jueves, 8 de diciembre de 2022

«La extraña pasajera», de Irving Rapper, un sólido melodrama «a lo Sirk».

 

Rodada casi al tiempo que Casablanca, en 1942, un melodrama de poderosos fundamentos con una Bette Davis ejemplar y dueña de poderosos registros interpretativos: el drama de los hijos no deseados y el amor imposible y sublimado.

 

Título original: Now, Voyager

Año: 1942

Duración: 117 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Irving Rapper

Guion: Casey Robinson. Novela: Olive Higgins Prouty

Música: Max Steiner

Fotografía: Sol Polito (B&W).

Reparto: Bette Davis; Paul Henreid; Claude Rains;  Gladys Cooper; Bonita Granville;  John Loder; Ilka Chase;  Janis Wilson;  Lee Patrick; Franklin Pangborn.

 

         No es capricho, indicar el año en que fue rodada la película, porque, además de que participan en ella dos intérpretes que también lo hacen, y muy destacadamente, en Casablanca, de Michael Curtiz, Claude Rains y Paul Henreid, se da la circunstancia de que hay una despedida entre los dos enamorados protagonistas de La extraña pasajera en el aeropuerto de Río que prácticamente «calca» la intensidad emocional de la de Bogart y Bergman, salvando las distancias, claro está, en cuanto a la trama de ambas. El hecho de que se estrenaran con un mes de diferencia y el éxito que rápidamente alcanzó Casablanca eclipsaron en cierto modo este magnífico melodrama dominado de cabo a rabo por ese monstruo cinematográfico que fue la siempre altanera e indomable Bette Davis, de quien acabó incluso dependiendo qué director había de rodar esta película, y le tocó al inglés  Irving Rapper, amigo suyo, quien catorce años después rodaría El bravo, con guion de Dalton Trumbo quien, bajo seudónimo obtuvo el Oscar, y quien dirigiría a Davis en otras tres películas. Se trata de un director con hechuras clásicas que rápidamente se especializó en los melodramas, como el presente, si bien pesan actualmente sobre él la sobredimensión de las convenciones sociales a las que se enfrentan los protagonistas, tan románticamente enamorados como socialmente sumisos. Recuerdo haber visto de él otro melodrama con Gene Kelly y Natalie Wood, Nací para ti, pero queda muy por debajo de la calidad de este.

La historia tiene una deriva psiquiátrica muy notable, porque se abre con la presencia de un psiquiatra en la casa de una vieja familia bostoniana en la que una de las hijas vive casi completamente recluida, dominada por una madre tiránica que la humilla hasta anularla, sin duda porque, como se sabrá más tarde, se trata de una hija deseada. El psiquiatra consigue arrancarla de las garras de la madre y llevarla a su sanatorio, donde el simple contacto con la tolerancia y la libertad consiguen una rápida recuperación. De él, ya restablecida,  la despide el psiquiatra con el verso de Walt Withman  que da título a la película en inglés:  Now, Voyager, sail thou forth, to seek and find. Se inicia, entonces, la gran aventura de la metamorfosis del «patito feo», ¡y a fe que es extremadamente convincente la caracterización de la Davis, con vestidos de mercadillo, las gafas y un peinado diseñado por su peor enemigo!, en una espléndida mujer que se embarca en un viaje de placer por mar en el que lucirá unos modelos, escogidos, ¡cómo no!, por la propia Davis!, que atraerán el interés de todos los pasajeros por conocer la identidad de la «extraña pasajera», tan poco sociable… hasta que la figura de Paul Henreid logra vencer el retraimiento y la timidez de la joven y se establece entre ellos una corriente de simpatía mutua que, a pesar de reconocer él que es un hombre casado —¡fantástico el cruce de fotografías familiares, y como él la busca a ella sin encontrarla en aquel atuendo antes descrito!—, va a ir progresando hacia un enamoramiento cada vez más intenso, máxime cuando, como en los buenos melodramas, él se presenta atado a un matrimonio y, sobre todo, a una hija que depende emocionalmente de él y que es —¡qué sería del melodrama sin estas coincidencias!— otro patito feo e hija no deseada. El espectador puede leer esto con total tranquilidad, porque el metraje es largo y da para muchas vueltas y revueltas.

De vuelta a Boston, una nueva vida de empoderamiento se inicia para la protagonista, y parte esencial de ella es sacudirse el autoritarismo materno sin renunciar a cuidarla y sin permitir sus injerencias en cómo ella ha de gobernar su propia vida, lo que dará pie a algunos encontronazos. Todo discurre con la normalidad de quien va olvidando su amor imposible e incluso acepta una proposición de matrimonio que tiene toda la tranquilidad propia de los partidos excelentes, pero ni un átomo de la pasión que ella ha conocido en brazos de su primer amor, cuya huella indeleble está claro que no puede ser borrada así como así.

La condición social de los personajes marca mucho el estilo sofisticado de la trama, tanto en los escenarios naturales —aunque se usa mucho metraje complementario para evitar un incremento de los costes de producción— como en los interiores, los cuales dominan ampliamente en la película, sin que ello le reste ni un ápice de emoción a la doble aventura, amorosa y de liberación individual, de la protagonista.

Quizás podría seguir con la sinopsis, pero cuando, poco antes de comprometerse en matrimonio, aparece en una fiesta en su casa su enamorado, y vuelve ella a sentir las llamas de la pasión, la película da un giro muy notable y comienza el hermoso acto final de la sublimación forzosa de la pasión, que se alarga por unos derroteros sobre los que algo insinué líneas arriba.

Un melodrama no lo es si sus intérpretes no nos permiten meternos en sus pellejos y vivir «desde dentro» tan intensa pasión, sentir esa convulsión como propia y desear no separarnos nunca del beso o del abrazo que nos da literalmente la vida. Y en ese apartado sí que Bette Davis y Paul Henreid están a la altura de los enormes melodramas de Sirk.

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