Las casas
vivas del terror psicológico y la inocencia torturada.
Título original: Burnt
Offerings
Año: 1976
Duración: 116 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Dan Curtis
Guion: William F. Nolan, Dan Curtis. Novela:
Robert Marasco
Música: Bob Cobert
Fotografía: Jacques R. Marquette
Reparto: Karen Black; Oliver Reed; Bette Davis; Lee Montgomery; Burgess Meredith; Eileen Heckart; Dub Taylor.
Quizá la dedicación de Dan
Curtis al circuito televisivo, para el que dirigió buena parte de sus
proyectos, lo haya apartado del conocimiento general de los aficionados al
cine, pero Pesadilla diabólica es una película que puede depararle ese
gran público que quizás incluso ignore, como yo mismo, que esta película existe
y ha resistido perfectamente el paso del tiempo, lo que no es poco para un
género, el del terror, en su variante psicológica y de posesión, en el que el
tiempo suele causar estragos en buena parte de las películas que acaso tiempo
atrás lograron levantar escalofríos en la audiencia y no pocos temblores de
mandíbulas y rodillas. Confieso que la he visto en Filmin porque el gancho
publicitario era potente: “La película de terror favorita de Stephen King”.
¡Cualquiera la pasa por alto! Conceder el beneficio de la duda no me cuesta
nada, y comienzo muchas películas de las que acabo desertando mucho antes de
cumplirse siquiera el cuarto de hora. En
esta, sin embargo, y a pesar de que la estética e los 70 no es muy agradable
para la vista, no solo he permanecido ese cuarto, sino todo el metraje, a pesar
de que se alarga excesivamente. Todo sea por que el previsible final llegue
cuando debe, esto es, cuando va a coronar todos los momentos dramáticos de los
que parecía que la familia iba a librarse…
Las casas del terror, góticas, por
definición, tengan el estilo arquitectónico que tengan, suelen remitirnos a
siglos pasados o a templos de pasiones prohibidas, pero la de esta película
tiene un profundo aire sureño e incluso tiene una piscina que se convertirá en
uno de los espacios terroríficos por excelencia en, al menos, dos ocasiones. Lo
importante, para el espectador, es que no se trata de un montón de materia
inerte, sino de un organismo vivo, capaz de influir en los comportamientos de
quienes la habitan, desde los profundos misterios que esconde y que van a
condicionar la totalidad de la trama, sin que nunca sepamos exactamente qué
clase de fenómenos normales o paranormales están sucediendo, porque nuestro
punto de vista coincide siempre con el de los personajes, que asisten, con muy
diversas conductas, a cuanto ocurre.
Una familia de clase media, con la vieja
tía incluida, alquila una mansión lujosa por un precio ridículo que hace
sospechar al marido, pero todo se aclara cuando saben que ese precio se debe a
que los hermanos que la alquilan dejan a su cargo a su inválida y vieja madre,
a quien tienen que servirle la comida, pero que raramente saldrá de su cuarto,
por lo que podrán hacer su vida de forma cómoda e independiente de la
inquilina.
Poco a poco, la vida normal en la casa,
que incluye la limpieza de la piscina para volver a llenarla de agua y poder
disfrutar de ella, o el invernadero en el que todo está mustio y descuidado,
discurre con una sola excepción: la única que atiende a la inquilina heredada
es la mujer, quien se encarga de llevarle la comida y retirársela y, muy
raramente, entra a verla. Ni el marido, ni la tía, ni el hijo suben jamás al
último piso donde habita la matriarca de una familia por cuyos retratos a
través de las generaciones se pasea la cámara con morosidad propia de estos
relatos de terror. En el desenlace, sin embargo, hallaremos la justificación de
esos barridos de cámara.
La película está llena de viejas y
nuevas luminarias, Bette Davis y Burgess Meredith, entre las primeras, y Oliver
Reed y Karen Black, la diosa bisoja del terror, entre las segundas. Meredith
tiene un papel cortísimo, pero viene a ser como un prólogo que advierte a los
espectadores de lo que les espera a los incautos veraneantes, y la Davis, con
su habitual presencia, inspiradora de inusuales contratiempos, contribuye a
crear una atmósfera desasosegante que es el primer mandamiento del género,
porque o el presentimiento de «lo peor» flota alrededor de las vidas de los
personajes, como un aura fatídica, o la película no cumple los objetivos mínimos
del género.
La primera señal del lento progreso
hacia el caos es el baño inocente que padre e hijo se dan en la piscina, ante
los ojos angustiados de la tía, impotente para intervenir, dado su frágil
estado de salud. De repente, las ahogadillas típicas se van convirtiendo
en un intento muy serio de ahogar a la
criatura, ¡el rictus de Reed, junto a su perversa mirada fija en los abismos de
la maldad nos meten un escalofrío en el cuerpo que nos dejan de muy mal
cuerpo!, pero la oportuna intervención de la madre que se lanza a la parte
profunda de la piscina para rescatar a su hijo logra evitar el desastre, pero
no que, poco a poco, los acontecimientos tomen una deriva que, sin grandes
alardes de sustos, música ad hoc o ridículas presencias infernales, nos
convencen de que lo peor aún está por llegar.
La muerte de la tía, con un dramatismo
que la Davis borda, nos sitúa ante una pesadilla que tiene el padre, la
presencia constante en su recuerdo de un conductor en el entierro de su propio
padre, con uniforme, gorra, gafas negras y eterna sonrisa que remite ipso facto
a la presencia de la muerte, disfrazada, paradójicamente, de lacayo.
La acción transcurre muy morosamente,
porque los efectos de la mansión sobre la familia van apareciendo muy poco a
poco y siempre con la alternativa de una huida que, cuando quiere emprenderse, es
ya demasiado tarde, porque los poderes paranormales de la mansión se extienden
incluso a la naturaleza que aborta el intento del padre de huir con el coche y
el hijo, como si algo le dijera que o era en ese momento o ya no sería nunca.
La imponente construcción permite un juego de perspectivas entre la planta baja
y la buhardilla donde está instalada la matriarca que reflejan a la perfección
la indefensa situación de los habitantes frente a la «mole» con vida propia.
Desde que el padre se convence de que están a merced de poderes incontrolables,
que incluyen una secuencia excepcional del «cambio de piel» del edificio, como
si fuera la serpiente del Paraíso que tienta a Eva, todo deriva ya hacia un
final que, si no imprevisible, porque la experiencia es un grado a la hora de
ver películas de terror, sí que sorprende por la contundencia del mismo y su
carácter expeditivo.
Después de verla, no me extraña que
Stephen King la tenga por una de sus favoritas, porque, de algún modo, ese
juego de maldiciones y poderes está en El resplandor, tan
maravillosamente adaptada por Kubrick a la pantalla.
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