Cómo una mala elección de reparto hunde un peliculón magnificente…, digno, aun así, de verse en su ajustada duración…
Título original: Nana
Año: 1926
Duración: 150 min.
País: Francia
Dirección: Jean Renoir
Guion: Jean Renoir, Pierre
Lestringuez, Denise Leblond (Novela: Émile Zola)
Música: Marc-Olivier Dupin
(Película muda) (Versión restaurada: Maurice Jaubert)
Fotografía: Jean Bachelet, Edmund Corwin (B&W)
Reparto: Catherine Hessling, Jean Angelo, Werner Krauss, André Cerf,
Raymond Guérin-Catelain, Claude Autant-Lara, Pierre Champagne.
Los frecuentadores de este Ojo
-en el supuesto de que los haya, porque yo solo conozco a uno…- no ignoran mi
inveterada afición a las películas mudas, y en él obran las muchas críticas de
excelentísimas películas que nadie debería perderse. Como soy muy vago por
naturaleza, he renunciado a agrupar las críticas por épocas o géneros, aunque
siempre me sigue tentando abrir una suerte de SubOjo para las óperas
primas, porque lo tienen todo de semilla. Nana es la tercera película de
Jean Renoir, y en este Ojo están criticadas las dos primeras: Una vida sin
alegría y Escurrir el bulto, un melodrama y una farsa antibelicista.
Curiosamente, en la primera, la actriz es también la que entonces era esposa
del cineasta, quien adoptó el nombre artístico de Catherine Hessling, y ya
decía yo en la crítica que no la habían llamado los hermanos Méliès por el
camino de la interpretación, avanzándome, sin duda, a lo que ahora, tras ver Nana,
puede confirmarse plenamente. Se trata de una afectadísima sobreactuación que
lastra definitivamente la película, una cinta que hubiera merecido el éxito a
que sus muchas cualidades fílmicas la hace acreedora; pero la omnipresencia de
la protagonista acaba con la paciencia de cualquiera. No es ya que Hessling
haya convertido en una auténtica caricatura el personaje descrito por Zola,
sino que, desde el punto de vista del espectador, resulta inverosímil que
cualquier hombre pueda perder la cabeza y la dignidad, como le ocurre al conde
Muffat y a su rival Vandreuvres, quien acabará, arruinada su reputación por
haber manipulado las apuestas para ganar apostando contra su propio caballo,
suicidándose en una escena de tremenda efectividad fílmica, como toda la
película. Recordemos, antes de que se me olvide, que la puesta en escena de la
película, ¡majestuosa!, corrió a cargo del que después descollaría como
director, Claude Autant-Lara. Y por este camino de la puesta en escena sí que
nos acercamos a uno de los valores eternos de la película, porque esta es una
auténtica superproducción, comparable a las de los estudios usamericanos, que
supuso, en su época, una inversión de un millón de francos, y una nula
recaudación en taquilla, por lo que Jean Renoir se vio obligado a vender
algunos cuadros de la herencia de su padre para hacer frente a las deudas
contraídas. Solo el vestuario, que recrea la época con una fidelidad exquisita
de gran esteta, es una señal inequívoca del mimo con que se cuidó la producción
de este película nacida de la admiración por Zola y, supongo, del decidido empeño
de rivalizar con las producciones de Hollywood.
Por más que el
determinismo genético de Zola esté en la base de esta novela, como en tantas
otras suyas, y hace poco he criticado las dos magníficas versiones que hicieron
Lang y el propio Renoir de La bestia humana, confieso que la forzada
depravación moral de la vampiresa nana ni siquiera está a la altura de lo que
se exige de quien usa sus encantos físicos para volver locos a los caballeros y
hacerse pagar generosamente el comercio sexual. Los bailecitos culones de la
protagonista son, realmente, de vergüenza ajena, y las expresiones faciales de
haberse pillado los dedos en la puerta o de gritar para que una estampida de
bisontes no la atropelle devienen el colmo de lo grotesco. Es cierto que en la
novela el baile de la protagonista implica un deshabillé que,
ciertamente, puede seducir, en aquella época tan reprimida, a cualquiera; pero
en la película hubieran sido imposibles los desnudos, razón por la cual esos
bailecitos de Nana resultan tan ridículos.
