lunes, 29 de julio de 2024

«The Innocents», de Eskil Vogt o el terror parapsicológico.

La imposible inocencia de las criaturas con poderes heterodoxos.

Título original: De uskyldige

Año: 2021

Duración: 113 min.

País: Noruega

Dirección: Eskil Vogt

Guion: Eskil Vogt;

Reparto:  Rakel Lenora Fløttum; Sam Ashraf; Alva Brynsmo Ramstad; Kadra Yusuf;

Ellen Dorrit Petersen; Morten Svartveit; Mina Yasmin Bremseth Asheim; Marius Kolbenstvedt; Lisa Tønne; Birgit Nordby; Kim Atle Hansen; Irina Eidsvold Tøien; Nor Erik Vaagland Torgersen; Tone Grøttjord-Glenne.

Música: Pessi Levanto

Fotografía: Sturla Brandth Grøvlen.

 

          Vi Blind y supe que Vogt había sido el guionista de dos películas que también había visto Copenhague no existe, de Martin Skovbjerg y La peor persona del mundo, de Joachim Trier, ambas muy interesantes, pero quedé algo saturado de cine nórdico y no di el paso de ver la presente The innocents, y solo ahora sé que fue una decisión absolutamente equivocada. «Niños» y «poderes paranormales» era una asociación que intuí poco atractiva. ¡Qué ceguera la de mi intuición! The innocents bebe en la poderosa fuente que asocia a las criaturas con el Señor de las moscas, y, acaso por su latitud fílmica, no tardé en asociarla yo a mi vez con aquella maravilla, Déjame entrar, de Tomas Alfredson.

          El planteamiento, muy propio de las películas de terror, nos introduce en la llegada de una familia a un barrio residencial, donde acaban de instalarse. Tienen dos hijas, una mayor, autista, y otra pequeña cuyo resentimiento y celos hacia y de la mayor se nos comunican en la primera escena, cuando, sentadas ambas en la parte de atrás del coche, le pega un pellizco inmisericorde a la hermana en el brazo sin que esta haga el más mínimo gesto de sentir el dolor. La madre envía a la hija a explorar los alrededores, por si encuentra algunos niños con los que pueda jugar. Es verano y son pocos los chiquillos que merodean por el parque, los columpios o los alrededores. Hay otros, adolescentes, que no quieren compartir el balón con los «pequeños», una escena que tendrá su terrible segunda parte más adelante.

          La niña, Ida,  no tarda en entablar contacto con otro niño, de origen paquistaní , quien, jugando, le hace una demostración de un poder mental que la sorprende: desplazar una piedra que la niña deja caer para impactar unos metros más allá de donde debería haberla clavado la ley de la gravedad. Es tan grande el entusiasmo de la niña, que acaso él sea el causante directo de despertar en el niño el espíritu de superación de sus propias facultades, entre las que está la telepatía, por supuesto. Parte del grupo se hará enseguida otra niña del mismo origen, Aisha, quien, sorprendentemente, va a establecer una relación privilegiada con la hermana autista de Ida, Anna, a quien incluso va a dictarle, mentalmente, algunas palabras y frases que acabarán generando en los padres la falsa esperanza de que su hija puede iniciar un camino de superación de su trastorno, que tanto molesta a su hermana, hasta que…, en efecto, hasta que los vecinos portentosos descubren que ella es portadora de los mismos poderes que ellos.

          Como si se tratara de una maldición, y por esas frágiles relaciones sociales de los niños, tan prestos al amor apasionado como al odio profundo, no tardarán en aparecer las disensiones entre ellos, aunque, en dos familias de padres ausentes y madres omnipresentes, serán estas las principales damnificadas. Todo este tejido de socialización demoniaca ocurre a plena luz del día y en la semipenumbra de una escalera por cuyo hueco dejan caer a un gato para comprobar si cae de pie y si el poseedor principal de tantos recursos logra evitarle el costalazo y regalarle una de sus siete vidas. Todo sucede, además, al margen de los adultos, que aparecen como instancias cuidadoras, pero no necesaria ni imperativamente represoras, aunque sí muy cargantes, al menos en los casos de los dos jóvenes hijos de inmigrantes, aunque asimilados plenamente, parece, a la vida noruega. Solo una lectura superficial e intencionada podría acusar a la historia de un rasgo xenófobo, sobre todo porque, como se demuestra más adelante, esos superpoderes están más extendidos de lo que parece. Sí que identificar al mal con Ben, dados sus rasgos medioorientales, tiene sus riesgos, pero una vez aceptada la premisa de que todos los residentes en ese complejo residencial comparten un mismo nivel de vida, y dado el antecedente de la mínima crueldad de Ida para con su hermana autista, bien puede no hacerse distingos.

          Lo atractivo de la película es la aparente calma chicha que reina en toda ella, el sosiego del tiempo veraniego que nunca acaba de pasar, sobre todo para los niños. Los alrededores del edificio, además, ofrecen una serenidad  que solo quienes vivimos en el centro de una ciudad tan *turistizada, ruidosa y sucia como Barcelona, podemos apreciar en lo muchísimo que vale. No es una película de diálogos, porque todo gira en torno a las mínimas relaciones establecidas entre esas cuatro almas solitarias que dejan pasar las horas hasta que eso tan humano del «ir más allá» se mezcla con una vena maléfica que Ben, como un auténtico poseído, exhibe sin acabar de tener clara conciencia del alcance de sus actos, aunque se complazca en ellos, por supuesto y, poco a poco, se vaya creciendo hasta potenciar un dominio que le garantice el control absoluto de lo que le rodea.

          Los planos panorámicos, las inversiones de cámara, como en el seguimiento del vuelo del avión, o ciertos primeros planos inquietantes de las criaturas van tejiendo una narración que llega a causarnos escalofríos y a sentir auténtico miedo, del legítimo, del que no necesita aspavientos ni sustos ni monstruos ni vísceras…, por eso, salvando las distancias, la relacionaba yo con Déjame entrar, aunque en este el lejano antecedente de Carrie, de Brian de Palma. Ni siquiera la música, que nos envuelve en esa marea magnética de unos poderes invisibles, pero contundentes, ha tenido la tentación de convertirse en principal auxiliar del terror que se le va metiendo al espectador poco a poco muy adentro. Y cabe añadir, porque tampoco se trata de destripar un argumento cuyos detalles son de capital importancia, que lo verdaderamente notable en la película es la gestación de la atmósfera en cuyo seno se producen esos momentos estelares y terribles.

domingo, 28 de julio de 2024

«El capital humano», «Locas de alegría» y el «Viaje de sus vidas», de Paolo Virzí, un tríptico sobre el presente.

 

Título original: Il capitale umano

Año: 2013

Duración: 109 min.

País: Italia

Dirección: Paolo Virzì

Guion: Paolo Virzì, Francesco Bruni, Francesco Piccolo. Novela: Stephen Amidon

Reparto: Valeria Bruni Tedeschi; Fabrizio Bentivoglio; Valeria Golino; Fabrizio Gifuni;

Luigi Lo Cascio; Giovanni Anzaldo; Matilde Gioli; Guglielmo Pinelli.

Música: Carlo Virzì

Fotografía: Jérôme Alméras, Simon Beaufils.

 





Título original: La pazza gioia

Año: 2016

Duración: 111 min.

