viernes, 26 de septiembre de 2025

«Veinticuatro ojos», de Keisuke Kinoshita y «Pechos eternos», de Kinuyo Tanaka, cimas del cine japonés.


Título original: Nijushi no hitomAño: 1954

Duración: 149 min.

País: Japón

Dirección: Keisuke Kinoshita

Guion: Keisuke Kinoshita. Novela: Sakae Tsuboi

Reparto: Hideki Goko;  Hideko Takamine; Yukio Watanabe; Hiroko Ishii; Kaoko Kase; Makoto Miyagawa; Jun'ichi Miyagawa; Takero Terashita; Setsuko Kusano; Shirô Watanabe; Yumiko Tanabe; Ikuko Kambara; Yasuko Koike; Hiroko Uehara; Kunio Sato.

Música: Chuji Kinoshita

Fotografía: Hiroyuki Kusuda (B&W).

 

 





                                                                        


Título original:  Chibusa yo eien nare

Año:  1955

Duración: 110 min.

País: Japón

Dirección: Kinuyo Tanaka

Guion: Sumie Tanaka

Reparto: Yumeji Tsukioka; Ryoji Hayama; Junkichi Orimoto; Hiroko Kawasaki; Shirô Ôsaka; Choko Iida;

Masayuki Mori; Yôko Sugi; Kinuyo Tanaka; Bokuzen Hidari; Toru Abe.

Música: Takinori Saito

Fotografía: Kumenobu Fujioka.

 

La historia japonesa a través de una joven maestra en una isla apartada y la biografía de una poetisa marcada por el cáncer de mama: Fumiko Nakajō, dirigida por una «institución» del cine japonés: Kinuyo Tanaka.

 

          Así, de primer recuerdo, tengo la impresión de que la década de los 50 corresponde a una exlosión de creatividad en el cine japonés que, sin embargo, no tiene nombre que la identifique, como si ha pasado con otras explosiones en otras cinematografías: La nouvelle vague, el Neorrealismo italiano, el Free Cinema inglés o el Novo Cinema brasileño, por ejemplo. Es cosa de sentarse a estudiarlo, por supuesto, y, sobre todo, dar con la fórmula que sea capaz de unir bajo un mismo marbete a directores tan iguales y distintos como los que saltan a la memoria de todos: Mizogouchi, Ozu, Kurosawa, Kobayashi o los dos que hoy traigo a mi Ojo: Kinoshita y Kinuyo Tanaka, esta última un caso singular, porque, a pesar de las muchas películas japonesas que he llegado a ver en toda mi vida, ninguna de ellas había sido dirigida por una mujer. ¡Y menudo descubrimiento, además! Kinuyo Tanaka, actriz venerada en Japón, quien trabajó con todos los grandes, y muy especialmente con Mizoguchi, pues participó en quinc3e de sus películas, solo dirigió seis películas, pero si todas tienen ni siquiera el cincuenta por ciento de la calidad de Pechos eternos, bien podríamos decir que cualquier Filmoteca que se precie debería dedicarle una retrospectiva de toda su obra. Pero sigamos el orden cronológico.

          Esta es la primera película que veo de Keisuke Kinoshita, un director con quien se formaron otros de la categoría de Kurosawa o Kobayashi, y ya me he dicho que no será la última. Se trata de un caso de vocación tempranísima, pues a los ocho años ya quería dedicarse al cine. Estamos, pues, ante esos casos de directores precoces, que como nos contó Spielberg en su autobiografía encubierta, Los Fabelman, han nacido ya con los negativos en la mano, como quien dice… Veinticuatro ojos es una película-río que narra la historia de Japón a lo largo de dieciocho años cruciales en su Historia, porque se inicia con la tentación autoritaria y la invasión de Manchuria y acaba con la terrible derrota y humillación de la Segunda Guerra Mundial.

