miércoles, 9 de abril de 2025

«Los restos del pasar», de Luis (Soto) Muñoz y Alfredo Picazo o la emoción.

 

Entre documental y leve ficción: una meditación sobre el tiempo, el pueblo, la naturaleza y la Semana Santa en Baena: la película que hubiera filmado Cristina García Rodero.

 

Título: Los restos del pasar

Año: 2023

Duración: 83 min.

País: España

Dirección: Luis (Soto) Muñoz, Alfredo Picazo

Guion: Luis (Soto) Muñoz

Reparto: Antonio Reyes; Rodrigo Ramírez; Paco Ariza; Rafael Ramírez; Jesús J. Corredor.

Música: Juan Marpe, Pedro Catalán

Fotografía: Joaquín García-Riestra Guhl.

 

          Solo Azar ha dictaminado que caigan mis ojos sobre una película en parte sobre la Semana Santa en Baena, y en su totalidad sobre la tierra, el pueblo, las tradiciones, el Tiempo —sí, con la mayúscula de la abstracción hecha duración humana— y la mirada que todo lo ve desde el enfoque privilegiado de la lente hipersensible al juego de la Luz —también con la mayúscula del poder que revela lo que existe en una dimensión artística única— que es la cámara cinematográfica, si bien captado.

Los restos del pasar es una portentosa película de raíz poética que hechiza al espectador y lo lleva de una a otras realidades de y en Baena, como si todo lo filmado, obra de siglos, naciera en ese momento en el que la palabra «acción», del director, es más infiel que nunca a su contenido. Sí, a veces el Tiempo se detiene, como ocurre en las películas de algunos grandes como Tarkovski, Béla Tarr, Dreyer o Bresson, y lo que la cámara engulle con avidez se metamorfosea en el rostro de lo misterioso esclarecido.

El lector de estas líneas puede pensar que la película es una sucesión de planos estáticos con una fotografía excepcional en blanco y negro, y otras en un color que adquiere textura tangible: por un lado, la propia de las pinturas de uno de los personajes, el pintor Paco Ariza, fallecido en 2023 y a quien la película rinde homenaje, articulando en torno a él y a un niño que a él se acerca, con la mirada inquisitiva y las preguntas desconcertantes que solo a ellos les es permitido hacer; por otro, el de las manos que cosen, cocinan, pintan, lavan…, las manos que le dan sentido al vivir cotidiano, de cuanto en ellas nos apoyamos para las más nobles y las más humildes tareas… Y al fondo o en primer plano, o al costado, el marco de los campos de olivos de Baena, incluso el tristísimo de los talados, o el propio entramado urbano que recorren los pasos en las procesiones de Semana Santa, llenos de imágenes asociadas a la religiosidad popular que las lleva en volandas por las calles estrechas donde, aquí o allá, una saeta te descose las arterias y te altera las venas, de puro sobrecogimiento y fe de carbonero.

La dimensión antropológica inequívoca del documental me ha traído a la memoria las fotografías imperecederas de Cristina García Rodero y, a su vez, me ha devuelto a los ya muy lejanos años de infancia, porque sorprende, a día de hoy del siglo de siempre poder filmar los rostros que aparecen en pantalla, como si emergieran de ese fondo secular en el que las generaciones se suceden unas a otras con mínimos cambios. La cámara no selecciona, pero recala en esos rostros anfractuosos o curtidos por las labores del campo, y sucede, a veces, que, en la celebración religiosa, hombres y mujeres se disfrazan, y algunos hay que se levanta la careta y el rostro aparece como otra careta que vuelve prescindible la de la máscara. Sobre todo en las muchas secuencias dedicadas a la vivencia de las procesiones, la cámara rueda desde ángulos privilegiados que permiten planos en los que entra la iglesia, el paso, la calle, los campos y las nubes… en perfecta simbiosis que expresa el latido humano de lo que es, de lo que dejará de ser cuando toquen, como  esa tarde están tocando, las campanas del campanario, y lo que quedará de cuantos pasaron.

La poderosa voz en off del adulto que en el presente es el niño al que vemos nos va guiando con un amor a todo cuanto aparece como un milagro ante nuestros ojos (personas, cosas, calles, campos, cielos, piedras, casas, enseres domésticos, pinturas, cocinas, gallinas, caminos…, ¡Baena!), pero se salva de la envenenada nostalgia y del ciego amor a lo propio: es una voz evocadora y respetuosa que aprecia los detalles mínimos, porque sabe que la grandeza de la vida no está en las grandes gestas, sino en los gestos repetidos ad náuseam, los gestos del vivir cotidiano que nos marcan y, en cierta poderosa forma, nos definen, y a nuestros semejantes: ¿qué son, si no, las «cofradías» de Semana Santa, sino la fraternidad en la igualdad de la devoción a «lo santo»?

Que esta película tiene una fotografía que cae dentro de lo real maravilloso ha de decirse bien alto, y el trabajo de Joaquín García-Riestra Guhl destacarse como, acaso, y sin desmerecer las otras autorías, la gran baza de la película. Alternar el blanco y negro y el color, sobre todo este último tan táctil, con el ascético de una bicromía tan artificial, ¡solo en el cine, y en las fotos antiguas, hemos visto todos la realidad en blanco y negro!, ha sido un total acierto. A mí me han venido a la memoria las imágenes del gran documentalista Robert J. Flaherty, Man of Aran, ¡y con qué nostalgia me quedé a las puertas de visitar esas islas en nuestro viaje a Irlanda, contemplándolas desde los Moher de Galway! ¡Qué sentido de la luz, de la composición y de la perspectiva hay en esta película que, a las puertas de la Semana Santa, nadie debería dejar de ver! Los planos estáticos que se centran en rincones de lo que bien podría considerarse casa-museo de Ariza o de las calles o templos del pueblo aparecen como un juego de impresiones que nos permiten, con un ágil montaje, algo así como una bendita inundación visual que contemplamos en un silencio reverente, admirado. El montaje es la otra baza fundamental de la película, porque, al margen de la historia del niño, de ojos renacentistas, construye una narración del Tiempo y, como lo tituló Hesiodo, de Los trabajos y los días que nos dejan helénicamente pasmados, lo cual es, como nadie ignora, el estadio inexcusable que precede al conocimiento. Lo que Soto y Picazo consiguen, ¡Meliès los bendiga!, es meterte el entramado urbano, humano y paisajístico de Baena en el corazón y, a partir de ahora, en la memoria. No son «restos» del pasar lo que vemos en la película, sino el latido humano de las vidas que pasaron, pasan y seguirán pasando y forjan realidades, desde la humildad del arte y de la cotidianidad.

¡No se la pierdan!

 

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