País:  Italia

Dirección: Paolo Virzì

Guion: Francesca Archibugi, Paolo Virzì

Reparto:  Valeria Bruni Tedeschi; Micaela Ramazzotti; Anna Galiena; Valentina Carnelutti;

Elena Lietti; Tommaso Ragno; Bob Messini; Carlotta Brentan; Francesca Della Ragione; Roberto Rondelli.

Música: Carlo Virzì:

Fotografía: Vladan Radovic.

 






Título original: The Leisure Seeker

Año: 2017

Duración: 107 min.

País:  Italia

Dirección: Paolo Virzì

Guion: Stephen Amidon. Novela: Michael Zadoorian

Reparto: Helen Mirren; Donald Sutherland; Kirsty Mitchell; Janel Moloney; Robert Walker Branchaud; Joshua Mikel; Christian McKay; Robert Pralgo; Joshua Hoover; Raul Colon; John Archer Lundgren: Elijah Marcano; Carlos Guerrero; Matt Mercurio; David Silverman;

Richard Pis.

Música: Carlo Virzì

Fotografía: Luca Bigazzi.

 

 

Del neorrealismo turbio de las pirámides financieras a la tragedia individual de la enfermedad mental y a la lírica entreverada de humor negro de las postrimerías.

 

          

           Llego ahora al cine de Virzí, a pesar de que, por razones de índole privada, no quise ver en su día Locas de alegría, que ahora he visto con bastante más amargura y terror de lo que esa alegría en ningún modo da a entender. De hecho, el propio título de la película induce a confusión, junto con el plano tipo Thelma &Louise, de Ridley Scott, usado de tal manera que en modo alguno es fiel a la historia. No es lo mismo Locas de alegría que La alegría loca, que es como acaso se debiera de haber traducido La pazza giogia. Pero sigo el orden de visionado, que es, además, el cronológico.

          De El capital humano había leído y oído buenas críticas, pero el visionado ha superado las expectativas, porque las historias de los fracasos existenciales que se narran en la película han sido ordenadas en un guion que sigue a los principales protagonistas, individualizándolos y complementando, al mismo tiempo, cruces enigmáticos de unos con otros que no acaban de explicarse en el momento, lo cual nos permite conectar, a posteriori, esos cabos sueltos que nos acaban dando una visión total de lo sucedido. La trama, como en la magnífica Muerte de un ciclista, de Bardem, es el atropello de un ciclista, en este caso de un camarero que circula hacia su casa en bicicleta por la noche y que es empujado violentamente a la cuneta por un vehículo que hace un brusco movimiento para esquivar el choque con otro coche, aunque el conductor ni se da cuenta de haber causado daño alguno, un camarero, además, que aparece trabajando en la casa de los protagonistas en un breve plano, para marcar su anonimato existencial en la escala social. Después emerge la figura del padre de la protagonista, quien no pierde ocasión de intentar trepar en esa escala, aprovechando que su hija es condiscípula del hijo de un magnate de las finanzas, de quien el joven está encaprichado, aunque ella desarrolla hacia él un sentimiento exclusivamente de protección, casi maternal, pero no tiene la relación que su padre cree que tiene. El modo frío y arrogante como el financiero acepta la sugerencia del padre de ella, propietario de una pequeña inmobiliaria, de invertir 700.000€ bajo la promesa de unos intereses que rozarían sus hermosos dos dígitos de interés, estando ya él en apuros económicos, es una disección espectacular del modo operativo de los *piramidistas que gestionan capitales, usualmente jugando en bolsa contra otros valores, algo parecido a lo que sucedió con las famosas subprime que tantos males ocasionaron en todo el mundo. La tensión del «pobrete» que es aceptado en el mundo de los ricachones por la buena relación de los hijos, se va a complicar lo suyo cuando el padre se sienta entre la espada y la pared, a punto de perderlo todo, la inmobiliaria incluida. El hombre pasa de «pareja de tenis» del financiero a ser un apestado del que este huye. El retrato de la mujer del financiero, soberbiamente interpretado por Valeria Bruni, en un papel calcado, diría yo, del de algunas mujeres de las películas de Antonioni, adquiere aquí, sin embargo, un cierto tono patético que ella sabe modular a la perfección, porque el marido quiere cederle la gestión de un teatro que están restaurando para que «se entretenga» y juegue a la «mecenas», y hay una reunión preparatoria de lo que podría ser la dirección artística que ha de seguir el teatro que no tiene desperdicio. A resultas de ella, acaba intimando, como una colegiala, con el candidato a director, con quien ve el vídeo de una performance artística plurigenérica que acaba en revolcón-desquite del papel de florero que le ha asignado el financiero en su vida. Cuando las deudas acorralen al financiero y se diluya el sueño del mecenazgo, habrá la contraescena de ese revolcón, que tampoco tiene desperdicio.

          La hija, metafóricamente llamada Serena, hace una vida independiente y, además de la relación con Massimiliano, el hijo de los magnates, se enamora de un paciente de su madre con el que coincide en la consulta de su madrastra, que es psicóloga, un joven con notables capacidades artísticas, pero con una profunda inestabilidad psíquica que vive con su tío, una relación cuyos fundamentos últimos no se conocerán hasta el final, como casi todo en la película, porque las historias contienen, dentro de la dedicada a cada uno de los personajes principales, retazos de las de los otros,  cuyo sentido último solo se desvela en el epílogo terrible y desolado que nos resume la inhumanidad de no pocos de los  personajes que hemos conocido en un juego de relaciones que nos desvelan lo profundamente herida de muerte que está la sociedad europea, a pesar de los cantos de sirena del poder de la UE y de su proyección hacia ninguna parte, si bien se mira: ni potencia mundial, ni garantía de continuidad poblacional autóctona. Lo que sí está claro es que quien acaba perdiendo es el eslabón más frágil de la cadena, y que quienes han nacido para pícaros caen, como los gatos, sobre los pies desde una altura de siete pisos, a piso por vida.

          La alegría loca, permítanme que me acoja a esta otra traducción para el título de la alegría, es la historia de dos enfermas mentales que son tratadas en una institución semiabierta en la que se afloja el sistema «carcelario» de los antiguos manicomios y se potencia la rehabilitación —en los casos en que ello es posible— de los pacientes. Una, de mediana edad, Beatrice, una mujer de una familia con posibles y educada, ha arruinado la vida de sus padres, sobre todo al aliarse con un abogado que los ha desposeído de sus bienes, lo que los obliga a sobrevivir alquilando su mansión a las estudios de cine para el rodaje de películas. Beatrice está siempre pendiente de «colarse» en las expediciones de residentes que salen del recinto hospitalario, según ella, cedida por su familia, lo que la convierte en «propietaria», lo cual, a su vez, le permite pasearse por el centro como si fueran sus dominios. La llegada de una joven interna demacrada y sufriente llama su atención, como novedad que le alivia el profundo aburrimiento que le supone con vivir con el resto de los internos. La bipolaridad que sufre Beatrice no le impide, en los momentos de lucidez, comportarse con absoluta normalidad, disimulando a la perfección su trastorno. Así, se las ingenia, cuando ve a la joven en la sala de espera de la psicóloga, hacerse pasar por esta para «sonsacar» a la joven una información que le permite saber punto por punto su historia y la razón por la que ha sido internada o, como después se sabrá, trasladada del sanatorio judicial a esta Villa Biondi de régimen más «humano»  y en la que el trabajo, asalariado, con plantas medicinales, supone un auténtico cambio de vida. En cuanto es descubierta la impostura de Beatrice, Donatella, la joven paciente, genera un serio recelo hacia ella, de quien tratará de huir. La película no es, en el fondo y en la superficie, sino la narración de cómo dos enfermas mentales con historias tan distintas y duras logran establecer un sólido lazo de unión en esa suprema adversidad del desvarío racional. El hecho de que Beatrice parezca estar viviendo siempre en el lado eufórico de la bipolaridad puede llamar a engaño al espectador que no conozca bien dicho trastorno —y he de añadir lo deprimente que es el uso coloquial de ese trastorno para referirse a lo que, técnicamente, acaso no pase de mera ciclotimia—, porque en la película es el vehículo de no pocas secuencias que representan esa «alegría loca» que da pie a situaciones realmente divertidas. Todo ello se ve favorecido cuando ambas, en una de las salidas a las que acceden, para entusiasmo de Beatrice, esta decide escapar y arrastrar tras ella a Donatella. A partir de ese momento, la historia da un giro muy singular, no solo porque se convierte en una peculiarísima «road novie», sino porque se inicia una persecución institucional que, poco a poco, irá cerrando el cerco en torno a ellas hasta… Bueno, eso ya lo verán por su cuenta.

