Una historia de lo inconfesable y las vidas en los márgenes del mainstream.
Título original: Eileen
Año: 2023
Duración: 96 min.
País: Estados Unidos
Dirección: William Oldroyd
Guion: Luke Goebel, Ottessa Moshfegh. Novela: Ottessa Moshfegh
Reparto: Thomasin McKenzie: Anne Hathaway; Shea Whigham; Marin Ireland;
Owen Teague; Siobhan Fallon; Jefferson White; Sam Nivola; Lauren Yaffe; Tonye
Patano; William Hill; Sean O'Pry; Julian Gavilanes; Peter McRobbie; Peter Von
Berg; Patrick ; Alexander Jameson; Joel Garland.
Música: Richard Reed Parry
Fotografía: Ari Wegner.
Siete años tardó
Oldroyd en rodar su siguiente película, a pesar de que Lady Macbeth tuvo
buena acogida crítica y de público: costó medio millón de libras y recaudó
cinco millones de dólares, algo insospechado para la inmensa mayoría de las películas
que se producen en España con mayor inversión que esta. Son datos que hacen inexplicable
esa tardanza, excepto por causas que me son desconocidas, como dirigir series o
simplemente tomarse con calma los proyectos. Como no me acordaba de que Oldroyd
era el director de quien había visto Lady Macbeth, escogí la película por un
tráiler en el que las dos protagonistas anunciaban un intenso amor lésbico en
un curioso ambiente penitenciario a comienzos de los 60 del pasado siglo en
Usamérica: Anne Hathaway, siempre esplendorosa, ponía todo el glamur en los
planos para asistir al deseo de ser seducida de la joven Thomasin McKenzie, de
ingrato destino vital donde los haya, porque, habiendo perdido a su madre, trastornada
mentalmente, se dedica a cuidar de su padre, alcohólico y exsheriff
amante de armar escándalos públicos que requieren la intervención de sus
antiguos compañeros para apaciguarlo y que la cosa no vaya a mayores. Eileen, además,
trabaja en la penitenciaría como secretaria o, propiamente, «chica para todo».
A ese recinto carcelario, y tras la jubilación del último doctor, llega una
psicóloga de Harvard, dispuesta a cambiar algunas normas ya establecidas y a
mejorar la atención a los pacientes. El impacto que causa en Eileen la joven universitaria, por su belleza, su
estilismo y su simpatía y deferencia hacia ella, en quien se fija con tan insólita
intensidad que parece más una promesa que una muestra de curiosidad o de
cortesía.
Eileen es una
joven dominada por un fuerte impulso erótico que satisface, de forma solitaria,
con la contemplación de otras parejas en zonas de aparcamiento retiradas donde
las parejas usan el coche como lugar de encuentro sexual. Tiene una vivísima
imaginación, proclive a la expresión de la violencia extrema, sea contra ella
misma, sea contra su padre o contra cualquiera en quien se fije esa imaginación
activísima. Por si fuera poco, además, la policía pone bajo su custodia el arma
de su padre, quien se había entretenido, una tarde, en apuntar con ella a los
niños que volvían de la escuela, con la consiguiente alarma de las madres y de
otras personas del vecindario.
No se ha de
insistir en que la época está reconstruida con una fidelidad exquisita y en que
la fotografía contribuye al fortalecimiento de esa sensación de estar
contemplando una historia antigua, no solo por los exteriores, en tiempos de
nevadas, sino por los tenebrosos interiores en los que nada bueno se cuece y
las tensiones entre padre e hija, por ejemplo, nos ofrecen escenas de mucha intensidad
dramática, porque al padre, a pesar de su discapacidad, no le pasa por alto la
inseguridad radical de su hija, con escasa experiencia y excesiva ingenuidad,
aunque pasa por ser la responsable de ambos.
La película,
obviamente, se centra durante buena parte de su metraje en lo que supone para
Eileen, condenada a una vida sorda y monótona, la irrupción de Rebecca, lo más
parecido al ideal de mujer que pudiera haber imaginado: culta, segura,
universitaria, profesional cualificada… Que la nueva psicóloga ponga sus ojos
en ella la hace concebir la esperanza de acceder a la primera relación «interesante»
y significativa en su vida. Y la película juega con la atracción erótica entre
ambas para insinuar lo que, finalmente,
no llega a ser. Pero el modo como Eileen se acicala para estar a la altura de
su posible pareja erótica está narrado como un ritual de superación personal,
de reencuentro con ella misma, es decir, con la ella que siempre ha querido
ser, y que solo ha emergido al contacto con otra mujer real digna de
admiración, sobre todo desde su posición subalterna y sin cualificar.
La
historia, en un momento dado, cuando todo pinta con los mejores colores para
las esperanzas de Eileen, dad un giro de 180º y nos aboca a una situación
totalmente inesperada y de una crudeza que estaba implícita en la vida de
Eileen, pero de la que ella quería huir a través de su relación con Rebecca. El
detonante es un joven interno en quien Eileen ya había puesto sus ojos eróticos.
El joven es convocado junto con su madre para mantener una reunión de terapia familiar
que permita esclarecer por qué el hijo, al cuidado profesional de Rebecca,
apuñaló a su padre hasta matarlo, un asesinato con ensañamiento cuya ausencia
de motivación clara intriga a la psicóloga. La reunión con la madre acaba fatal,
pues esta huye del hijo para no sufrir una agresión verbal que no cree merecer.
El doble rechazo al padre y a la madre es el quid de una compleja
relación que Rebecca pretende desentrañar. Está claro que, desde este momento
en adelante, al crítico le está vedado decir nada que pueda arruinarles el
desenlace a los espectadores, porque, como es obvio, hay películas cuyo
desenlace es el acto más importante. En este caso todo se complica a unos
niveles de violencia y engaño difíciles de soportar, y solo diré, en honor a su
realización, que mi Conjunta hubo de taparse la mirada y que ambos evocamos la
situación del primer capítulo de Breaking Bad, de Vince Guilligan, ese
por el que a punto estuvo de perderse toda la serie, una auténtica obra
maestra. Mi nombre era Eileen no llega a ese nivel, por supuesto, pero,
en relación con Lady Macbeth, tengo la sensación de que Oldroyd ha afinado
el sentido narrativo y ha perfilado mejor la tormentosa psicología de ambas
protagonistas, que se mueven en ese agitado océano de lo morboso y lo
irracional.
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