jueves, 29 de diciembre de 2022

«El fósil», de Masaki Kobayashi, entre Visconti y Antonioni, con «Ikiru» al fondo...

 

El vuelo agorero de lo fatal en las postrimerías: un viaje a Europa y al corazón atormentado de una biografía.

 

Título original: Kaseki

Año: 1975

Duración 200 min.

País: Japón

Dirección: Masaki Kobayashi

Guion: Shun Inagaki, Takeshi Yoshida. Novela: Yasushi Inoue

Música: Tôru Takemitsu

Fotografía: Kôzô Okazaki

Reparto: Shin Saburi; Mayumi Ogawa; Keiko Kishi; Komaki Kurihara;  Haruko Sugimura;

Hisashi Igawa; Tetsuo Hasegawa; Seiji Miyaguchi.

 

         Continúo con mi inmersión en Kobayashi para conocer el pasado y la evolución de una filmografía que rozó la perfección con Harakiri y La condición humana. Como si fuera obra de la predestinación, la Filmoteca de Cataluña ha programado un enero del 23 Kobayashi/Sirk para el que ya hemos reservado los días y las horas preceptivas mi Conjunta (sirkiana de pro) y yo.

Esta vez le toca el turno a una película de su última época y supone un cambio radical respecto de las ya vistas, no solo por el uso del color, sino por la elección del protagonista, un empresario que acaba de enviudar y que no sabe si haber dedicado su vida tan intensamente al trabajo, a la creación y expansión de su empresa, ha sido una equivocación. Un viaje de dos meses a Europa lo encara como un descanso y, a la vez, como un periodo de reflexión. Va acompañado de un ayudante con quien mantiene la distancia pero a quien agradece su solícita dedicación, aunque el jefe le reproche el celo y le recrimine que parece “su esposa”, cuando, en realidad, el hombre ha visto síntomas en el comportamiento del jefe que le hacen sospechar de que algo malo le pasa o está a punto de pasarle.

Lo que más llama la atención de esta película es lo mismo que me hizo gratísima la de David Lean, Summertime, que transcurre en Venecia, filmada con una sensibilidad artística, más que turística, que acaba descubriéndote una visión insólita del más conocido de los destinos turísticos del mundo. Lo mismo ocurre aquí en tres espacios perfectamente identificados: París, España [Granada y Córdoba] y la Borgoña. En París es donde el empresario instala su cuartel general, en un hotel antiguo y señorial en el que reina la tranquilidad y está el cliente rodeado de belleza. En un parque aledaño al hotel es donde el protagonista se cruza con una mujer japonesa que la impresiona por su presencia, más que por su belleza, aunque también acredite esta. Esa mujer madame Marcellin se acaba convirtiendo en una suerte de obsesión para él, y acaba identificándola, además, con la presencia de la muerte que parece haber sido enviada a buscarlo. En España, los dos viajeros se desplazan a Granada, para conocer la Alhambra, y a Córdoba, para conocer su Mezquita. La ciudad de Córdoba le parece una joya llena de silencio y tranquilidad, muy acorde con su taciturna personalidad. Llama la atención la visita al tablao en el que, a pesar del ritmo frenético de las bulerías que interpretan las bailaoras, el protagonista se queda profundamente dormido en su silla. El viaje a Borgoña lo hará con ella y con un joven empleado de su empresa en París y su esposa, y en la visita a los templos románicos de la zona se le cruzarán las dos presencias, la de Marcellin y la de la muerte, porque halla en esos templos desiertos una paz que le parece el lugar escogido para dejar de existir.

Esta tendencia mortal no es un estado de ánimo, sino que, a lo largo del viaje, sus dolores de vientre acaban resolviéndose en una visita al médico a la que lo fuerza a ir su ayudante, porque se teme lo peor, que es lo que sucede. Una llamada al ayudante que él contesta haciéndose pasar por él, le descubre que sufre un cáncer de colon que necesita una segunda opinión y una urgente hospitalización para determinar si es operable o no. Un diagnóstico que, como todo lo referido a su persona, hurta al conocimiento de su ayudante, a quien le da permiso para que haga solo la etapa italiana del viaje, mientras él acude a visitar la Borgoña.

La morosidad narrativa es la señal más destacada de la película, porque el hermetismo del protagonista va a la par con su introspección y su necesidad de aislamiento. Días enteros los pasa en su cuarto, y a veces sufre los fuertes ataques de su dolencia que dan con él por los suelos. La resistencia típica del luchador que ha construido un imperio comercial: «este cáncer no va a poder conmigo» contrasta con el impacto emocional que le produce saber que sus expectativas de vida pueden no superar el año, lo que, sin apenas cambiar la expresión de su rostro, lo va a llevar, eso al menos le parece al espectador, a considerar la idea del suicidio.

El regreso a casa abre un nuevo tramo de la película, porque, siguiendo con la exploración de lo que ha sido su vida, ahora ha de enfrentarse a un nuevo diagnóstico, a sus hijas, una de las cuales no tarda en dar a luz, a su madrastra, con muestras de demencia senil, a su hermano, un doctor, y a un viejo compañero de armas de la guerra con quien tiene la más emocionante conversación que da título a la novela, porque le enseña un muro de un local que no es de piedra, sino una suerte de roca fósil en que se han depositado miles y miles de años de vida orgánica, en una analogía con los recuerdos que se van acumulando en nuestra vida y que, en cierto modo, la definen.

Hay algo del Ikiru de Kurosawa en esta introspección psicológica en un personaje en las antípodas de los héroes habituales de las películas de Kobayashi, porque se trata, también, de un personaje que busca la redención y la esperanza. Si me he atrevido a relacionarlo con los dos grandes directores italianos, ello se debe al especial mimo con que Kobayashi filma la belleza del arte francés y español, y sus paisajes, y al silencio hermético en que se refugia el protagonista, dado a la incomunicación en parte por soberbia, en parte por desconocimiento de sí mismo. ¡Ay, la fragilidad impenetrable de los hombres decididos!

La película, si alguien echa de menos una acción exterior que aquí no va a encontrar, bien puede ser apreciada por su valor «documental» de un arte europeo que trasciende, por supuesto, la trama y se ofrece al espectador con todo su diamantino simbolismo. Perderse en los paisajes y en las joyas arquitectónicas que nos muestra la película, incluso en detalles magníficos, como la Eva de piedra de la catedral de Saint-Lazare o el espectacular recorrido por el museo Rodin en París, que bien valen, por sí mismos, el visionado de esta película intimista y emocionante, porque lo que está en cuestión es una trayectoria vital que, identificándose socialmente con el «éxito», no ha deparado a su protagonista sino una vejez sombría y desolada.

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