          Kinoshita ha escogido un mirador alejado del centro político, algo así como el eco de los centros de poder. Rodada en una de las islas de Japón, la isla de Shodoshima, una joven moderna, que viste a la occidental y se desplaza con una bicicleta, es enviada como maestra de primer grado a una escuela de primaria, y esos veinticuatro ojos son los de sus doce alumnos, a quien irá conociendo poco a poco, y con quienes establecerá lazos afectivos que se extenderán a lo largo del tiempo. Reconozco que cada vez que entro en una película japonesa clásica me encuentro como en casa, porque su cultura ritual y sus maneras de relacionarse me parecen la mar de relajantes. La quintaesencia del respeto y la cortesía serían vistas hoy, aquí en España, como un ceremonial ridículo, pero a mí me depara una tranquilidad que me permite seguir con fervor las peripecias de los personajes cuya historia se me narra. La señorita «guijarro», pues eso es lo que significa el nombre de la profesora, Ôishi, va a iniciarse en la profesión docente con unos niños cuyas muy diferentes circunstancias personales va a ir detectando y conociendo poco a poco, pero lo importante es el afecto que todos ellos le profesan, lo que, tras un infortunado accidente de la profesora, los lleva a realizar una larga caminata hasta su casa, para inquietud y desesperación de sus padres que comprueban que no han vuelto a casa de la escuela. ¡Qué secuencias tan emotivas, las de esa caminata! La profesora abandona la profesión tras casarse y tener sus propios hijos, pero vuelve a la escuela para encontrarse en el ultimo grado con sus alumnos. Y entonces se produce el cambio social hacia el totalitarismo que acabará desembocando en una política militarista que llevará a Japón a invadir Manchuria y, después, a participar en la Segunda Guerra Mundial. La relación con los alumnos, próximos por edad a servir en el ejército, significará para su profesora una horrible perspectiva, porque son muchos los que van, pero muchas urnas funerarias, también, las que regresan. De hecho, la profesora recibe una amonestación, e incluso lega a perder su puesto, por haber expuesto algunas ideas en clase que pueden asociarla con la izquierda. Decide, pues, apartarse, como dijimos, de la docencia y hacer su vida, aunque su marido es una de las víctimas de la invasión y ella ha de sacar adelante a su familia. Que la acción transcurra en una isla permite no solo disfrutar de unos exteriores privilegiados, sino de un ritmo vital que nada tiene que ver con el propio del siglo xx, y ello facilitará un buen número de escenas musicales en las que los niños y la profesora estrechan sus lazos afectivos. He leído alguna crítica a «tantas canciones», pero también se canta en las películas irlandesas de Ford, ¿no? o en El arpa birmana, de Kon Ichikawa, por ejemplo. A mí, amante del cine musical, todas esas canciones me han parecido un vehículo narrativo excepcional y, además, me he llevado la sorpresa de que el director ha usado como banda sonora en no pocas partes de la película el Auld Lang Syne que se popularizó en Usamérica a partir de 1929, siendo, en origen, una canción popular escocesa para celebrar el Hogmanay, el último día del año. En todo caso, esa elección nos habla del interés con que el cine japonés estuvo atento al cine usamericano.

          De hecho, la película bien puede considerarse un melodrama, porque las emociones están constantemente a flor de piel y hay muchas escenas en que se desafía la sequedad del lagrimal. Sinuosamente, porque la profesora «guijarro» vuelve, ya de mayor a la escuela, para encontrarse con otros «veinticuatro ojos», aunque esta vez sus alumnos le ponen el mote de «llorica», por cómo vive ella las noticias que le llegan de sus antiguos alumnos y sus terribles destinos, la película nos ha ido contando cómo se vivió en una isla relativamente remota, esos dieciocho años cruciales de la historia moderna del Japón.

          Son incontables los momentos estelares de la película, pero, junto a los muy dramáticos, escogeré dos muy significativos: la visita a otra isla donde una de las alumnas de la profesora se ha tenido que poner a trabajar como camarera, explotada a sus muy pocos años: la escena del recibimiento de la dueña, explotadora de la menor, hiela la sangre. La otra, muy distinta, es el cruce de dos barcos, en el que viaja la profesora con sus niños cantarines y en el que viaja quien es su flamante marido. ¡Con qué mimbres tan sencillos se crea el más primoroso de los cestos significativos!

          La película es forzosamente larga, dada la materia narrativa, lo cual permite ver la magnífica selección de actores infantiles y adolescentes que acompañan la vida de la profesora, dándole un sentido a su existencia que constituye la mejor recompensa posible para un profesional de la docencia: que por el amor al saber se fortalezca el amor a nuestros semejantes.

