jueves, 22 de julio de 2021

«El ring» y «El enemigo de las rubias», de don Alfred Hitchcock…


Título original:  The Ring

Año: 1927

Duración: 133 min.

País: Reino Unido

Dirección: Alfred Hitchcock

Guion: Alfred Hitchcock, Alma Reville

Fotografía: Jack E. Cox (B&W)

Reparto:  Hunter, Carl Brisson, Lillian Hall-Davis, Harry Terry, Gordon Harker, Charles Farrell, Minnie Rayner, Forrester Harvey, Billy Wells, Clare Greet.

 









Título original: The Lodger: A Story of the London Fog

Año: 1927

Duración: 92 min.

País: Reino Unido

Dirección: Alfred Hitchcock

Guion: Alfred Hitchcock, Eliot Stannard. Novela: Belloc-Lowndes

Fotografía: Gaetano di Ventimiglia (B&W)

Reparto: Ivor Novello, Marie Ault, Arthur Chesney, June, Malcolm Keen, Eve Gray, Reginald Gardiner.

 

 …Dejando bien clarito de quién hablamos, ¡y sin una palabra más alta que otra! Un melodrama genial sobre  el mundo del boxeo y la primera versión de The Lodger, de Marie Adelaide Belloc Lowndes.       


           Está claro que la época muda de Hitchcock les debe de parecer a los espectadores comunes de las mejores películas de Hitchcock algo así como un tiempo de «ensayos», casi de meritoriaje, en la que poco o nada se les ha perdido, teniendo en cuenta las maravillas que rodó en la época sonora. Les da igual, imagino, que algunas de las mejores películas de todos los tiempos sean anteriores a la llegada del sonoro y que se trate de una etapa del cine de total, plenitud. De hecho, la primera película sonora de Hitchcock, Blackmail, «Chantaje», tuvo dos versiones, una hablada y la otra muda. Sometido un público al visionado de las dos versiones y obligados a escoger cuál era más de su agrado, no dudaron, de forma mayoritaria, en preferir la versión muda. ¡En un momento en el que el sonido hacía auténtico furor! En fin, sea como fuere, lo que quiero defender es que todos aquellos aficionados que se abstengan de ver las películas mudas del gran director británico se perderán películas muy interesantes y alguna, como The Ring, una auténtica joyita dentro de su género, porque los aciertos visuales de la película, las tomas innovadoras y el desarrollo de una historia que mezcla dos ambientes muy distintos, la feria de pueblo y el mundo del boxeo profesional, nos ofrecen, como resultado, una verdadera obra de orfebrería.

         Lo primero que llama la atención de The Ring es la ambientación en una feria de los primeros compases de la película, cuando un campeón de boxeo coquetea con la vendedora de entradas del espectáculo en el que un boxeador desafía a cualquier grandullón que se atreva a pelear con él a aguantarle más de un asalto, de donde le viene su apodo «one round» Jake. Este contempla, inquieto, el coqueteo de ella, su prometida, con el boxeador profesional, a quien reta, como a cualquier fortachón que se acerca. Finalmente, acepta y el profesional acaba noqueándolo tras algunos asaltos. El empresario le paga la recompensa y este le compra un brazalete a la taquillera e invita al vencido a convertirse en su sparring profesional. A partir de entonces, la acción ya se desplaza del mundo de la feria, con sus carretas y la echadora de cartas que le predice a ella su unión con una suerte de «macho alfa», a la ciudad y se inicia el melodrama del triángulo amoroso entre los tres protagonistas, una vez que, al mejorar su posición, el sparring y la taquillera se casan, boda a la que asiste el ahora jefe de él, y en quien ella aún tiene puesta la mirada del deseo. Visualmente, y aunque se lo chafe a alguien que haya decidido verla, no me resisto a destacar el juego de imágenes que se generan con el brazalete, convertido, en broma, en un anillo de boda. Cuando, tras no pocas indecisiones de ella, accede a casarse con el sparring y se celebra la boda, en el momento en que él introduce el anillo de casados en el dedo de la esposa, el brazalete desciende desde el antebrazo hasta la muñeca, lo que Hitchcock capta con un primer plano de ambas joyas que la esposan doblemente: al marido y al amante.  ¿No es un hallazgo extraordinario? ¿No es eso, en definitiva, la esencia del lenguaje cinematográfico? Pues momentos tan ingeniosos como ese también los encontrarán los espectadores en el cine mudo del maestro.

         Instalarse en un lujoso piso y tener una posición saneada no evita que la protagonista siga teniendo «el corazón partío», y la historia, plenamente urbana, ya, con sus fiestas locas, como la de la magnífica actuación de una pareja de danzarinas de music hall, en nítido contraste con la vida ascética de los deportistas cuando han de preparar los combates, una escena contemplada por el marido a través del reflejo en un espejo, superficie donde acaba proyectando incluso el beso adúltero que no se produce en la realidad, pero que provoca su ridícula aparición patética en medio de sarao, convierte la historia en un aguzado melodrama que, como era de esperar solo podrá resolverse con el enfrentamiento entre los dos hombres sobre el ring, cuando el marido, poco a poco, vaya ascendiendo en los carteles anunciadores desde los combates de relleno a los combates estelares. En ese sentido, ¡qué quedada inmensa con los espectadores la del mago Hitchcock! Un anuncio de peleas que ocupa toda la pantalla parece ser una ampliación de un cartel que se irá reduciendo a medida que el zum retroceda para ampliar el campo de la imagen, pero a don Alfredo no se le ocurre otra cosa que hacer pasar por delante del cartel las cabezas y poco más de los transeúntes, casi como un desfile de hormigas, lo que da una idea de las dimensiones reales del anuncio. En fin, una imaginación, la suya, desbordante y prácticamente inacabable. A veces, como en la célebre escena de la ducha en Psicosis, como un remedio para evitar que la censura le impidiera mostrar demasiado… El espectadort hará bien en prestar atención al modo como el cineasta juega con algunos rótulos en la película, integrándolos en la trama de una forma muy imaginativa.