Decía que, al
margen del estropicio de la actriz principal, la película tiene una elegancia y
unos decorados fantásticos, y por todos ellos se mueve la cámara de Renoir con
una variedad de planos que saben aprovecharlos integralmente. La corte de
criados de Nana, que muestra bien a las claras la radical diferencia de clases
sociales, como se aprecia, por ejemplo, en una escena en que Muffat es invitado
a una comida que comparte con todos ellos y cuyo plano general recuerda tanto
la comida de Viridiana que es muy probable que Buñuel se acordara de
esta película de Renoir cuando rodó la película no censurada en primera instancia
por el franquismo y luego convertida en enemiga número 1 del Régimen.
En la medida en
que Nana es una actriz de variedades, el mundo del teatro está generosamente
representado en la película, e impagables son las escenas en que, al iniciar
los ensayos de una obra, Nana advierte que le «roban» un papel de doncella
angelical y refinadísima, porque sus bastas maneras la hacen incompatible con
él. La seducción del conde Muffat, que financia la obra, por parte de Nana
consigue que le adjudiquen a ella el papel, pero las crueles burlas del resto
de la compañía dejan bien claro el nulo valor de dicha adjudicación.
La obra está
llena de episodios magníficos que, como la doma de Muffat en el dormitorio de
Nana, convirtiéndolo en un perrito doméstico, para ludibrio de sus criados que
observan divertidos el enorme «poder» de su ama, constituyen un atrevido
planteamiento de la sexualidad muy avanzado a épocas posteriores, pensemos, por
ejemplo, en Belle de Jour, por no salir de Buñuel.
Una vez
aclarado que la peor inverosimilitud de la obra es la penosa sobreactuación de
la protagonista, ello no puede ni debe empañar la apreciación de una narración
llena de magníficos detalles como, por ejemplo, el visionado de la carrera en
el hipódromo tomando solo las patas de los caballos, mucho antes de que Bresson
hiciera lo propio en algunas secuencias de su Lancelot du Lac.; el
encuentro en la desesperación de los dos rivales, cuando la cámara desciende hasta
los puños de ambos, que amenazaban una violencia incontenible; el suicidio de Vandreuvres
en la cuadra, con el incendio final en el que sacrifica la yegua, Nana, que
significó su deshonra; y la corte de los milagros que rodea a la protagonista,
en la que sobresalen su criada y el peluquero; el encuentro de los esposos
Muffat cuando ella regresa de jarana al mismo tiempo que él y ella se quita el
velo y lo mira con una dignidad y altivez que lo dejan sumido en la mayor de
las vergüenzas… Y todo ello, ya lo he dicho, con una puesta en escena de una
brillantez absoluta, con unos decorados que recuerdan los mejores decorados de
ópera, y, de hecho, ahora que lo menciono, hay mucho de la gran ópera en esta
Nana de Renoir. El final mismo, y lo malbarato porque la novela es muy conocida
y porque nadie va a ir de estas líneas a ver la película, sino que vendrá a
ellas porque ya ha visto la película, y esta es la razón por la que tiendo a destripar
los finales…; el final, decía, con Nana en el lecho, atacada de viruela, recuerda en extremo La
Traviata, de Verdi, y a ello colabora el diseño de la escena, el
majestuoso decorado de la habitación palaciega donde se apresta a morir la
voluptuosa seductora, precedido por la suntuosa escalera por la que asciende el
compasivo Muffat hacia el lecho del dolor de su examante… En fin, a mí me ha
parecido un peliculón soberbio, hecha abstracción de la pésima interpretación
de la Hessling, y quienes se acerquen a él me lo acabarán agradeciendo, aunque
sea sin decir nada, lo usual en este Ojo.
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