sábado, 10 de diciembre de 2022

«As bestas», de Rodrigo Sorogoyen o la «buena» vecindad…

El «territorio» que «imprime carácter» o la otra cara del bucolismo…

Título original: As bestas

Año: 2022

Duración: 137 min.

País:  España

Dirección: Rodrigo Sorogoyen

Guion: Isabel Peña, Rodrigo Sorogoyen

Música: Olivier Arson

Reparto: Marina Foïs; Denis Ménochet; Luis Zahera; Diego Anido; Marie Colomb; Luisa Merelas; José Manuel Fernández y Blanco; Xavier Estévez; Gonzalo García;  Federico Pérez; Javier Varela; Pepo Suevos; Machi Salgado; Emile Duthu.

 

         El elogio de la naturaleza, de la belleza del cultivo de la tierra y de las muchas exigencias y gratificaciones del trato con las bestias, del bucolismo en general, lo solemos entonar los urbanitas con un desconocimiento bastante notable de lo que supone no haber tenido más que esa circunstancia desde que se nace hasta la edad adulta. Y de eso trata esta dura película inspirada en un suceso real, aunque, muy a lo lejos, los aficionados al cine enseguida rastreamos una vieja e impactante película con la que esta comparte algún vago parecido, siquiera sea en el modo como se va tensionando la situación hasta llegar a la apoteosis final o, en este caso, al anticlímax: que prece al frío desenlace, me refiero a  Perros de paja, de Sam Peckinpah, con un soberbio Dustin Hoffman y un desenlace magistral.

         La vecindad, y más cuando hay contenciosos pendientes entre los vecinos, suele deparar excelentes tramas, como la no demasiado vista Buenos vecinos, de Hafsteinn Gunnar Sigurðsson, cuya crítica titulé «Islandia no es el paraíso», un título que bien podría valer para la película de Sorogoyen, cuyas primeras imágenes tan definitorias son de lo que acontecerá después. Tan es así, que me parece muy difícil aguarles la fiesta a los espectadores que vayan a verla si se hace una sinopsis que desvele incluso el desenlace. Lo importante, como casi todo en la vida, no es el resultado final, sino el trayecto. De hecho, como acabo de decir, esas primeras imágenes, tan violentas, de los mozos tumbando al caballo salvaje para cortarle las crines,  aunque aquí no se haga en el corral donde manda la tradición, son harto expresivas de los derroteros que seguirá la trama, algo que se intuye, sin más, desde las primeras interactuaciones sociales entre el francés y sus vecinos, sobre todo dos hombres, uno de ellos con cierto retraso mental, que parecen extraídos del propio terreno como las hortalizas o tan aclimatados a él, y sus exigencias, como el ganado que cuidan.  Si el matrimonio francés representa la libertad de tránsito y de asentamiento, como los de  los caballos cimarrones de los montes gallegos.

         El contencioso aparece enseguida, y en ello tiene un cierto punto de contacto con Alcarrás, de Carla Simón, porque si en la Franja catalanoaragonesa son los «huertos» solares los que acaban con los frutales, en As bestas son los «parques» eólicos a los que solo dos vecinos propietarios de unos terrenos comunales se niegan  a vender para instalarlos: los franceses y  otra pareja con la que aquellos se avienen. Esa tirantez está en la base de todo, pero luego se van añadiendo otras consideraciones que sitúan el enfrentamiento más cerca de lo que podría entenderse como  «lucha de clases», aunque, en uno de los mejores diálogos de la película, en la que no abundan, los lugareños que odian al francés —para ellos la mujer no cuenta, pero ella les reserva una sorpresa…—, los cetrinos nativos de una de las cuatro casas dispersas que forman la aldea, odian al francés porque este ha tenido una vida ciudadana, ha estudiado y ha tenido, en definitiva, la oportunidad que ellos, atados por su madre, a la tierra y al ganado, nunca han tenido. La pregunta clave, ¿y qué haríais con el dinero de los molinos?, la responde enseguida el hermano desafiante, ¡un papel magistral de Luis Zahera!, justo oponente del inconmensurable de Denis Ménochet, que le da una réplica magnífica: comprar un taxi e instalarse en Orense. O sea, la vuelta a la naturaleza de los urbanitas es el reverso del deseo todopoderoso de los lugareños: emigrar a la ciudad y trabajar en algo que los aparte de la tierra y de las bestias.

         Se dilucidan en la historia, así pues, asuntos no menores, pero ha de reconocerse que los lugareños están descritos como habitantes de lo que quizá deberíamos llamar la Galicia profunda, pues ese concepto usamos para el cine usamericano y sus comunidades diminutas con personajes como estos hermanos bravucones y dispuestos a hacer de sus arbitrariedades ley. La selección de la oscura cantina donde se fragua el enfrentamiento, alimentado más por el resentimiento social, propiamente, que por una pertenencia de clase, es impecable y nos retrotrae, todo sea dicho salvando las distancias pertinentes, a las novelas de doña Emilia Pardo Bazán, esas dos joyas del naturalismo novelístico del XIX que son Los pazos de Ulloa y La madre naturaleza, porque a esa raigambre pertenecen ambos hermanos y la propia madre, que también juega su papel.

         La realización de Sorogoyen tiene la virtud de sujetar y dosificar a su antojo la tensión con una habilidad sorprendente. Vale que el protagonista francés colabora lo suyo, dado el pacifismo al que parece adscrito, por duras que sean las provocaciones de los hermanos, pero Sorogoyen alimenta la historia con las dificultades de la pareja gala para sacar adelante su explotación agrícola y ello permite empapar la obra con una presencia dominante de la naturaleza, sea la que rodea la casa, sean los bosques por donde camina el hombre con su perro, a quien el hermano sin luces parece tener más dominado que el propio amo, por cierto, lo que genera una mayor inquietud al espectador, quien asiste impasible al cerco que se estrecha en torno al atrevido personaje opuesto a las explotaciones de las renovables que acaban con el paisaje y con las nobles artes de la agricultura y la ganadería, o poco menos.

         Ya lo he dicho, no puedo extenderme sobre el desarrollo de la historia, pero la potencia de las imágenes y la violencia de las relaciones humanas convierten la película en una auténtica experiencia. Es cierto que, en ocasiones, la película roza el tremendismo de algunas series televisivas, y bordea ese peligroso sendero de las realizaciones netflixianas, pero la aparición de la hija de los franceses y un diálogo estremecedor con la madre la apartan de ese peligro. ¡Cómo se adensa de significado sobre las relaciones humanas la película con ese diálogo entre madre e hija, tan lleno de reproches como de amor! ¡Y de qué manera se extiende la amenaza a la propia hija, en ciertas miradas inquietantes, en ciertos movimientos sospechosos, en ciertas insinuaciones o conatos de peligro!

         Bien merecida tiene la fama, la película, y daba gusto estar en una sala totalmente llena, bastantes semanas después de su estreno. No se la pierdan.

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