Título original: Prästänkan
Año: 1920
Duración: 71 min.
País: Dinamarca
Dirección: Carl Theodor
Dreyer
Guion: Carl Theodor
Dreyer. Historia: Kristofer Janson
Fotografía: George Schnéevoigt (B&W)
Reparto: Greta Almroth, Einar Röd, Hildur Carlberg, Olav Aukrust, Emil
Helsengreen, Mathilde Nielsen, Lorentz Thyholt, Kurt Welin.
Título original: Mikaël
Año: 1924
Duración: 93 min.
País: Alemania
Dirección: Carl Theodor
Dreyer
Guion: Thea von Harbou, Carl Theodor Dreyer. Novela: Herman Bang
Fotografía: Karl Freund,
Rudolph Maté (B&W)
Reparto: Walter Slezak, Max Auzinger, Nora Gregor, Robert Garrison,
Benjamin Christensen, Didier Aslan, Alexander Murski, Grete Mosheim, Karl
Freund, Wilhelmine
Sandrock.
…Mayúsculas elocuentes del cine mudo. Dos muestras del Dreyer temprano diverso: las tradiciones populares y la pasión del artista exquisito.
Rodadas con anterioridad a La
pasión de Juana de Arco, su primera película absolutamente dreyeriana, podríamos
decir, aunque sin el éxito de público que sí tuvo la anterior, el drama
antimachista, El amo de la casa, que estas dos películas de Dreyer, ¡tan
distintas!, contienen dos miradas del director que conviene rescatar para regocijo
del espectador. En la primera, La viuda del párroco, nos sorprende el
humor y el tono documental y folclórico de antiguas tradiciones noruegas, país en
el que se sitúa la acción. En la segunda, Michael, asistimos ya a la
puesta de largo de una técnica y de una concepción estética que será dominante
en el resto de su trayectoria, interrumpida durante casi diez años de
ostracismo durante los que solo rodó documentales y participó en la elaboración
de guiones ajenos. Sus dos obras máximas, junto con La pasión… se
quedaron para el final de su vida: Ordet y, la última, Gertrud.
Quienes hayan leído otras criticas en este Ojo sobre películas de Dreyer
ya sabrán que Ordet es para mí «mi» película por excelencia, aunque
reconozco, como sucede con estas dos que el genio de Dreyer se manifestó
prácticamente desde su comienzo, con El
presidente.
La viuda del
párroco parte de una situación inicial, se convoca un concurso oposición,
para entendernos, para cubrir la vacante de párroco en una aldea. Se presentan
tres aspirantes. De dos de ellos, salvo que miran por encima del hombre al
protagonista no sabemos nada. Del protagonista solo que va acompañado por su
novia, con quien únicamente se casará, con autorización preceptiva de sus
padres, cuando obtenga un puesto de párroco y pueda asegurarle a su hija una
vida «digna», que decimos ahora para casi cualquier cosa. Los primeros compases
están resueltos desde una doble perspectiva: el folclorismo de la costumbre y
el tono jocoso del comportamiento del protagonista en relación, sobre todo, con
el segundo contendiente, porque el primero es tan tedioso que duerme a todos
los asistentes al concurso. Una vez ganado el puesto y cuando se las promete
muy felices, viene la broma macabra sobre la que se edifica el desarrollo de la
película: el ganador del puesto está obligado a respetar el «derecho» —que también
decimos hoy para todo…— de la viuda del anterior párroco a desposarse con el
ganador de la plaza… Viuda que pasa de los ochenta años, naturalmente… La boda
se ajusta a los ritos noruegos y es un despliegue formal de cine documental,
pero la dialéctica que inaugura entre el flamante marido y la viuda, con
hechizos de por medio, porque a ella la acusan de brujería, por haber enterrado
ya a cuatro párrocos, va a desencadenar una serie de episodios a cuál más jocoso
para que los novios puedan gozar el uno del otro. A título anecdótico cabe
decir que la protagonista, la viuda, aquejada de cáncer, murió nada más concluir
la película, antes de la fecha de su estreno.