          Lo que yo quiero destacar es que la huida de ambas no es gratuita, porque tanto Beatrice como Donatella tienen «asuntos pendientes» que pretenden «resolver» a su manera, y en esos tramos narrativos es donde emerge la verdadera historia de ambas, más dura en un caso que en ele otro, en el de Donatella que en el de Beatrice, pero con un mismo trastorno final desgarrador en ambas, con pronóstico muy distinto, sin embargo.  A través de esas narraciones nos vamos a dar cuenta de lo mucho que influye la vida que nos toca vivir y que nosotros escogemos, a veces desconociéndonos, para acabar siendo pacientes de este o aquel trastorno mental que, eso sí, una vez diagnosticado, nos transforma la vida. Hay, con todo, una cierta «fragilidad constitucional», propia del paciente del trastorno mental, que, sencillamente, le hace «chocar» estrepitosamente con la estructura social y con ciertas psicologías tóxicas con las que cualquiera puede tener la desgracia de acabar cruzándose en la vida. Esas dos historias son las que nos van a conmover de tal manera que es muy posible que el famoso nudo en la garganta y el lagrimal rebosado se manifiesten durante el visionado. Tanto una como otra actriz, Valeria Bruni como Micaela Ramazzotti, nos ofrecen dos interpretaciones que nos rajan la sensibilidad de arriba abajo y nos dejan temblando y sufrientes ante sus duros destinos, llenos de dolor y compasión a partes iguales. No es una película «amable», la de Virzí, lo advierto, y, bajo capa de ese trampantojo de Telma&Luoise, nos acaba pegando un golpe bajo en el sistema emocional que nos noquea. Se ha de reconocer que el homenaje a la película de Scott está bien buscado, porque, confundidas en la mansión de los padres, con dos extras, son colocadas en el coche, caracterizadas como las actrices usamericanas, y, en cuanto dan la orden de «¡acción!», ambas salen pitando con el coche ante la desesperación del director y del equipo técnico. Lo esencial es que Virzí, dos planos después, las hace quitarse la peluca y el pañuelo para impedir que progrese una analogía que no tiene nada que ver con la película y nos las devuelve a esa realidad «cruda» de fugitivas que alargan su aventura para intentar resolver asuntos de tanta potencia emocional como poder ver Donatella a su hijo, que ha sido dado en adopción a una pareja… Y no quiero seguir destripando una historia que me ha conmocionado muy profundamente. ¡Con razón me negaba a verla yo en su momento! Menos mal que, pasados los años, el golpe ahora ha sido menor, pero golpe hay…

        El viaje de sus vidas, que  acaso sea la de menor entidad de las tres, pero no por ello exenta de interés, nos cuenta la historia de un par de viejos que, ante la estupefacción de sus hijos, quienes lo descubren cuando ya les es casi imposible detenerlos, se dan cuenta de que sus padres han sacado la caravana del cobertizo donde la guardaban  de una marca que es el título lógico de la película, The Leisure Seeker, que vale tanto como «El buscador del ocio» o, acaso más propiamente, «El buscador del tiempo libre», porque es la sensación de libertad de las vacaciones, solos o en familia y han iniciado un viaje, «el viaje de sus vidas»,  escondiéndose de ellos, porque, sobre todo para desesperación del hijo que es el que vive más cerca de ellos, ambos cónyuges están en un estado más que lamentable: el padre, con Alzheimer galopante; la madre, con un cáncer contra el que la quimio poco puede. Ambos, deciden dejar de lado sus tratamientos, salvo los básicos para el dolor, e iniciar un viaje hacia el destino al que siempre quiso ir el marido: a Miami, a visitar la casa de Hemingway, su héroe literario. Él ha sido profesor de literatura en la Universidad, pero ella no tiene la cualificación académica del esposo, y se conocieron cuando él entró en una tienda donde ella trabajaba como dependienta para comprar unos calzoncillos. Luego se sabe que, cuando se emparejan, ella descubre cincuenta y cinco calzoncillos perfectamente ordenados en su armario, es decir, las veces que necesitó entrar en la tienda para culminar el cortejo.

El planteamiento de la historia está teñido de esa dulce melancolía de la añoranza de los buenos tiempos, y sobre todo de su juventud, de ahí que la banda sonora constante sea la música de los hits de finales de los 60; pero el viaje a través del olvido tiene a veces puertas secretas abiertas a realidades que se ignoraron en su momento porque fueron celosamente ocultadas, pero las confusiones del Alzheimer provocan ahora situaciones que permiten ver el pasado de otro modo distinto. Hay, en la situación, un leve algo de artificio, porque cuesta entender que un Alzheimer tan avanzado te permita conducir tan fácilmente y durante tantos días, y orientarte, ¡sobre todo orientarte! Bien, paguemos ese peaje que, como algunos otros, son imprescindibles para que la historia progrese, es decir, para que ambos cónyuges se «re-conozcan» de un modo que a veces roza el patetismo. Sutherland y Mirren logran un entendimiento perfecto, y ella sabe llevar las riendas de la relación entre ambos con una entereza que solo se quiebra cuando… Stop! El hecho de ir de camping provoca ciertas situaciones a medio camino entre la comedia y ese patetismo del que he hablado, porque la situación genera la oscilación entre ambos polos: la comedia y el drama. Virzí se mueve con facilidad en una sociedad ajena a la de su Italia natal, y todo fluye con una naturalidad apabullante, la que emana de dos actores con tan larguísima trayectoria de éxitos. Sí, se fuerza en parte la mecánica de los actos simples, como cuando deja a su marido en una residencia ante la estupefacción de los trabajadores de la misma, pero lo importante es seguir avanzando en el viaje hacia ese destino cuya conversión en atracción turística masiva implica una degradación paralela a la de las vidas de ambos. El hecho de alternar el viaje de los padres con las reacciones de los hijos y el acercamiento entre ambos permite una cierta distensión y el aporte de un contexto que acaba de redondear la historia, porque si la relación entre los miembros de la pareja es el fundamento de la historia, no se ha de dejar de lado la relación de ambos con los hijos, por supuesto, que formaban parte de esos viajes en la Leisure Seeker. De hecho, esas vacaciones se «rescatan» de forma poética cuando, instalados en el camping, cuelgan un trapo blanco entre dos árboles para que sirva de pantalla donde proyectar las diapositivas de su vida. Se abre, entonces, mágicamente, un ojo blanco a su pasado que se llena de imágenes que el marido no siempre es capaz de identificar, aunque la mujer suple su desmemoria enseguida. Precisamente esa tensión constante entre la memoria y la desmemoria va a ser, al margen de la enfermedad de ella, va a ser determinante en la continuación de la historia, pero por ahí es indispensable que sigan los espectadores a solas el camino.

domingo, 21 de julio de 2024

«Killer Joe», de William Friedkin, drama social sin contemplaciones.

