jueves, 6 de abril de 2017

La trilogía cerrada: “Las cosas de la vida” y “Ella, yo y el otro”, de Claude Sautet.


      

Las crisis del amor en el marco de la vida cotidiana o el realismo psicológico de un autor sutil y delicado: Las cosas de la vida y Ella, yo y el otro, de Sautet, o como el amor y el desamor nos determinan.

Título original: Les choses de la vie
Año: 1970
Duración: 85 min.
País: Francia
Director: Claude Sautet
Guion: Paul Guimard, Jean-Loup Dabadie, Claude Sautet
Música: Philippe Sarde
Fotografía: Jean Boffety
Reparto: Michel Piccoli,  Romy Schneider,  Lea Massari,  Gérard Lartigau,  Jean Bouise.

Título original: César et Rosalie
Año: 1972
Duración: 105 min.
País: Francia
Director: Claude Sautet
Guion: Claude Sautet, Jean-Loup Dabadie
Música: Philippe Sarde
Fotografía: Jean Boffety
Reparto: Yves Montand,  Romy Schneider,  Sami Frey,  Umberto Orsini,  Eva Maria Meincke, Isabelle Huppert.


La tercera película de la trilogía, Max y los chatarreros, ya la comentamos en este Ojo Cosmológico hace algún tiempo, si bien de forma aislada, como un magnífico ejemplo de polar original en el que la pasión se adueñaba, propiamente, de la trama policíaca. La presencia de Rommy Schneider en las tres películas y de Michel Piccoli en dos, le confieren a la trilogía suficientes elementos como para reconocerla como tal, aunque es la visión del amor con sus triunfos, sus derrotas, sus estrategias, sus desconciertos, sus caprichos, sus incertidumbres y la variadísima gama de emociones que suscita en los poseedores y los carentes de él lo que vertebra las tres películas. Hoy quiero comentar las dos películas que culminan la trilogía, lo cual me permite una visión de conjunto que aún me hace valorar mucho más el empeño de Sautet. Las cosas de la vida fue la primera, y la estructura compleja de la narración, en la que se alternan los flash backs con el presente del accidente de coche del protagonista, cuyo desenlace se mantiene hasta el final con gran inteligencia por parte del autor, quien va dosificando la información de tal manera que ni siquiera podemos intuir cuál será, contrasta, a mi parecer, con la sencillez del "caso", esto es, la materia narrativa propiamente dicha. La historia de un hombre que convive con una mujer y que previamente ha estado casado, relación esta última de la que tiene un hijo ya mayor, viene marcada por el debate interno del mismo entre la evocación idealizada del pasado y la atracción que siente por su amante. La naturalidad de la relación con su ex y su hijo, quienes parecen aceptar de sano buen grado en todo momento la nueva situación del padre y marido, contrasta con las dudas -acaso poco motivadas en la película, y ese sería su único punto débil- del protagonista respecto del futuro de su nueva relación. No acaba de quedar claro si hay un cierto “cansancio”, si ha llegado el desamor con su gélida presencia o si, realmente, lo que añora es la relación familiar de la que aparecen aquí y allá, a lo largo de la historia, no pocas visiones con solo lo mejor de ella.  El carácter introspectivo y dubitativo del personaje central deja en segundo lugar el interpretado por Rommy Schneider y en tercero el sobrio de Lea Massari. Hay una focalización excesiva en las dudas del protagonista, de quien se nos ofrecen innumerables planos en el coche que han de ponerse en relación con otros tantos, estupendos, que aparecen en las otras dos películas. Hay en esos planos de personajes conduciendo una fijación del cineasta que ha de ponerse en relación, me imagino, con la rueda de la Fortuna, o poco menos, porque en las tres películas se deciden giros vitales en ese acto cotidiano de la conducción. Actuaría, además, por vía irónica, como la antítesis de lo que les ocurre a los conductores: conducen el coche, pero no parece que sepan conducir su vida. En Las cosas de la vida, además, la secuencia del accidente, que va alternándose con la narración de la vida del protagonista y sus dudas entre los dos tipos de vida que se le ofrecen, el de su familia, ya hecha, y el de su amante, una vida por hacer, tiene un valor propio inmenso, porque parece que ese accidente, que se nos muestra, visualmente, desde casi todos los ángulos posibles, sea algo así como la clave de toda la película, el destino materializado en algo tan banal como un accidente de circulación y las severas implicaciones existenciales que de ellos se derivan. Sautet parece cifrar en la aleatoriedad de ese suceso una suerte de nihilismo de baja intensidad, no tanto un “qué más da todo si al final hemos de morir”, cuanto la inmensa fragilidad de los destinos humanos, cualesquiera, si, en medio del camino, siempre puede aparecer un obstáculo que da al traste con los más virtuosos deseos, y de ahí la morosidad con que se vuelve una y otra vez al momento trascendental de la película, cuando la parca Átropos decide cortar el hilo de la vida del protagonista y queda este abandonado al albur de perder la vida a consecuencia del accidente. Todo en la película transcurre sin salidas de tono, sin euforias ni depresiones, sin tensiones divorcistas ni juveniles entusiasmos anacrónicos de renovados amores en la madurez. Mucho primer plano de un introspectivo Piccoli permiten acceder a los resortes de la terrible decisión que ha de tomar, enviarle una carta a su amante diciéndose que todo ha acabado entre ellos y que, finalmente, no envía, aunque la lleve en la chaqueta que viste cuando se produce el accidente y él, arrepentido, vuela, literalmente, hacia