El sentido del
humor con que Dreyer narra lo que acaba convirtiéndose en una fábula moral es una
auténtica rareza en su obra, aunque, desde el punto de vista cinematográfico,
entronca con la dedicación al documental que le entretuvo hasta la realización de
sus dos últimas películas, una de ellas, Ordet, una película imposible
de describir, y de obligada visión para cualquier buen aficionado al séptimo
arte. Los dos jóvenes se presentan a la viuda como hermanos, y ella accede a
que la hermana viva en la misma casa, lo que, supuestamente, eso creen ellos,
podría facilitar sus encuentros amorosos, pero pronto vemos que el sistema de
rígido control de su marido que tiene Dame Margarete va más allá de las estratagemas
y ardides de los jóvenes. El final es tan sorprendente que no quiero revelar
nada sobre él. En todo caso, conviene destacar la interpretación del nuevo
párroco, Sofren, y de la viuda, Einar Rod y Hildur Carlberg, cuyos primeros
planos nos ofrecen un repertorio de estados psicológicos muy del estilo
posterior de Dreyer. La película nos muestra la vida cotidiana de una aldea,
los trabajos del campo y de la casa, y presta atención al mundo de objetos
propios de la austeridad con que se vivía en aquellos tiempos pasados, porque se
trata de una película histórica, se reflejan en ella costumbres del siglo
XVIII. Lo que es contemporáneo es la necesidad de «remover» el obstáculo que impide
la felicidad de los jóvenes, pero hasta ahí ha de llegar el espectador por sí
solo y disfrutar de la evolución de la trama. A mí me ha traído a la memoria El
pisito, de Marco Ferreri, porque la situación es muy parecida. Y he de
confesar que a humor negro no le gana Azcona a Dreyer, ciertamente…
Michael,
por su lado, es una película de su tiempo, radicalmente distinta de la
anterior, porque no es de producción sueca, sino alemana, rodada en la UFA y
con una notabilísima colaboración de personas tan determinantes en el auge del
cine alemán del primer tercio de siglo como la guionista Thea von Harbou, que
fue esposa de Fritz Lang o la presencia, detrás y delante de la cámara de toda
una institución del cine como Karl Freund, director de Las manos de Orlac
y cinematografista de directores como Murnau o Lang y, también, de Dreyer, en
esta película exquisita que debe mucho, sin embargo, más allá del prodigio de
la fotografía y de la soberbia nitidez de un blanco y negro que nos sorprende
mucho en 2021, a la dirección artística de Hugo Häring, un conocido arquitecto alemán que diseñó los
escenarios y el vestuario, elementos que juegan un papel muy destacado en esta
historia pasional en el ambiente exquisito de la residencia de un gran pintor. La
confluencia de grandes profesionales del cine para hacer esta película, de la
que hay una primera versión sueca de
Mauritz Stiller, de 196, titulada Las alas, basada en la misma novela de
Herman Bang, Mikaël (1904), se extiende al protagonista central, Claude
Zoret, el pintor famoso, quien fue interpretado por el también director de cine
Benjamin Christensen, lo cual, unido al breve papel que desempeña Karl Freund
en la película nos ofrece una nómina estelar para la producción y realización
de una obra que alcanza cotas expresivas de poderosa intensidad, amén de tratar
un tema, el amor homosexual, prácticamente inédito aún en las pantallas de todo
el mundo. Es cierto que la sublimación espiritual, casi paterno-filial, con que
se disfraza permitía su exhibición sin alterar drásticamente los estándares de
la moral convencional, pero no cabe duda de la naturaleza de ese amor que condicionará
la relación entre el artista consagrado y el modelo que le ha permitido
alcanzar la cima de su arte, después de haberlo disuadido de seguir una carrera
de pintor para la que su protector no lo veía capacitado (aunque, por el
desarrollo de la trama, intuimos que algo había de interés inconfesable en ese
juicio estético sobre las obras del joven).