 

Un violentísimo thriller familiar despiadado y bañado en irresistible humor negro.

 

Título original: Killer Joe

Año: 2011

Duración: 103 min.

País: Estados Unidos

Dirección: William Friedkin

Guion: Tracy Letts

Reparto:  Matthew McConaughey; Emile Hirsch; Thomas Haden Church; Gina Gershon; e

Juno Temple; Marc Macaulay; Gralen Bryant Banks; Carol Sutton; Danny Epper; Jeff Galpin; Scott A. Martin; Gregory C. Bachaud; Charley Vance.

Música: Tyler Bates

Fotografía: Caleb Deschanel.

         

          ¡Menuda sorpresa, la de este thriller «sucio» del casi octogenario
William Friedkin! Del mismo guionista y autor, Tracy Letts, había dirigido antes Bug, un escalofriante relato de la soledad, la incomunicación y la paranoia, criticado preceptivamente en este Ojo.

          Esta entrega de tan excelente y bien avenido tándem nos sumerge en una historia ambientada en los infraestratos sociales usamericanos, que aparecen ante nosotros como el reverso del famoso y supuestamente seductor «sueño americano», de tan difícil acceso, al menos para los sórdidos personajes de esta historia, que viven entrampados, bajo mínimos, y en lo que tiene toda la apariencia de ser un contenedor al estilo de los que preconizaba la sectaria alcaldesa Colau para resolver el gran problema de la vivienda en Barcelona.

          La historia es tan tremenda que gana su verosimilitud a partir de la vida «al límite» del protagonista, sin oficio ni beneficio, de esta historia de perdedores canónicos. Un padre, casado en segundas nupcias, convive con sus dos hijos, una hija perdida en su mundo de debilidad mental y emocional, y un hijo que, entrampado en deudas con violentos mafiosillos, es fidelísimo creyente de que el azar del hipódromo le resuelva la vida. Este hijo, magnífica la interpretación de Emile Hirsch, cuya actuación en la película de Tarantino Érase una vez en Hollywood me pasó desapercibida, que va y viene y actúa, en el seno de la familia, como el único con dos dedos de frente y cierto nivel de razonamiento, aunque se jacta de ello y consigue que el padre, un zumbado integral, llegue a odiarlo, va a embarcar a toda la familia en una terrible aventura: contratar a un liquidador, Killer Joe, para asesinar a su madre y exesposa de su padre, a fin de cobrar el seguro de vida de 50.000$ que, según él, solo tiene una beneficiaria: su hermana, a quien, nada más nacer, su madre intentó matar para deshacerse de ella, un trauma del que, evidentemente, la hermana  nunca se ha recuperado.

          A partir de tan tremendo planteamiento, toda la trama girará en torno al asesinato de un personaje, la madre, a quien solo conocemos a través de la visión distorsionada de los otros, cuyos relatos no la favorecen, ciertamente. Y poco después hace su aparición el Príncipe de las Tinieblas que va a convertirse en el ángel vengador de la familia y va a asumir un protagonismo absoluto. En efecto, hablamos de Joe, el «liquidador», el killer profesional que, por la módica cantidad de 25.000$ se encargará del «trabajo». Para acentuar aún más el retrato de la Usamérica degradada, Joe compagina dos profesiones aparentemente irreconciliables: la de policía y la de asesino a sueldo en sus muchas horas libres. La estampa del personaje, de negro integral y riguroso, con sombrero de ala ancha y una voz de terciopelo, incapaz de alterarse ni un decibelio cuando amenaza con la más terrible de las venganzas, una voz en las antípodas de su agresividad presencial, remite al mundo del western, pero, salvo en la apariencia, ni roza el género. El mundo de los asesinos a sueldo, con un toque de psicópata, forma parte de la realidad Usamericana desde siempre, y, en determinadas circunstancias, un sicario profesional es un «tesoro».

          El hijo de la familia, que recibe una paliza descomunal por no haber pagado a tiempo sus deudas, una espectacular huida de los malos que se resuelve en el ardid ingenioso de sus perseguidores, quienes apagan las motos y avanzan empujándolas con los pies, para «confiar» al evadido y poder reducirlo hasta que llega el jefe, quien lo trata con infinita cortesía para decirle que, si no paga, será lo última que haga en vida, y le anuncia que los dos orangutanes que trabajan a su servicio, le van a dar una paliza para que no se le olvide.

          A partir de aquí, se acelera el trato con Joe, pero las complicaciones derivadas del reparto y el pago de un «anticipo» imprescindible para llevar a cabo el plan de hacer desaparecer a su madre entorpecen la negociación. Sin embargo, cuando están en un tris de romperse y seguir el killer su camino, emerge la figura de la hermana, de la que se encapricha el pistolero, lo cual va a generar una nueva línea narrativa que enfrenta, esta vez, al hermano y al pistolero, pues ambos pretenden ejercer su poder sobre la ingenua joven, una magnífica interpretación de Juno Temple, a quien hemos visto con placer, once años más tarde, en la serie La oferta, de Dexter Fletcher, una serie excepcional sobre la producción de El Padrino, de Coppola. La escena del encuentro romántico entre Joe y Dottie, la hermana, tiene un lirismo y un erotismo tan marcados y de excelente resultado como, más tarde, será cruel y desgarrador la escena de una felación con un muslo de pollo de KFC, ¡inolvidable!, y aterradora al mismo tiempo. Pero eso pertenece ya al desenlace y ahí no me está permitido decir nada, porque, una vez asesinada la madre y descubierto que el beneficiario del seguro no es la hija, Dottie, sino el segundo marido de ella, quien la engaña con la mujer de su ex, todo se complica de tal manera que se ha de ver, no merece la pena que yo cometa la villanía de «rebajarlo» con una narración escrita.

          Si la película en sus inicios tiene a la familia como núcleo central de la degradación de un modo de vida que deja poco o ningún camino a quienes sueñan con la riqueza desde la desidia académica y profesional, el final es una declaración de guerra a la impostura de ese ideal que alimenta la sociedad a otros niveles de propaganda. A su manera, ¡y menuda manera!, recuerda en parte al desenlace de La boda de los pequeños burgueses, de Brecht.

          Por esos azares de las teclas aporreadas, no había mencionado que el Príncipe de las Tinieblas está interpretado por Matthew McConaughey, en uno de sus mejores trabajos, si no el mejor, aunque su breve escena en El lobo de Wall Street, de Martin Scorsese, que casi le roba el protagonismo a DiCaprio con tan breve aparición, pertenece a la antología del arte interpretativo. En cualquier caso, la presencia del pistolero del Far West reconvertido en maquinal psicópata con una dignidad profesional que lo lleva a desentrañar el juego que han querido jugar con él, deja boquiabiertos a los espectadores. Anuncio, para paladares delicados, que hay unas dosis de violencia extrema difíciles de contemplar, pero incardinadas en la trama tan lógicamente como deslumbrantes son las imágenes que ha conseguido Friedkin para materializarla.

