude Autant-Lara. Y por este camino de la puesta en escena sí que nos acercamos a uno de los valores eternos de la película, porque esta es una auténtica superproducción, comparable a las de los estudios usamericanos, que supuso, en su época, una inversión de un millón de francos, y una nula recaudación en taquilla, por lo que Jean Renoir se vio obligado a vender algunos cuadros de la herencia de su padre para hacer frente a las deudas contraídas. Solo el vestuario, que recrea la época con una fidelidad exquisita de gran esteta, es una señal inequívoca del mimo con que se cuidó la producción de este película nacida de la admiración por Zola y, supongo, del decidido empeño de rivalizar con las producciones de Hollywood.

         Por más que el determinismo genético de Zola esté en la base de esta novela, como en tantas otras suyas, y hace poco he criticado las dos magníficas versiones que hicieron Lang y el propio Renoir de La bestia humana, confieso que la forzada depravación moral de la vampiresa nana ni siquiera está a la altura de lo que se exige de quien usa sus encantos físicos para volver locos a los caballeros y hacerse pagar generosamente el comercio sexual. Los bailecitos culones de la protagonista son, realmente, de vergüenza ajena, y las expresiones faciales de haberse pillado los dedos en la puerta o de gritar para que una estampida de bisontes no la atropelle devienen el colmo de lo grotesco. Es cierto que en la novela el baile de la protagonista implica un deshabillé que, ciertamente, puede seducir, en aquella época tan reprimida, a cualquiera; pero en la película hubieran sido imposibles los desnudos, razón por la cual esos bailecitos de Nana resultan tan ridículos.

         Decía que, al margen del estropicio de la actriz principal, la película tiene una elegancia y unos decorados fantásticos, y por todos ellos se mueve la cámara de Renoir con una variedad de planos que saben aprovecharlos integralmente. La corte de criados de Nana, que muestra bien a las claras la radical diferencia de clases sociales, como se aprecia, por ejemplo, en una escena en que Muffat es invitado a una comida que comparte con todos ellos y cuyo plano general recuerda tanto la comida de Viridiana que es muy probable que Buñuel se acordara de esta película de Renoir cuando rodó la película no censurada en primera instancia por el franquismo y luego convertida en enemiga número 1 del Régimen.

         En la medida en que Nana es una actriz de variedades, el mundo del teatro está generosamente representado en la película, e impagables son las escenas en que, al iniciar los ensayos de una obra, Nana advierte que le «roban» un papel de doncella angelical y refinadísima, porque sus bastas maneras la hacen incompatible con él. La seducción del conde Muffat, que financia la obra, por parte de Nana consigue que le adjudiquen a ella el papel, pero las crueles burlas del resto de la compañía dejan bien claro el nulo valor de dicha adjudicación.

         La obra está llena de episodios magníficos que, como la doma de Muffat en el dormitorio de Nana, convirtiéndolo en un perrito doméstico, para ludibrio de sus criados que observan divertidos el enorme «poder» de su ama, constituyen un atrevido planteamiento de la sexualidad muy avanzado a épocas posteriores, pensemos, por ejemplo, en Belle de Jour, por no salir de Buñuel.

         Una vez aclarado que la peor inverosimilitud de la obra es la penosa sobreactuación de la protagonista, ello no puede ni debe empañar la apreciación de una narración llena de magníficos detalles como, por ejemplo, el visionado de la carrera en el hipódromo tomando solo las patas de los caballos, mucho antes de que Bresson hiciera lo propio en algunas secuencias de su Lancelot du Lac.; el encuentro en la desesperación de los dos rivales, cuando la cámara desciende hasta los puños de ambos, que amenazaban una violencia incontenible; el suicidio de Vandreuvres en la cuadra, con el incendio final en el que sacrifica la yegua, Nana, que significó su deshonra; y la corte de los milagros que rodea a la protagonista, en la que sobresalen su criada y el peluquero; el encuentro de los esposos Muffat cuando ella regresa de jarana al mismo tiempo que él y ella se quita el velo y lo mira con una dignidad y altivez que lo dejan sumido en la mayor de las vergüenzas… Y todo ello, ya lo he dicho, con una puesta en escena de una brillantez absoluta, con unos decorados que recuerdan los mejores decorados de ópera, y, de hecho, ahora que lo menciono, hay mucho de la gran ópera en esta Nana de Renoir. El final mismo, y lo malbarato porque la novela es muy conocida y porque nadie va a ir de estas líneas a ver la película, sino que vendrá a ellas porque ya ha visto la película, y esta es la razón por la que tiendo a destripar los finales…; el final, decía, con Nana en el lecho,  atacada de viruela, recuerda en extremo La Traviata, de Verdi, y a ello colabora el diseño de la escena, el majestuoso decorado de la habitación palaciega donde se apresta a morir la voluptuosa seductora, precedido por la suntuosa escalera por la que asciende el compasivo Muffat hacia el lecho del dolor de su examante… En fin, a mí me ha parecido un peliculón soberbio, hecha abstracción de la pésima interpretación de la Hessling, y quienes se acerquen a él me lo acabarán agradeciendo, aunque sea sin decir nada, lo usual en este Ojo.

        

        

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