Un thriller canónico y de merecido rescate: el jardinero despechado o «el enemigo de las rubias...».
Título original: Without Warning!
Año: 1952;
Duración:75 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Arnold Laven
Guion: William Raynor
Reparto: Adam Williams; Meg Randall; Edward Binns; Harlan Warde; John
Maxwell;
Angela Stevens; Byron Kane; Charles Tannen; Marilee Phelps; Robert Foulk;
Connie Vera;
Robert Shayne.
Música: Herschel Burke Gilbert
Fotografía: Joseph F. Biroc
(B&W).
Como
espectador, me encantan los géneros bien definidos cuyos códigos exigen ciertos
rasgos de estilo que vamos buscando en la pantalla desde que sabemos a qué género
pertenece la película que nos disponemos a ver. Frente a esos códigos estrictos
caben dos posturas, ambas legítimas: respetarlos fidedignamente o violarlos
hasta volverlos irreconocibles y hacer dudar a los espectadores sobre la
naturaleza de lo que están viendo. Without Warning está dentro de
los primeros, y el arranque no deja lugar a dudas desde que la cámara enfoque,
por la noche, el rótulo de un motel y sigue progresando hasta llegar a una habitación
donde el asesino acaba de clavarle las tijeras de podar a la víctima, cuya
sangre se aprecia en la hoja antes de ser envainadas estas en la vaina correspondiente,
tras lo que el hombre abandona precipitadamente el lugar. La música que
acompaña esa secuencia es una poderosa partitura jazzística de Herschel Burke
Gilbert, otro profesional con un oficio comparable al del director, Arnold
Laven. Si esas tomas nocturnas en blanco y negro llevan, además, el sello de la
fotografía de Joseph F. Biroc, otro artesano clásico, con un enorme bagaje de títulos
en su sabia mirada, no solo a la escena del crimen, sino, en general, a un
desarrollo que va a combinar exteriores de Los Ángeles con interiores de la
policía, oficinas, laboratorio, coches, etc.
Desde
el comienzo se nos muestra el rostro del asesino identificado, y la película se
construirá en torno a un artificio pseudodocumental, remarcado por la voz en
off que guía a los espectadores en las técnicas de rastreo policial a partir de
la única prueba incriminatoria: un pequeño trozo del traje del asesino, a
partir del cual se despliegan los esfuerzos policiales infatigablemente para
evitar un nuevo crimen, porque se trata de un asesino en serie que escoge invariablemente
el mismo tipo de mujer: joven y rubia. En el desenlace conoceremos el porqué,
del mismo modo que solo muy cerca del final se logra estrechar el cerco a
partir de la identificación del arma homicida: unas tijeras de jardinero.
Me
ha parecido un gran hallazgo el hecho de que el asesino sepa que ha dejado tras
de sí una pista y que intuya que la policía lo busca, por eso nos da la
impresión de que se mueve en la historia con esa doble convicción: «Me buscan,
sí, pero están a años luz de poderme relacionar con esas muertes», lo que no
implica la mínima precaución de dilatar los asesinatos, pues se le impone la
necesidad compulsiva de cometerlos, y esa es, a fin de cuentas, la película:
que un psicópata haga caso omiso de las señales que le advierten del peligro y continúe
su cadena de ejecuciones, porque, más allá de las insinuaciones sexuales que
cruza con las víctimas, la película no se recrea en ellas, sino en la rapidez con
que mata a sus víctimas, habitualmente a principios de mes, cuando dispone de
efectivo para poder «alternar» en los bares donde mujeres solitarias de cierta edad
no le temen a salir de ellos con un hombre al que desconocen y pasar con él la
noche en un motel. Sí, claro, en una ciudad populosa, como Los Ángeles, estamos
hablando de la soledad y sus extrañas y a veces arriesgadas circunstancias. El
asesino, además, es un jardinero traumatizado que de ninguna de las maneras
lleva escrita en el rostro su condición; antes al contrario, se trata de un
hombre joven, atractivo, una pareja ideal para pasar un buen rato o para
intentar consolidar una relación estable. Ya anticipo, eso sí, que la
jardinería nada tiene que ver con su trauma, que es de naturaleza amorosa, pero
el contacto turbador con la hija de su suministrador, que ha llegado para
trabajar con él, le supone un desafío que la dirección acentúa con algunas
secuencias de movimientos casi
coreográficos y de planos estáticos turbadores, como en los que ella está
arreglando unas plantas y él está justo detrás, sin que se le vea la
cabeza, y con los brazos caídos, de
forma amenazadora, junto a ella. Desde esos planos sabemos que la ha escogido
como víctima, porque es tan joven, guapa y rubia, como la causante de su
trauma, pero ignoramos cómo y cuándo se cerrará ese acoso con la punta de sus
tijeras sobre su espalda.
De
forma paralela, el despliegue policial va a intentar, mediante mujeres policías
de las características de las víctimas, tender una celada al sospechoso
inidentificado, porque la película es fiel al seguimiento de los tanteos
policiales en una investigación que, como en tantas otras ocasiones, como en la
que se puede considerar modelo de la presente, La ciudad desnuda, de Jules
Dassin, va dando palos de ciego hasta que una intuición brillante, un golpe de
suerte o una deducción correcta ponen a la autoridad en el rastro que conducirá
al asesino. Las localizaciones son importantes, y si los bares, los moteles o
los coches son de dominio común en el género, la ubicación de la casa del
granjero en lo alto de un monte desde el que hay unas vistas extraordinarias de
la megalópolis y, sobre todo, la
persecución / caza del hombre en el vasto escenario de las cloacas como en las
que hemos visto las carreras de coches de Grease, de Randal Kleiser;
persecución que se extiende al mercado central de abastos, desde donde el
hombre encadena dos carreras de taxis diferentes para no dejar rastro, pero…
Sí,
por supuesto, han de lanzarse a verla, si son amantes del género, y no creo que
les decepcione.
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