          Lamentaría equivocarme, pero creo que esta película irá creciendo en la estima de los públicos, a poco que se vaya corriendo la voz de la excelencia de la trama y de las interpretaciones, porque la de la figura del padre, a cargo de Thomas Haden Church, un ser con tan pocas luces como las que parece haber heredado su hija Dottie, es magistral, y bien está que no la pase por alto. Atentos a la escena de su presencia ante el Notario y la manga de la chaqueta…

         

jueves, 18 de julio de 2024

«La ambición de los hombres», de Lars Kraume o el compromiso moral del cine político.

 

La crónica del genocidio de los hereros por parte de la Alemania colonial o la necesaria revisión crítica del pasado.

 

Título original:  Der vermessene Mensch

Año:  2023

Duración: 116 min.

País:  Alemania

Dirección: Lars Kraume

Guion: Lars Kraume

Reparto: Leonard Scheicher; Girley Jazama; Peter Simonischek; Sven Schelker; Max Koch;

Ludger Bökelmann; Leo Meier; Anton Paulus; Tilo Werner; Corinna Kirchhoff.

Música: Christoph Kaiser, Julian Maas

Fotografía: Jens Harant.

 

          Henos aquí ante una película insobornablemente crítica con el pasado colonial alemán. El guion mezcla la aventura personal de un aspirante a antropólogo, hijo de un antropólogo famoso, compañero del catedrático para quien él trabaja como auxiliar en la universidad, y la historia de opresión de la etnia herero en la zona de la actual Namibia, dominada, en su momento, por los alemanes. La vertiente académica de la historia va a servir de vehículo para, a través del conflicto entre esa etnia y los colonos alemanes, acercarnos a uno de los genocidios menos conocidos de nuestro pasado y para el que no ha habido reparación material ninguna. El hijo del antropólogo, protagonista de la historia, es un personaje con escasa personalidad pero respetuoso con los postulados científicos, hasta que la defensa de estos se convierte en el principal obstáculo para la conquista de sus aspiraciones académicas, pero, para explicar ese cambio «interesado», hemos de asistir al relato de una aventura individual que lo lleva, junto con su principal competidor académico, a investigar sobre el terreno, en Namibia, y bajo la protección del ejército alemán, cuyas órdenes, respecto de etnias como los hereros o los nama, solo pasa por la captura para usar a los hombres como fuerza de trabajo y, para los demás, el exterminio sin contemplaciones.

          Hay, sí, un hilo narrativo emotivo que pasa por la atracción que siente el protagonista por la mujer herero que sabe hablar alemán porque se lo han enseñado en una misión humanitaria cuyo poder de asilo se ve radicalmente alterado por la decisión del general Lothar von Trotha, quien, en la lucha contra los hereros diezmó su población hasta casi un 70%, muchos de los cuales murieron por deshidratación cuando los hizo retroceder hacia el desierto, hechos que aparecen en la película como uno de esos momentos de mayor crueldad, cuando los soldados alemanes protegen los pozos para que los herero ni se acerquen a ellos…

          Tras su contacto y análisis científico con y de Kezia, la mujer herero que puede comunicarse con él, Alexander Hoffman llega a la conclusión, muy transgresora en aquellos momentos, de que no hay razas inteligentes y razas atrasadas, teniendo todos la oportunidad de desarrollar sus habilidades racionales. A partir de ese momento, el acercamiento a Kezia se mezcla, desde la admiración, con un afecto que parece deslizarse hacia el enamoramiento, aunque Kezia rechaza enérgicamente la aproximación física del representante de la raza opresora, cuando este, en la despedida, simplemente pretende estrechar sus manos. ¿Qué hace Kezia en Berlín? Pues nada más ni menos que participar en una feria sobre el mundo africano en el que ella, junto con otros  miembros de su tribu y de otras similares, posan con sus vestidos y armas o ejecutan sus danzas sagradas, teniendo de fondo el decorado de la vida salvaje, con la exhibición de fieras salvajes disecadas. Su presencia allí se debe a la promesa de mantener una entrevista con el Káiser para evitar la acción represora del ejército alemán, la apropiación de tierras por parte de los colonos y para evitar, finalmente, la guerra entre ambos pueblos, sus tribus y el alemán. Aunque suavizada, esa feria recordaba totalmente la terrible fotografía de la exhibición en Bélgica, en jaulas, de niños congoleños, para solaz de los belgas.

          Sí, desde esa perspectiva, propia del XIX, en el que arranca la película, la raza blanca solo anda afanada en demostrar científicamente su superioridad sobre las otras, y de ahí el método analítico de medirlo todo para buscar explicaciones matemáticas que den razón de dicha superioridad. Uno tiene la sensación de que toda esa ciencia bastarda es algo así como el fundamento de la superioridad racial del nazismo, porque, si no, no se explica de dónde podría haber salido, conceptualmente.

          La primera parte berlinesa nos muestra la lucha de un idealista comprometido con una posición científica inapelable, pero que solo le depara la imposibilidad de competir con otros para conseguir un puesto de profesor en la universidad. Su desplazamiento a Namibia para hacer «trabajo de campo» va a ponerle en contacto, sin embargo, con la barbarie premeditada del ejército alemán y con situaciones que amenazan su propia supervivencia por mor de los enfrentamientos armados. Y aunque no pierde la esperanza de volver a encontrarse con Kezia, a quien sigue por cuantos lugares cree él que pueden darle noticia de ella, incluidos los campos de concentración donde retienen como prisioneros a muchos hereros, ¡otro precedente de una ideología asesina que en aquel momento ni siquiera había sido formulada!, Hoffman se dedica, con no pocas penalidades y riesgos, a buscar materiales y restos humanos que pueda enviar a Berlín para que se prosiga el estudio de las razas «inferiores».

          El paisaje desértico de Namibia, de una aterradora belleza, va a enmarcar la aventura de Hoffman en el género del western, no solo por el propio paisaje, sino por la supervivencia en la naturaleza y por el enfrentamiento, con una estética que nos recuerda no poco a Indiana Jones —también antropólogo, no lo olvidemos—, no solo con los herero que desconfían de él, sino también con su propio jefe universitario, quien anda por aquellos lares debido a una conferencia que le han invitado a impartir en lo que luego devendría, políticamente, la República Sudafricana.

          A pesar de lo que algunos espectadores puedan intuir, a partir de este resumen, no hay aquí ni el más mínimo atisbo del discurso woke, sino una indagación honesta y necesaria en el pasado tiránico y genocida de un imperio, el alemán, cuya destrucción colonizadora no es diferente de la de otros países europeos en África, aunque sí, acaso, menos conocida.

          No voy a decir ni una palabra de un final. Los dejo «expuestos» a él, sin palabra de consuelo ni de crítica. Que cada cual saque sus propias conclusiones…

jueves, 11 de julio de 2024

«Burlesque», de Steve Antin, un musical para amantes del género.

 

Entre tópicos, descollantes coreografías y alardes de voz, una película musical que complace y entretiene.

