martes, 15 de octubre de 2024

«Al volver a la vida», de Byron Haskin, el cine negro canónico.

 

La mafia blanqueada con sociedades pantalla o  cómo traicionar a un viejo socio de la manera más sofisticada.

 

Título original: I Walk Alone

Año: 1947

Duración: 97 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Byron Haskin

Guion: Charles Schnee. Obra: Theodore Reeves

Reparto: Burt Lancaster; Lizabeth Scott; Kirk Douglas: Wendell Corey; Kristine Miller; George Rigaud; Marc Lawrence; Mike Mazurki; Mickey Knox; Roger Neury.

Música: Victor Young

Fotografía: Leo Tover (B&W).

 

          Acaso no sea un noir como los de las «vacas sagradas» del género, pero a quien se acerque a este sólido ejemplo canónico del mismo, dirigido por Byron  Haskin —quien dos años después repetiría con la femme fatale Lizabeth Scott en  Demasiado tarde para las lágrimas, ya criticada en este Ojo—, no le van a faltar ni emociones ni un buen número de hallazgos de guion, estéticos, de fotografía, de puesta en escena y, sobre todo, de interpretación, con los que regodearse y disfrutar de un compendio de todas las virtudes del género y ninguno de sus pocos defectos, en los que se suele incurrir más por exageración, por sobreactuación, que por defectos obvios de realización.

          Un hombre con gesto adusto, mirada apesadumbrada y ninguna predisposición a la sonrisa es recibido en Nueva York por un amigo que le ha buscado un alojamiento. Un plano que recoge la sombra de unos barrotes en el pavimento, ante los que se detiene en seco el protagonista nos indican de manera muy concisa de dónde viene el recién llegado tras 14 años. Que el amigo le diga que ya le gustaría estar a él ni el 18% de lo bien que lo ve, provoca en el exconvicto una mueca de «No te pases, ¿vale?»,  que el amigo encaja de inmediato.

          En las oficinas de un club de moda en el corazón de la Gran Manzana, un  empresario de éxito, Kirk Douglas, con maneras de triunfador y habilidades de trilero para manejar situaciones y personas, conflictivas o propicias, sabe que su viejo colega de delitos de los años 30 ha salido de la cárcel, ha vuelto a Nueva York y no tardará en presentarse en su club para exigirle que cumpla un acuerdo de cuyo contenido nos enteraremos más tarde, cuando el `propietario organice una cena privada entre su viejo camarada y la cantante del local, amante suya, a quien le encarga averiguar cuánto pueda sobre las intenciones de su amigo. En su momento, fueron uña y carne y sellaron un pacto de ir al 50% en todo y guardárselo si uno u otro  había de pasar por el talego.

          El planteamiento dicotómico enseguida nos va a mostrar dos estereotipos inmaculados: el noble ladrón leal, fiel observante del código del hampa, y el ladrón cínico, sin escrúpulos, frío e inteligente, seguro de sí mismo, de su poder y de su encanto para embaucar al lucero del alba. Y sí, todo discurre de esa manera durante buena parte de la película. Un largo prólogo en el que la cantante sabe que su amante va a casarse con una dama de la alta sociedad para ganar reputación para el club, aunque le propone a ella seguir como están. Pero algo ha cambiado: Frankie, Burt Lancaster, le ha contado a ella la verdad de su vida y ella, conmovida porque, por vez primera un hombre la ha contado la verdad, comienza a ver a Dick, Kirk Douglas, como quien este acaba siendo.

          Cuando, finalmente, el propietario le dice la verdad, que el club que ambos poseían fue a la quiebra, que hubieron de venderlo y que lo que al exconvicto le corresponde son poco más de dos mil dólares, este decide formar una pequeña banda y presentarse en el local para exigir por la fuerza la mitad que él considera suyo de lo que Dick regenta. Y aquí entra en acción el gran personaje trágico y fatalista, Dave, que encarna un inspiradísimo Wendell Corey, parte del trío poseedor del negocio que hubo de venderse. La escena es colosal y recuerda, en parte, a la de la figura del abogado de los Corleone. Tom Hagen, que representa Robert Duvall. Poco a poco, para desesperación de Frankie, Dave le va explicando que, propiamente, Dick, solo posee participaciones en las diferentes sociedades a las que pertenece el club, y que no puede tomar decisiones que afecten al capital de las empresas sin contar con los accionistas de las sociedades que han de aprobar en Junta cualesquiera modificaciones o ventas o cesiones o lo que sea que se les presente. La rabia impotente de Frankie, que va in crescendo, es una clara muestra del cambio de la delincuencia organizada en apenas veinte años, de cuando ellos hacían contrabando de licores con la ley seca a la presente estrategia societaria que diluye la propiedad para burlar a la policía y al Fisco, acaba volviéndose contra él cuando su banda improvisada lo deja solo frente a su socio al ver que e este quien tiene todas las de ganar y la ley de su parte.

          La terrible agresión física que sufre Frankie a manos de los sicarios de Dick es el motivo dinámico que hace progresar la historia cuando el «contable», Dave, que siente devoción por Frankie, se pone de parte de este y amenaza al Dick con revelar ciertos trapicheos con la contabilidad que nadie conoce mejor que él. Ahí, Corey, que hasta ese momento ha representado la pusilanimidad a la perfección, adquiere una actitud desafiante que lo ennoblece. En una tan tópica como excelente escena de solitario callejeo nocturno, en el que una sombra sobre el pavimento sigue a otra sombra que va acelerando progresivamente sus pasos hasta desembocar en la carrera que una bala trunca rápidamente en un desolado callejón, se resuelve el trepidante comienzo del desenlace, porque, obviamente, Dick desvía, ante la policía, las sospechas hacia quien había amenazado a Dave. Para algunos críticos es un final algo desvaído. A mí, sin embargo, me parece que cumple todas las expectativas generadas por la trama, en la que nada estorba, por otro lado, el conato de romance entre Frankie y la cantante del local, una mujer curtida en la adversidad y huérfana de madre desde los tres años.

          No voy a defender que la historia no recurra a muchos tópicos del género, pero los diálogos tienen réplicas exquisitas, propias del guionista que un lustro después escribiría el guion de Cautivos del mal, de Vincente Minnelli, acaso uno de los grandes papeles de siempre de Kirk Douglas: 

Frankie (dirigiéndose a Kay, la cantante, en la cena en la que él le revela su pasado): Don't worry about me, kid. I just got outta prison, not college

La señora Richardson, de la alta sociedad neoyorquina, que va a casarse con su antiguo camarada, Dick, estando los dos sentados en la barra: I'm Mrs. Alexis Richardson.

Frankie Madison: You say that like it was spelled in capital letters.

Noll, Dick, Turner, cuando quiere impedir que la señora Richardson monte un escándalo en el club, tras su rifirrafe con Frankie: Alexis Richardson: [Dick la agarra férreamente por el brazo] You're hurting me. Noll Turner: And you love it. 

O, finalmente, cuando «monta» la cena sonsacadora enttre Frankie y Kay, su amante y cantante:  Sure, that's why men take women to dinner - to have someone to talk about themselves to.

          Estamos, como se lee, ante una muestra potente de un género que aún está lejos de ver su decadencia, desde luego.

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