lunes, 5 de julio de 2021

«Fuerza Bruta», de Jules Dassin, un clásico del género carcelario.


 El microcosmos, el macropoder y el micropoder: la sed de evasión en una apuesta a todo o nada contra el poder de la represión. 

Título original: Brute Force

Año: 1947

Duración: 98 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Jules Dassin

Guion: Richard Brooks. Historia: Robert Patterson

Música: Miklós Rózsa

Fotografía: William H. Daniels (B&W)

Reparto: Burt Lancaster, Hume Cronyn, Charles Bickford, Yvonne De Carlo, Sam Levene, Howard Duff, Art Smith, Jack Overman, Ella Raines, Roman Bohnen, Jeff Corey, Anita Colby, John Hoyt, Ann Blyth, Vince Barnett, Richard Gaines, Frank Puglia, Charles McGraw.

 

         El género carcelario tiene unas reglas muy bien definidas que conviene respetar para no decepcionar a sus muchos seguidores, quienes esperan situaciones violentas, luchas intestinas, ajustes de cuentas con los chivatos, tensión entre rivales poderosos, un represor salvaje, un alcaide, a veces pusilánime y un plan de fuga que mantenga en vilo a los espectadores. Aunque se trata de un género de hombres, al menos hasta los años 80 del pasado siglo y hasta que hace poco la serie Orange is the new black optó por las mujeres encarceladas como sujetos de la historia, hubo también películas que abordaron el género desde el lado de las delincuentes femeninas, títulos como So young, so bad, de Bernard Vorhouse, y  Edar G. Ullmer, de 1950,  y Women’s prison, de Lewis Seiler, de 1955, con una espectacular Ida Lupino, después excelente directora, nos permiten una visión amplia de un genero que, independientemente del sexo de los reclusos se atiene a unos fundamentos muy precisos.

         La salida de la celda de castigo de unos de los presos más altaneros del penal, Burt Lancaster, quien es recibido con honores casi de héroe en una celda abarrotada de ocho reclusos da inicio a una tensa película en la que a Hume Cronyn, pequeñajo, pero ambiguamente sádico, le cabe el honor de encarnar al capitán de la fuerza que controla policialmente el penal, un contrapeso de la debilidad con la que el alcaide de la fortaleza ha pretendido dirigir el penal, lo cual ha dado pie a no pocos problemas que las autoridades quieren que se acaben de forma radical.  El protagonista lo deja bien claro, no hay nada que celebrar ni nada está bien mientras sigan estando donde están, encerrados.  Se trata, por lo tanto, de trazar un plan que no falle y que les permita apoderarse de la todopoderosa torreta desde donde una ametralladora controla el movimiento del patio y de las zonas exteriores que comunican con el puente que es el único camino de huida hacia una libertad posiblemente efímera, y, en todo caso, ardua.

         La película está rodada con unas técnicas expresionistas que privilegian el uso de los primeros planos y de planos abigarradasímos en los que los reclusos lo ocupan todo, para dar la sensación de falta de espacio vital que los oprime a todos, a los rectores del penal incluidos, al menos cuando se hallan reunidos en el despacho del alcaide y el doctor, un borrachín muy fordiano, es el encargado de cantarle las cuarenta al aspirante a ocupar, como de hecho sucede, el puesto del alcaide. Sigue impresionando la capacidad expresiva del cine de Dassin que ha de prolongarse en una trilogía de cine negro que figura en los anales de la Historia de ese género cinematográfico: La ciudad desnuda, Noche en la ciudad y Rififi, rodadas respectivamente en Nueva York, Londres y Paris, porque Dassin es de los directores perseguidos por McCarthy que hubo de exiliarse. Curiosamente, Hume Cronyn, aunque canadiense, también tuvo problemas con ese comité, pero, en su caso, por contratar a artistas represaliados.

         Toda la película tiene una planificación perfecta, y tanto las escenas en la celda, como en la mina donde los internos se someten a trabajos forzados o como el asalto a la torreta  en el desenlace, constituyen momentos de poderosa intensidad y un evidente lirismo. Como la opresión de la vida en la cárcel puede acabar resultando extraordinariamente angustiosa, la historia nos permite «salir» de ella para mostrarnos algunas de las historias extramuros que han llevado a la prisión a algunos de los personajes. Lo realmente sorprendente es la solidez interpretativa con que tres de los personajes son capaces de conseguir un pathos dramático de tal envergadura en tan poco metraje. Quizás la historia del protagonista, en exceso melodramática, sea la más floja, pero las de los otros dos compañeros de celda son un prodigio de dramatismo perfectamente logrado. De alguna manera vaga, me ha venido a la memoria, mientras la veía, A diez segundos del infierno, de Robert Aldrich, de muy diferente género, se trata de una película bélica en la que los artificieros nunca saben si acabarán volando por los aires en su misión, pero con una sutil vinculación con el intento, en apariencia suicida, de los presos para salir de su infierno.

         La película, sobre todo a través del doctor, vehicula unos mensajes contra el espíritu represor de la fuera bruta que domina el sistema carcelario que se extiende fácilmente al modelo de organización social basado casi exclusivamente en la coerción y en un sistema punitivo de cualesquiera conductas con ribetes antisociales. ¡Cómo no iban a sospechar lo del comité McCarthy que Dassin era un comunista peligroso!

         Ser una película de estudio le permite a Dassin una fotografía tan espléndida como por fuerza se la había de deparar quien trabajó con Stroheim en esa maravilla que es Esposas frívolas y en su inmortal Avaricia,  y quien sería galardonado un año después con un Oscar a la mejor fotografía por La ciudad desnuda, también de Jules Dassin. Con esto quiero decir que la factura estética de la película alcanza una intensidad sobresaliente y contribuye a que la verosimilitud y el poderoso realismo de la historia atrape al espectador en esa lucha desesperada de los hombres hacinados en un penal por alcanzar el bien preciado de la libertad.

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