 

Título original: Burlesque

Año: 2010

Duración: 119 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Steve Antin

Guion: Steve Antin

Reparto: Christina Aguilera; Cher; Kristen Bell; Stanley Tucci; James Brolin; Cam Gigandet;

Eric Dane; Alan Cumming; Peter Gallagher; Julianne Hough; Black Thomas; Katerina Mikailenko; Stephen Lee; Tanee McCall; Sarah Mitchell; Dianna Agron.

Música: Christophe Beck. Canciones: Christina Aguilera

Fotografía: Bojan Bazelli.

          Ustedes me perdonarán, pero ¿desde cuándo las películas musicales han necesitado un argumento que pasara el corte crítico de Les Cahiers du Cinéma para triunfar en su género. Sí, es cierto que la conciencia crítica también llegó, en su día, al género, y que Pennies from heaven, de Herbert Ross o Cabaret, de Bob Fosse, entre otras muchas, abrieron perspectivas a un género que tiene sus normas, y entre ellas que las estrellas de la película son los números musicales, no las complicaciones de la trama ni mucho menos el dibujo psicológico de los personajes, sobre todo porque estos suelen ajustarse a los numerosos clichés que abundan en tan armónico género.

          Sirva como captatio benevolentiae lo anterior para entender que a este crítico, amante de un género como el musical desde aquellos tiempos combativos contra el franquismo en los que no podíamos salir del armario ideológico porque se nos tachaba de sospechosos de leales al imperialismo yanqui, esta película le haya entretenido y gustado de forma notable, porque cumple lo que promete: da espectáculo musical y coreográfico de primera. Desconocedor como lo era hasta verla aquí de la carrera de Christina Aguilera, eje central de la película, confieso que su voz profunda y desgarrada para el jazz me ha causado una impresión extraordinaria. Cher es Cher, y desde su presencia embalsamada, cabe decir que su voz mantiene, frente a la obra restauradora del bisturí, una cavernosa juventud eterna. Que Stanley Tucci ande mariposeando sobriamente por medio, con tanta eficacia como arte, añade un plus de categoría al reparto que logra hacernos seguir el hilo de un argumento casi de cuento de hadas, enamoramiento del barman y músico que aloja a la cantante a pesar de estar comprometido matrimonialmente, pero ya se intuye que lo que ha de acabar de un modo no puede, ni debe, acabar de otro. ¡Lo exige el guion!

          La trama es simple y repetida ad náuseam: una joven recién llegada a la  ciudad descubre el bar de espectáculos Burlesque y decide probar suerte, aunque al principio es contratada únicamente como camarera, dadas las difíciles finanzas del local, endeudado y amenazado de cierre o de ser comprado por un especulador sin escrúpulos que, además, cuando la debutante ha conseguido, finalmente, convertirse en la estrella del local, corteja a esta con la promesa de convertirla en una actriz de relumbre mundial, si bien, como todos los malotes, lo que quiere es cerrar el local y construir pisos de lujo en el solar. Toda esta trama, llena de buenos bondadosos y malos hasta decir basta, apenas interfiere en lo que le interesa al enamorado de los musicales: los números musicales de un género, el burlesque, heredero del vodevil y sobre el cual ya critiqué en este Ojo la excelente Luces de candilejas, de Walter Lang, con un número soberbio a cargo de una actriz tan extraordinaria como Marilyn Monroe, quien supo sacarle a su media voz un partido fantástico, ¡y si no que te hubiera cantado el cumpleaños feliz a solas…!

          Sabía quién era Christina Aguilera, pero no creo haberla oído cantar, a no ser que la haya oído sin saber que era ella. Con un papel hecho a su medida, e imagino que a la de todos sus seguidores, la cantante se desenvuelve con profesionalidad en la parte argumental, pero muy cerca de la excelencia en la parte musical y coreográfica. ¡Santa Simone, qué voz desgarrada y potente! En las baladas estándar pierde mucho de lo que impresiona en ese registro cercano al jazz y al soul, pero la actriz primeriza tampoco se vuelve, en ellas, empalagosa, lo que es de agradecer. Los números coreográficos corren a cargo de Denise Faye y Joey Pizzi, autores de otros éxitos del cine musical como Chicago y Nine. Chicago la vi con agrado; Nine, absurdo remake de 8 1/2 no la pude acabar.

          En la medida en que Burlesque evoca un género de época, nacido en los vodeviles y cabarets europeos de los años 20 del pasado siglo, en la película hay un homenaje evidente a ese mundo de lentejuelas y glamur que se combina con el erotismo elegante para acercarnos a un mundo que dispara la imaginación y busca, mediante la insinuación y los sobrentendidos, la complicidad con el público, entregado incondicionalmente a un trabajo de bailarinas y vocalistas que sobresale por su belleza plástica y la calidad de las canciones escogidas. Recordemos que la banda sonora de esta película fue un éxito en las listas de discos más vendidos, ¡y no fue por casualidad! Sin embargo, y sin competencia con la Aguilera, Cher interpreta dos números de mucho mérito, el de la bienvenida al Burlesque y una canción íntima, cantada «a solas», sin más público que ella misma. Hay, en los números musicales, o eso me parece a mí, una inspiración directa en las coreografías de Bob Fosse, de quien tuve la inmensa suerte de ver Dancin’ en Broadway, cuando viajé a Usamérica en 1980. El modo de plantear los números juega con la originalidad y con el atrevimiento, porque se ha buscado una comunión tal entre movimiento y música que permite, además, fragmentas visualmente su desarrollo, pasando, con agilidad, del detalle a la visión completa del número, lo cual permite un mayor lucimiento de los intérpretes.

          Que nadie se acerque a la película buscando el interés narrativo de una historia tópica hasta la extenuación, pero no por ello pierde su valor funcional de hilo que engarza las perlas de los números musicales, todos ellos muy interesantes y muy bien interpretados. La película no me ha bastado para convertirme en fan de la Aguilera, pero reconozco que tiene una señora voz digna de ser escuchada. La película incluye, como no podía ser menos, las típicas rivalidades entre jóvenes que aspiran al estrellato, y, en este caso, una suerte de dependencia de la gran madre que representa Cher, cuya aprobación se busca con el mismo afán con que se busca, de pequeños, la de la propia madre. A su manera, la joven de Iowa que llega a la gran capital para triunfar, no deja de representar el papel de la huérfana que busca, para su seguridad emocional, una figura materna.

          Lo dicho, una película para los amantes del género musical. Recuerdo que Absolute beginners, de Julien Temple, me pareció un musical muy digno, y, sin embargo, fue denostadísima en su estreno. Está criticada también en este Ojo. Ignoro qué críticas tuvo Burlesque cuando se estrenó, hace ya catorce años, pero advierto que en esto de los musicales se emiten juicios muy apresurados o muy desconocedores de la historia de un género glorioso que conoció un inesperado éxito de público en las tres versiones del That’s Entertainment! que lo dieron a conocer a nuevas generaciones de espectadores.

martes, 9 de julio de 2024

«Simone, la mujer del siglo», de Olivier Dahan, biografía apretada de Simone Veil.

 


Inventora del macronismo avant Macron y defensora acérrima de la Europa concebida por Ortega y Gasset.

 

Título original: Simone, le voyage du siècle

Año: 2022

Duración: 134 min.

