La ancestral política electoral vaticana o los entresijos demasiado humanos del catolicismo.
Título original: Conclave
Año: 2024
Duración: 115 min.
País: Reino Unido
Dirección: Edward Berger
Guion: Peter Straughan. Novela: Robert Harris
Reparto: Ralph Fiennes; Stanley Tucci; John
Lithgow; Sergio Castellitto; Isabella Rossellini;
Lucian Msamati; Brian F. O'Byrne; Jacek Koman; Thomas Loibl; Carlos
Diehz; Joseph Mydell; Rony Kramer; Merab Ninidze; Vincenzo Failla; Garrick
Hagon; Loris Loddi; Bruno Novelli; Valerio Da Silva.
Música: Volker Bertelmann
Fotografía: Stéphane
Fontaine.
Películas
sobre sociedades jerarquizadas tan opacas como las iglesias religiosas, del credo que sean,
son siempre una tentación, en el bien entendido de que todo lo que signifique
«misterio» tiene siempre un público curioso dispuesto a saciar esa inclinación
a conocer, aunque sea de forma aproximada, lo desconocido. Tratándose de la
elección del papa, el jefe del Estado Vaticano, esa curiosidad se acentúa,
porque en esas transiciones de poder hemos visto, literalmente, de todo. Y
todos tenemos en el recuerdo la elección de Juan Pablo I y su repentinísima
muerte, motivo harto suficiente no solo para los rumores sino para las teorías
acerca de conjuraciones de todo tipo. A la vista del despliegue diplomático de
la Santa Sede para las exequias del papa Francisco, podemos darnos cuenta de la
trascendencia que tiene la elección de un papa, y la de Juan Pablo II, «el papa
llegado del este», supuso un acontecimiento de una magnitud como hasta entonces
no había tenido cónclave alguno anterior.
La película de
Edward Berger, en cuyo haber ha de contarse la última versión de Sin novedad
en el frente, cuenta con la gran baza de la actuación exquisita de Ralph
Fiennes, algo así como un prodigioso maestro de ceremonias a través de cuyos
ojos y obras nos adentramos en la mecánica de un ritual con tanta antigüedad;
la película, digo, ha tenido el don de
la oportunidad, puesto que se ha estrenado a pocas fechas de que se celebre un
nuevo cónclave en la realidad, cuyo comienzo, dado el caso del cardenal Becciu,
que reclama poder participar en él a pesar de un supuesto veto del papa fallecido,
presenta una extraordinaria similitud con lo que sucede en pantalla.
No son pocas las películas que tienen al
Vaticano y a los papas como protagonistas, desde Amén, de Costa-Gavras,
hasta la clásica Las sandalias del pescador, de Michael Anderson, pasando por El Padrino
III, de Coppola o las recientes Los dos papas, de Fernando Meirelles o Habemus papam, de Nani Moretti, y
en todas ellas uno de los grandes atractivos es la voluntad de adentrarse en
una cotidianidad opaca que en modo alguno está sujeta a la transparencia que se
exige a los sistemas democráticos, dada la índole de estado teocrático del Estado
Vaticano. La aparente naturalidad con que observamos procedimientos y espacios,
dado que los asistentes al conclave se mantienen aislados de la realidad, como
ocurre con los miembros de un jurado popular, para no tener más ocupación que
pensar en la persona digna de recibir su voto, convence a los espectadores de
estar auténticamente «dentro» de ese cónclave, del mismo modo que le parecía estar
dentro de la sala del jurado popular en una película tan excelente como Doce
hombres sin piedad, de Sidney Lumet. Y si añadimos que las votaciones del cónclave se
producen en la capilla Sixtina, con las pinturas de Miguel Ángel presidiendo el
único cielo posible sobre las cabezas de los cardenales, la majestuosidad del
rito alcanza un nivel de interés difícilmente comparable.
Un estado teocrático acoge también todas
las flaquezas humanas de los representantes de Cristo en la Tierra, de ahí que
lo que entendemos como «política» sea un factor decisivo en el desarrollo de la
trama, lo cual nos induce a ver a los candidatos muy alejados de la beatitud
espiritual que se le supone a quien ha de ser elegido papa de la Iglesia católica,
y sí como maquinadores que pretenden captar, mediante una sutil campaña de conquista
de voluntades, el voto de sus iguales. Tres personajes intrigantes descuellan
sobre el resto, encarnando tres posibilidades de elección con orientación social
muy distinta, y cada uno de ellos, cercanos o distantes del cardenal que dirige
el cónclave, Fiennes, realiza una actuación muy meritoria: Stanley Tucci, John
Lithgow y Sergio Castellitto, este último absolutamente impagable en el papel
de cardenal tridentino. La cotidianidad del día a día del cónclave ni siquiera
excluye que los enfrentamientos estén en un tris de resolverse de la manera
menos católica imaginable: ¡a puñetazos!, pero, al cabo, varones son todos los
miembros del cónclave y no están exentos de las pasiones humanas que a todos
nos afectan, con mayor o menor virulencia.
La irrupción de un cardenal no previsto en
la nómina cardenalicia, nombrado por el papa antes de morir, es la primera
anomalía de las no pocas que ha de resolver el cardenal que ordena los debates e
inicia las votaciones hasta que de una de ellas salga, por amplia mayoría, el
nuevo papa. No insistiré en la función simbólica de ese cardenal de Kabul, de
origen sudamericano, pero con él la película se adentra en una situación que, a
mi parecer, pone a prueba la credibilidad misma de la película, dado el
carácter no tanto inverosímil cuanto excesivamente imprevisible de lo que
sucede, y eso sí que atenta contra la renombrada diplomacia del Vaticano, de la
que se sabe que su eficiencia parece tenerlo todo previsto. El desenlace de la
película, aunque tiene aspectos muy cercanos a las realidades de este complejo
y banal siglo XXI, se desliza hacia un territorio absolutamente inexplorado
desde dentro de la Institución, y ese es el principal obstáculo para redondear
una película que se sigue como un thriller con sotanas, desde luego…
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