Michael
es una orgía estética de primera magnitud prácticamente desde el inicio de la
historia. La casa del pintor, donde transcurre casi toda la película bien puede
considerarse un auténtico museo en el que destaca una escultura clásica
gigantesca y una galería de obras pictóricas estrechamente relacionadas con el pasado
y el presente de los personajes, por el
que se mueven estos, con muy diferentes atavíos, pero todo ellos dignos de
nota, y en el que Dreyer escoge los mejores ángulos para el festival de
primeros planos que van a hacernos sentir toda la intensidad de las pasiones
que están en juego.
La aparición de una princesa rusa que
quiere ser pintada por el maestro, junto con la presencia constante de su biógrafo,
celoso en todo momento de la predilección de este por el subyugante Michael,
cuya belleza explora la cámara de Dreyer con el mismo entusiasmo con que
explora el amargo desengaño del pintor cuando su «protegido» es seducido por la
princesa y el incauto joven se atreverá a robar incluso obras del maestro para
hacer frente al lujoso ritmo de la princesa, dan un giro a la trama que va a
marcar un punto de no retorno, porque, poco a poco, el pintor percibe cómo el
joven se va alejando de él, acaso para no volver. De hecho, cuando acaba el
retrato de la princesa está enojado porque no ha sabido captar la viva mirada
de la joven. En ese momento, le cede los bártulos a su protegido y este, tras
unos primerísimos planos del encuentro de las miradas de los jóvenes, consigue
retocar el original para darle a la mirada la vida que le faltaba, algo que «solo
la juventud puede captar», reconociendo, humildemente, que la diferencia de
edad entre él y Michael es determinante en el entusiasmo del joven con la
princesa. Quiero destacar la escena en que Micharl sube a la princesa a su aposento en el piso superior, al que acceden por una escalera de caracol. Al llegar, en la repisa de un mueble la joven repara en unos muñecos de goma que representan a grandes directores y actores del cine, lo cual ha de leerse en clave metacinematográfica como un entrañable homenaje a maestros de quien Dreyer aprendió.
La película, insisto, es de una belleza
arrebatadora, y Dreyer consigue unos planos que nada tienen que envidiar a los
mejores de sus obras cimeras ya señaladas. El exquisito ambiente del palacio-museo
del pintor, quien es reconocido como «gloria de la nación» tras haber pintado
un autorretrato en que exhibe el dolor terrible que siente, bajo unos cielos
que han sido tomados de los cielos árabes pintados en los bocetos de uno de sus
viajes, lo cual, en cierto modo, anuncia su muerte no muy lejana, se convierte en
un escenario privilegiado al que Dreyer le arranca las mejores imágenes
imaginables, como cuando el fondo de las tomas del pintor despechado son imágenes
religiosas que aluden a otra pasión muy distinta…
La relación entre el joven esquilmador y
el pintor famoso sigue la pauta de la ingratitud y de la tiranía del consagrado
que, acaso, cree tener a todos bajo sus órdenes, como tiene al servicio que le asiste.
La historia, por lo tanto, sigue esos dos caminos, el de la rebelión y el de la
revelación de las profundidades del alma humana. Todo ello nos lo sirve Dreyer
con una experimentación formal en cuanto a los picados y contrapicados de la
cámara muy sorprendente y personalísima. Es fácil intuir en esta película el
influjo determinante que hubo de tener en Luchino Visconti, por ejemplo, pero
también en muchos otros que hallaron en esta película un modo de contar la
historia a través de movimientos de cámara muy sutiles y de encuadres
innovadores.
No me atrevo a revelar más de la película,
y sí a pedir a los aficionados al mejor cine que no dejen de verlas, ambas,
porque es difícil no asentir a las propuestas de Dreyer en cada una de ellas, y
más difícil aún no dejarse cautivar por el sentido del humor y la moral de la
primera, y por la exquisitez estética de la segunda.
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