País: Francia

Dirección: Olivier Dahan

Guion: Olivier Dahan

Reparto: Elsa Zylberstein; Rebecca Marder; Elodie Bouchez; Judith Chemla; Olivier Gourmet; Mathieu Spinosi; Sylvie Testud; Philippe Torreton; Philippe Lellouche; Antoine Gouy; Laurence Côte.

Música: Olvon Yacob

Fotografía: Manuel Dacosse.

 

          Del director de La vie en rose nos llega su última biografía, en este caso con un fuerte contenido político que, sin embargo, pasado muchos años de sus «atrevimientos», nos parecen anacrónicas las apasionadas y reaccionarias contestaciones de aquellos momentos a leyes como las de la reforma humanitaria de las prisiones o la ley del aborto. Simone Veil, que ejerció como magistrada antes de dar el salto a la política comprometida en la defensa de los derechos de la mujer y de la visión humanitaria e igualitaria de la sociedad, no fue una mujer cualquiera, está claro, y en ello tuvo mucho que ver su condición de judía (no practicante) que fue deportada con su madre y su hermana al campo de concentración de Auschwitz. La historia de su vida se nos ofrece en un montaje paralelo que va recorriendo esos dos caminos: el de su formación, su práctica jurídica y su actividad política y, como contrapunto de lo anterior, las infinitas penalidades sufridas bajo el régimen nazi. En este sentido, es ilustrativo en la película, el acoso que sufre la política en una de sus apariciones públicas por parte de los miembros del FN capitaneados, entonces, y durante muchos años, por el padre de Marine Lepen. Causan espanto los insultos antisemitas que se oyen en la película, del mismo modo que resultan anacrónicas las intervenciones parlamentarias que tratan de torpedear su ley del aborto, propuesta muy a su pesar, porque, como reconoce desde la tribuna, cualquier aborto es un fracaso, pero lo que no puede la sociedad es condenar a una mujer a asumir un embarazo no deseado.

          Las películas biográficas, y más si son de personalidades tan marcadas como la de Simone Veil, que no solo fue la primera ministra de la Quinta República en Francia, sino también la primera Presidenta del Parlamento Europeo, exigen articular tantos episodios, tantas dimensiones biográficas, tantos hechos cruciales que, sinceramente, el autor nos lleva un poco al galope a través de su ajetreada vida. Y prácticamente no queda nada en el tintero, y, al final, logra salirse con la suya, sobre todo por lo que hace al impacto que en ella tiene su pasado, ligado tan estrechamente a su presente que el montaje de la película pasa sin solución de continuidad desde un barracón del campo de concentración a una entrevista de la Ministra de Sanidad con un afectado por el SIDA cuando estalló la terrible pandemia y los gobiernos habían de hacer frente a una enfermedad desconocida que diezmaba a la población homosexual, principalmente. Recordemos que por aquel entonces salió del armario el Sex symbol de la mitad de las mujeres del planeta: Rock Hudson, quien moriría de tan terrible enfermedad.

          Hay un momento clave, a mi entender, en la película: estando con la madre, una noche de verano, los hijos son requeridos para que se acuesten. Simone dice que quiere seguir leyendo. La madre, con total complicidad le dice que lo haga de forma «clandestina» en su cama… Para algunos puede ser un episodio anodino; para mí es de los que marcan un carácter y, como luego se ve, una biografía: el afán del estudio y el compromiso con la sociedad para hacer cuanto bien esté en su mano, que es el mensaje que repetidamente les traslada su madre, incluso en el barracón del campo de concentración. Luego, una vez casada y habiéndose embarcado en la dura responsabilidad de la maternidad, la lucha de Simone tendrá como escenario su propio matrimonio, porque, en aquellos años, la mujer primero había de afirmarse frente al marido, usualmente con una concepción que relegaba a la mujer a los menesteres propios de la crianza y el mantenimiento  del hogar, y después abrirse camino en el «mundo de los hombres», y estamos hablando de los hombres anteriores al mayo del 68, por supuesto. Las luchas por no dejarse amilanar por parte de los hombres es una bella historia de afirmación femenina que a buen seguro será fuente de inspiración para muchas mujeres que no acaban de creer en su propia capacidad, aunque imagino que cada vez son menos las que están en ese caso.

          La combinación de mujer torturada por el nazismo y defensora del bien común básico frente a estructuras de poder ancladas en el machismo secular es un poderoso eje narrativo. No molesta a los espectadores que el montaje nos haga saltar de unos episodios a otros, incluso de unos países a otros o del pasado al presente, en el que Simone Veil quiere escribir sobre su vida para dejar testimonio de lo que en realidad ha sido su vida: una vida de lucha constante, con no pocas alegrías, pero con episodios trágicos que marcan de por vida a una persona. Lo que ella no hizo nunca fue olvidar, intentar borrar de su vida un pasado tan trágico. Su visita, siendo ya una celebridad política, al campo de concentración donde perdió a su madre, tras haber perdido a su padre y a su hermano, es un punto que no explota sentimentalmente el director, dado que escoge lo que la protagonista escogió: un momento íntimo de recogimiento a solas frente a la irracionalidad de un pasado como el que el nazismo le hizo vivir.

          El ideal europeo de Simone Veil, bien que lo repite a menudo, es que la Unión Europea sirva para evitar algo tan terrible como el nazismo. De hecho, su labor política de marcado centrismo es lo que me ha llevado a convertirla en la inventora del macronismo avant Macron. Ella misma lo dice en una afortunada frase de la película, cuando reconoce no sentir afinidad ninguna con los meapilas de la derecha ni con los iluminados de la izquierda. Y su obra política fue siempre en la dirección del posibilismo y la realidad, con el norte de lo justo por bandera. Con sus luces y sus sombras, y siempre a cuestas con el trauma de la deportación a los campos de exterminio, su figura política cobra hoy más actualidad que nunca, dados los resultados de las elecciones francesas y los pactos infames del socialismo con el nacionalismo fanático en España.

    Mal titulada en España, el original nos habla del "viaje de un siglo", que es lo que, en realidad, representa la vida de Simone Veil.

«El pueblo de los malditos», de Wolf Rilla y «Los hijos de los malditos», de Anton Leader, los alienígenas como invasores.

 

Título original: Village of the Damned

Año: 1960

Duración: 78 min.

País: Reino Unido

Dirección: Wolf Rilla

Guion: Stirling Silliphant, Wolf Rilla, George Barclay. Novela: John Wyndham

Reparto: George Sanders; Barbara Shelley; Martin Stephens; Michael Gwynne; Laurence Naismith; John Phillips; Richard Vernon.

Música: Ron Goodwin

Fotografía: Geoffrey Faithfull (B&W).

 






Título original: Children of the Damned

Año: 1964

Duración: 90 min.

País: Reino Unido

Dirección: Anton Leader

Guion: John Briley. Novela: John Wyndham

Reparto: Ian Hendry; Alan Badel; Barbara Ferris; Alfred Burke; Sheila Allen; Ralph Michael; Patrick Wymark; Martin Miller; Harold Goldblatt; Patrick White; Bessie Love;

Clive Powell; Yoke-Moon Lee; Roberta Rex; Gerald Delsol; Mahdu Mathen; Frank Summerscale.

Música: Ron Goodwin

Fotografía: Davis Boulton (B&W).

 

El terror de la Metro B contra la todopoderosa Hammer: una imaginativa mirada a la colonización alienígena de la Tierra.