ella para confesarle su amor. “Las cosas de la vida”, como titulo, es otra forma de expresar, retóricamente, el “es lo que hay”, “la vida es así” o el clásico “no somos nadie”, pero en estas “cosas” de Sautet hay un amor infinito al encuadre, al plano descriptivo y al silencio, porque, muy a menudo, las palabras enmascaran y el silencio libera. Se trata de una película triste, quizás demasiado, porque la presencia permanente del azar recuerda a los espectadores la suma fragilidad de su existencia, pero el artificio narrativo está construido de tal manera que incluso ese azar acaba formando parte del canto al amor que, también, es la película. A diferencia de las otras dos películas de la trilogía, en esta Rommy Schneider tiene un papel realmente secundario, aunque el director no escatima planos que nos la muestran como la belleza expresiva que siempre fue. Muy distinta aparece en Ella, yo y el otro, y con un protagonismo, si bien indirecto, que ha de competir con el desbordante de un Yves Montand que borda un papel dificilísimo: el del apasionado enamorado gañán, simple y hasta ridículo, a medio camino entre el sainete y la tragedia. Que el tal César, ella es Rosalie, sea chatarrero, es una suerte de guiño a la segunda película de la trilogía, Max y los chatarreros, porque el personaje de Montand está construido sobre la base de aquellos pequeños delincuentes de tres al cuarto que la poblaban, aunque la diferencia aquí es la legalidad del negocio, que no es tapadera de robos, y que el protagonista, un lince para los negocios, acaba aturdido por las complejidades del amor y de la mujer. A partir del regreso de un antiguo novio de Rosalie, anterior al fracasado matrimonio del que tuvo una hija, cuyo carácter y personalidad son diametralmente opuestos a los de su actual amante, el chatarrero, César, con quien convive libremente, sin ataduras formales de ningún tipo, la vida de los dos personajes que le dan título a la película en francés, César et Rosalie, se complica en una espiral de malentendidos por parte de César que irán del ridículo hasta la desesperación, desde el sainete hasta el drama, y, sobre todo, desde la seguridad de “una vida hecha” hasta la radical inseguridad de quien ha de competir con un rival ante cuyas armas, la dulzura, el amor, el respeto, la discreción, etc., poco a poco tendrá que claudicar el chatarrero, pues el apasionamiento de este más se parece al del propietario al que le roban un bien preciado, que al del amante para quien el amor es lo principal en la vida. Ni que decir tiene que el fondo natural de bondad de César es una baza que pesa en la balanza de sus virtudes casi tanto como la sofisticación intelectual y el amor respetuoso del rival, David. La rivalidad entre ambos hombres va ocupando cada vez más espacio en el desarrollo de la historia y, de nuevo, ella va desplazándose hacia un papel secundario, que culminará con su desaparición de escena, abandonando a ambos y revelando, con esa deserción, la ridiculez de la disputa ya sin objeto entre ambos hombres. Son momentos en que la comedia, porque la película está narrada en tono de comedia, se impone y logra verdaderos aciertos de guion. Montand logra una creación magnífica de un hombre noble, espontáneo, extravertido, popular, sencillo y aun hasta grotesco en ocasiones, pero lleno de vida y de un amor apasionado que lo llevará incluso a la violencia para defenderse del rival, y con ese “matonismo” de pega del terrible asesino que pretende ser se consiguen algunas escenas divertidísimas. La cotidianeidad, esa especialidad del cine francés, está plenamente conseguida y, a título anecdótico, le llama la atención al espectador la presencia de una adolescente Isabelle Huppert que hoy sí aparece en los títulos de crédito de la edición en video con una presencia que nada tiene que ver con un personaje que roza el carácter de extra casi sin llegar a secundario, pues no pasará de las tres frases en toda la película. Verla así es, sin embargo, evocar su rostro en aquella película maravillosa que me pareció en su momento La encajera, de temática relativamente parecida a la del excelente mediometraje de Antonio Drove ¿Qué se puede hacer con una chica? La realización de Ella, yo y el otro, un título infame en castellano, que más parece evocar ciertas películas italianas de los 70 en las antípodas de esta delicada historia de un triángulo totalmente escaleno que acabará enderezándose, a fuerza de tolerancia y de resignación, hacia un isósceles que aún complicará más la decisión de la mujer respecto de su futuro, en el caso de que quede claro, porque el final es de una deliciosa ambigüedad, que haya de tomar una decisión en un sentido u otro. El tono amable de comedia sentimental no impide que haya una reflexión seria sobre el papel del hombre y de la mujer en la relación amorosa, y César y Rosalie, a ese respecto, es una propuesta que va más allá de los celos patológicos para construir un espacio de libertad en el que poder decidir sin imperativos sociales o morales que condicionen fatalmente la decisión de las personas. La película, con preciosas estampas de cotidianeidad llenas de frescura y naturalidad, está muy en la línea de lo que quería ser una de las últimas películas, ya como protagonista, de Isabelle Huppert, El porvenir, de  Mia Hansen-Løve, aunque entre esta y la de Sautet haya el abismo que separa la impostura de la espontaneidad; y la verdad del mero simulacro.

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