         Sí, no hay duda de que ciertos prestigios están consolidados en una trayectoria, y que no hay película buena que salga «al azar», sino de la constancia en buscar soluciones visuales que nos permiten, como las metáforas, condensar lo real.  Me resisto a desentrañar los vaivenes de ese melodrama, pero puedo asegurar que se sigue como si fuera una de sus clásicas películas de suspense. Con decir que los primeros intertítulos de la película tardan casi quince minutos en aparecer, ya doy a entender la poderosa capacidad narrativa inequívoca de los planos de don Alfredo. Sorprenden las tomas cenitales de los combates en el ring, ¡pero más sorprende, para la mentalidad de hoy, que ese ring esté instalado en el Royal Albert Hall, adonde cualquiera ha ido a oír sus famosos Proms…! Llama, así mismo, la atención, el interés que le despierta a Hitchcock la presencia de la prensa hablada y escrita en una plataforma desde donde siguen el desarrollo de los combates. Me ha recordado un plano muy similar al de Fritz Lang cuando retransmiten el despegue del cohete en su película La mujer en la luna, a la que la película de Hitchcock se adelanta dos años.

         Llevo tiempo insistiendo en que se va haciendo de todo punto necesaria una monografía en la que se estudie la importancia de las ferias en las historias de las películas. Claro que en sus inicios el cine era espectáculo de barraca de feria, pero ha de reconocerse que este le ha pagado con fidelidad aquel nacimiento, porque es sorprendente el número de obras excelentes que transcurren en ese ambiente. Ello da pie, por ejemplo, a algún chiste visual inocente, como cuando, el día de la boda, las hermanas siamesas están en el pasillo de la iglesia y cada una de ellas quiere sentarse en un lado distinto de la nave. Pensemos, sin ir más lejos, en la importancia de la feria en Extraños en un tren, del propio Hitchcock. En fin, queda hecha la sugerencia. A ver cuándo algún crítico «pata negra», no un diletante como yo, se mete en harina y Wonder Wheels… varias.

         El enemigo de las rubias, un título que tira para atrás, respecto de El inquilino, traducción apropiada del original novelístico, es la primera adaptación cinematográfica de una novela que tuvo cinco, de las cuales he criticado una en este ojo, la de Hugo Fregonese, titulada aquí Jack el destripador pero, originalmente, Man in the attic, un título más adecuado, e interpretada soberbiamente por Jack Palance. La más reciente es de David Ondaatje, de 2009, titulada The Lodger, como toca. Hitchcock subtitula la suya, «una historia de la niebla londinense» dando a entender el parentesco entre la película y la novela y el «caso» en que esta se inspira, los crímenes del ya mítico Jack, el destripador, lo que justifica unos títulos de crédito muy sorprendentes para la época.  Con todo, y salvo al final de la película, son pocas las escenas en las que la niebla tiene esa presencia que incluso justifica su presencia en el subtítulo. Hitchcock ha jugado más con la ambigüedad del personaje en el interior de la casa en la que el inquilino misterioso acaba enamorándose de la hija de los propietarios  y suscitando unos recelos que el maestra dosifica, eso sí, con un mimo muy propio de sus películas posteriores. El protagonista, Ivor Novello, se presenta con ribetes de personaje exquisito y un punto afeminado, por sus modales y gesticulaciones, que desconciertan a los espectadores. Nada que ver, por supuesto, con la versión de Fregonese, más libre me parece, en la que incluso aparecen números musicales. Ella, eso sí, sigue siendo la novia del inspector de policía a quien «promocionan» asignándole la investigación del caso. En parte inducido por la madre de ella, en parte por los celos que lo atormentan, pues no puede no ver la preferencia que muestra su novia hacia el inquilino misterioso, todo el afán del novio despechado es acorralar al inquilino y detenerlo, acusándolo de asesinato. La historia, que sigue un guion muy diferente de la de Fregonese, tiene aún un giro sorprendente que no le quiero chafar a nadie y que conviene ver detenidamente, porque parece que Hitchcock se haya adelantado sus buenos años a Furia, de Fritz Lang.

         Ya no hay aventureros empresariales dignos de tal nombre, porque, de haberlos, ¡cómo es posible que a nadie se le haya ocurrido aún abrir una sala dedicada en cuerpo y alma a la recuperación de las grandes películas del cine mudo, debidamente contextualizadas! ¿A qué esperan las cadenas de televisión, por ejemplo, para hacer lo mismo? ¡Que no se pierdan en el olvido y hayamos de rescatarlas como estatuas romanas del fondo del Adriático, películas que justificarían, hoy, la carrera de cualquier cineasta!

 

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