 

          La villa de los malditos comienza como pudiera hacerlo cualquier episodio de la exitosa serie distópica Black Mirror: una localidad británica es objeto de un ataque inexplicable, por medio de recursos ignotos, gracias al cual todos los habitantes de la localidad caen en un estado de pérdida de conocimiento que dura sus casi tres horas, lo que despierta la preocupación no solo de las autoridades locales, sino del propio Ejército. Los planos secuencia que nos van describiendo el pueblo muerto, con los cuerpos caídos en medio de la actividad rutinaria propia de la vida cotidiana son excelentes y dan pie a que las autoridades acordonen la zona para prohibir la entrada hasta que no se sepa exactamente qué es lo que causa lo que en principio se consideran «bajas» y, más tarde, cuando un ternero vuelve en sí y se yergue sobre sus cuatro patas, el suceso más inexplicable del mundo.

          El giro de guion que lo complica todo es el embarazo simultáneo de una docena de mujeres del pueblo aún en estado fértil, y entre ellas, la mujer del protagonista, George Sanders, el único actor de relieve, junto con Barbara Shelley, quien devendría, paradójicamente, estrella de la Hammer, especializada en cine de terror. Esos embarazos van a provocar todo tipo de reacciones en el pueblo, empezando por el conflicto matrimonial del marino mercante que llega a casa tras un año de campaña de pesca y se encuentra a la mujer embarazada. La imagen del pub con un silencio absoluto, solo roto por el deprimido encuentro del vuelo de algún dardo con la diana, es muy significativo del ambiente creado en el pueblo por la inseminación galáctica que va a dar paso al nacimiento acelerado de unos niños cortados todos ellos por el mismo patrón: albinos, silenciosos, serios y de mirada inquietante. Todos ellos han roto las estadísticas de crecimiento  y han alcanzado un nivel de maduración que los convierte en un fenómeno tan extraño que no tardan en despertar las suspicacias de los habitantes de la villa. El protagonista, Sanders, en su calidad de científico, intercede por ellos ante las autoridades, porque su objetivo prioritario es aprender de ellos cuanto pueda, del mismo modo que los niños siguen con inusitado interés sus clases de ciencia.

          No tarda en desencadenarse una retahíla de enfrentamientos que comienza con el que se produce entre los niños «del pueblo» y los «extraños», aunque hayan nacido en el pueblo; pero por el aspecto físico de los niños y por la tendencia de estos a formar un grupo herméticamente cerrado bien pronto son identificados, popularmente, como un grupo de «invasores» venidos de no se sabe dónde. Que la fuerza conjunta mental que los niños pueden emplear al unísono sea capaz de torcer la voluntad de quienes se enfrentan a ellos, y la escena del marino con la escopeta que acaba disparándose a sí mismo es bien elocuente, acentúa el temor de los habitantes y predispone a las autoridades a la ideación de algún plan que pueda o reducirlos a cautividad o exterminarlos.

          La película mezcla muy hábilmente la perspectiva del temor social con  individual de algunos casos, como el de la pareja protagonista, por ejemplo, que no se resiste a que ese David que han traído al mundo no sea el hijo deseado y querido que la edad les negaba. Los niños, sin embargo, no dejan lugar a dudas sobre su nula pertenencia a la sociedad y al lugar donde han nacido: se saben llamados a algo, pero aún no saben a qué, y viven continuamente a la espera de que algo suceda, algo que dé sentido a su presencia en la Tierra. Esa ignorancia de sí mismos es un factor dramático de primer orden y muy novedoso, porque lo propio de las invasiones extraterrestres es tener muy claro los fines de un ataque contra la especie humana que controla un planeta en el que ellos pueden instalarse. No parece descabellado pensar que Larry Cohen, el creador de la serie televisiva Los invasores, pudiera haberse inspirado en esta película, aunque el referente usamericano para todo lo extraterrestre sigue siendo la versión radiofónica que hizo Orson Welles de La guerra de los mundos, de H.G. Wells.

          No sigo recontando el argumento por razones obvias. La película, en blanco y negro, no pierde el tiempo en desvíos que distraigan de la trama central, por eso avanza la narración centrada en el destino de esos niños y del pueblo donde el semen estelar en que viajaban ha fecundado a las hembras capaces de hacerlos nacer, aunque aún no sepan para qué.

          Los hijos de los malditos no es continuación propiamente dicha de la primera, sino una secuela que parte de un presupuesto muy distinto: los niños con superpoderes y unas mentes prodigiosas han nacido en todas las partes del mundo. Lo curioso es que todos ellos acaban viviendo en Londres y son hijos de los embajadores respectivos de esos países. Un servicio psicológico gubernamental tiene el encargo de estudiar psicológicamente a esos niños prodigio, que nada tienen que ver con los progenitores, como es el caso del niño protagonista de esta secuela, David, antes de que acaben poniéndose todos en contacto mental y se unan para salvarse de sus agresores y para saber cuál es su destino. La película es bastante más floja que la primera, y el reparto así lo indica. Está rodada en un inquietante Londres desierto, que añade un plus de interés a la trama y los niños acaban refugiándose, con la cuidadora del protagonista, en una iglesia desvencijada donde se harán fuertes frente a la amenaza de quienes ellos «leen» mentalmente que quieren deshacerse de ellos, eliminarlos. Se ha añadido algo más de ciencia, pero solo para descubrir que se trata de una especie que nos lleva un millón de años de desarrollo. En cuanto los datos van perfilando la amenaza implícita que significan los niños, los discursos de los adultos se bifurcan sin convergencia posible. Por un lado, está el filantrópico que quiere estudiarlos y comprenderlos para aprender de ellos, y por otro, un miembro de la Seguridad Nacional que plantea el asunto estrictamente en los mismos términos en que muchos observan hoy la invasión musulmana y africana de la vieja Europa: como un proyecto a medio y largo plazo de sustitución de los viejos valores de la ilustración por el oscurantismo políticamente teocrático del viejo islam, que, finalmente, se impondría al cristianismo. ¡No quiero ni pensar que la extrema derecha descubra esta película, porque el discurso de quien quiere abortar la invasión de los alienígenas es calcado del suyo sobre la inmigración ilegal! Es cierto que, al tratarse de una especie no propiamente humana, las decisiones de combatirlos con una agresividad  que implica el exterminio se ven en unos términos de salvar al planeta y a la humanidad con la que es difícil estar en desacuerdo; pero la segunda lectura está presente, acaso porque vemos la película desde nuestro hoy convulso, tan teñido de miedos como de extremismos.

          Que sea una película de serie B no le quita ningún mérito, antes al contrario. Es admirable el partido que sabe sacar el director de una situación que va complicándose desde que se refugian en el templo. Los lances que se multiplican para sacar a los niños e su refugio son variados y muy bien resueltos. Violencia sin ensañamiento y ese punto de ciencia ficción que nos recuerda el género de la película, porque a veces el tratamiento del tema, como si fueran unos «pobres niños» desvalidos, distorsiona el modo de acercarse al serio problema de su presencia en el Londres desierto por el que la cámara pasea con total arrebato estético.

          Vistas una detrás de la otra, se disfrutan ambas mucho mejor que si se ven de forma aislada. Se trata de uno de esos programas dobles que me dieron la vida en mi juventud de doble sesión semanal, y a veces cuádruple…