domingo, 20 de abril de 2025

«Hijo de Caín», de Jesús Monllaó, una ópera prima sobresaliente.

Un tenso thriller psicológico colindante con el terror (y un homenaje a un icono de este género: Jack Taylor).

 

Título original: Fill de Caín (Hijo de Caín)

Año: 2013

Duración: 90 min.

País: España

Dirección: Jesús Monllaó

Guion: Sergio Barrejón, David Victori. Novela: Ignacio García-Valiño

Reparto: Julio Manrique; José Coronado; David Solans; Abril García; Maria Molins; Jack Taylor; Helena De la Torre; Abril García; Mercè Rovira.

Música: Ethan Lewis Maltby

Fotografía: Jordi Bransuela.

 

          Sorpresas te da la vida, que cantaba el panameño, y lo que empieza con cierta desazón, porque tengo que ver una película española bilingüe DOBLADA por completo al español, acaba convirtiéndose en un sólido ejercicio cinematográfico lleno de ideas brillantes y con una fotografía que le da a la película, rodada en la zona de la provincia de Tarragona, una dimensión artística indudable y poco común en nuestro cine actual. Es cierto que hay alguna flojedad en el personaje y la interpretación del psicólogo, pero incluso puede hacerse salvedad de ella para apreciar lo que va evolucionando con pulso firme hacia un thriller psicológico que nos mete de lleno en una película de terror en su desenlace. Desde que descubrimos la existencia del club de ajedrez como una dimensión extraordinaria de la realidad, casi como una secta de niños prodigio que se educan no solo en el arte del tablero, sino en el de la corte de elementos auxiliares que se precisan para destacar en esa lucha intelectual: la concentración profunda, el equilibrio armónico, la lectura infatigable de las aperturas y cierres, donde se fragua el destino de la mayoría de partidas, nos dejamos llevar hacia una realidad que combina el más estricto realismo y la imagnación más fértil. Que al frente de esa insólita academia peregrina en una provincia discreta de nuestra geografía esté Jack Taylor, un auténtico icono de las películas de terror de finales de los 60 y la década de los 70 en España, contribuye a crear ese clima de fatalismo contra el que el espectador quiere luchar. De hecho, los oportunos giros de guion nos desvían a un juego de culpabilidades que nos desconciertan justo cuando más seguros creíamos estar de nuestros convencimientos.

          La historia comienza con la descripción de una familia adinerada cuyo hijo mayor tiene un problema de comunicación con los padres, pero no con la hermana pequeña. El joven, cuya presentación, torva mirada incluida y desafiante presencia frente a un padre cuya envergadura es similar a la suya, recuerda a tantos jóvenes de películas de terror cuya sola presencia encarna a la perfección el trastorno y la amenaza. Los padres deciden buscar un psicólogo que lo trate, para reintegrarlo al seno de la vida familiar normal. Cabe indicar que la primera secuencia de la película, clave para el desarrollo de la trama, nos presenta al padre lavando a su hija, ¡a su princesita!, en la bañera. La niña y el hermano mayor se llevan entre ocho o diez años, lo cual justificaría el cariño paternal quien sabe si para una hija que ha llegado cuando ya no se esperaba ningún hijo más.

          La muerte por aparente atropello del perro de la familia, que el hijo, en un giro tétrico, ha arrastrado hasta el interior de la vivienda, metiéndolo en una cama, es el detonante de la decisión de los padres. Solo más tarde sabremos que el psicólogo que se encarga del joven fue un antiguo amante de su madre. Como la pasión del hijo es el ajedrez, nadie mejor que ese psicólogo, que fue, en su momento, un discípulo adelantado del director de la fantástica academia, para arrancar del joven sus secretos y disipar los nubarrones de su mente.

          La terca negativa del director de la academia a aceptarlo, una reacción casi instintiva, como si «oliera» el mal en el joven, nos parece, al pronto, un rasgo de ficción barata de terror; pero tras el examen pertinente, es aceptado y se incorpora al grupo, aunque manteniendo ciertas distancias y viviendo siempre obsesionado por la campeona del grupo, cuyos éxitos han llegado a la prensa. Todo da a entender que la motivación de ganarle, de demostrar su superioridad, entra dentro del espíritu competitivo propio del deporte como estímulo de superación individual. Tardaremos algún tiempo en percatarnos de que hay algo patológico en ese comportamiento, pero eso le corresponde al espectador identificarlo, porque es lo que provocará el magnífico desenlace que «corona» la narración.

          No todas las actuaciones son lo suficientemente convincentes para convertir la película en una obra redonda y rotunda, pero, con la única excepción del protagonista, Julio Manrique, algo desorientado en el papel de psicólogo, pero siempre lo suficientemente «funcional» para complementar las excelentes interpretaciones de Jose Coronado, David Solans y Abril García, quienes llevan el peso del juego de equívocos por el que nos lleva la narración con notable acierto. De hecho, parece que, en parte, la tesis de fondo de la película sea el escaso poder de la psicología para enfrentarse a los trastornos mentales, aunque bien puede ser una extrapolación subjetiva mía, por supuesto.

          La puesta en escena tiene a su favor la lujosa casa de la familia protagonista, con una terraza que permite tomas con el mar de fondo realmente espectaculares, y llamo la atención del espectador para que se fije en detalle en uno de los últimos planos, uno cenital, ya en pleno desenlace, porque son de esos que se recuerdan tiempo después de haber visto la película, signo inequívoco de que volveremos a cualquier obra del mismo director con un aval cierto y seguro.

         Al anecdotario pertenece lo mal que la Academia de Cine trató a esta película, impidiéndole participar, por rigorismo normativo, en la edición correspondiente de los Goya, lo cual, lejos de perjudicar a la película, le ha dado alas, y frente a ese desfile de vanidades que es la gala, la obra de Monllaó parece que ha hallado el favor del público, y no hay premio mejor. 

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