         

          Dije al comienzo que, ¡por fin!, había visto una película de una directora japonesa, tras tantísimas películas de ese país como he visto y disfrutado, y me reconozco cierta adicción a esa cinematografía, aunque como soy un diletante profesional (y permítaseme el oxímoron) no me he dedicado en exclusiva a elaborar algún estudio sobre ello, sin duda porque ya habrá muchos otros de auténticos especialistas que me ahorran el trabajo. Mi admiración hacia Kinuyo Tanaka , a quien su director y amigo Kenji Mizoguchi solía llamar Oharu, la protagonista de una de las quince películas que rodó con él, es casi incondicional, porque nunca la he visto interpretar por debajo de un nivel de excelencia muy difícil de conseguir. Ella dirigió esta película sobre la poetisa Fumiko Noe (nacida Nakajō en 1.922 en Obihiro), fallecida a la temprana edad de 32 años en Sapporo tras una ardua lucha contra un cáncer de mama en 1954, un año antes de que se rodara la película. La poetisa, llamada en el filme Fumiko Shimojô, papel que interpreta con exquisita delicadeza emocionao Yumeji Tsukioka, es una madre de familia despreciada por su marido, quien tiene una aventura extramatrimonial que acabará provocando el divorcio entre ellos, y la consiguiente vuelta a casa de sus padres con sus hijos (en la película son dos, en la realidad fueron seis…). Durante toda su vida, Fumiko se ha dedicado a la poesía y forma parte de un club de poetas locales, entre quienes cae como una bendición que una publicación de la capital se haya interesado por ellos y esté dispuesta a publicar algunos de los poemas de miembros del grupo. Durante ese proceso, a la poetisa le detectan un cáncer de mama y sufre una doble mastectomía.  El interés del diario de la capital por la poetisa seriamente enferma, pendiente de morir en cualquier omento, porque así es, con ese interés morboso, como se presenta el periodista que quiere entrevistarse con ella y a quien ella, enterada de esa perspectiva amarillista se niega a recibir. La película da un giro importante en ese momento, porque tras entrevistarse, finalmente, con ella, la relación de tensión y rechazo dará lugar a un acercamiento emocional y afectivo que poco a poco acabará convirtiéndose en su verdadera relación amorosa, aunque, antes, ha estado enamorada del marido de una amiga, con quien compartió los estudios, si bien jamás llega a dar el paso de disputárselo a su amiga, aunque haya señales, por ambas partes, la de ella y la de él, de un entendimiento tácito, no solo por su común afición a la poesía, que no puede entenderse más que como complicidad amorosa, y no hay más que recordar la poética secuencia del breve paseo hasta el autobús bajo la lluvia. La muerte del amigo va a significar un trauma en su vida, y de él solo la salva el joven periodista, Akira Otsuki, interpretado por Ryoji Hayama,  quien la anima a seguir escribiendo, pase lo que pase; la salva, además,  con una dedicación a su persona que llega incluso a poner en peligro su propia carrera como periodista, pues se instala con ella en el sanatorio donde convalece la poetisa, y desde donde envía al diario sus poemas bajo un título evocado en el de la película: Pechos perdidos, lo que se recibe, públicamente, como una auténtica revelación literaria de primera magnitud.

          No sé si una historia así había de contarla una mujer, dado lo que supone para cualquiera de ellas una doble mastectomía, pero lo cierto es que Kinuyo Tanaka ha sabido entender a la perfección el drama interior de una mujer que ya antes de padecer su enfermedad, ha tenido que lidiar con un hombre que no la respetaba y a quien sorprende en su casa con otra mujer. Verse enfrentada al mundo desde la soledad de una mujer divorciada que ha de preocuparse por sus hijos, no es una perspectiva fácil de entender en su totalidad con la sensibilidad con que Tanaka ha sabido hacerlo. Y desde el punto estrictamente cinematográfico, bien puede decirse que aprendió perfectamente la lección gratuita que supuso trabajar con los grandes genios del cine japonés. Toda la parte final de la convalecencia en el hospital y lo que tiene para ella de última morada sabe aprehenderlo con maestría la cámara de Tanaka, como lo demuestran esos planos del pasillo que lleva a la morgue del hospital o el encuentre de la poetisa con el periodista tomado desde el exterior, lo que sitúa a los personajes tras unos barrotes que significan la prisión dela que la enferma no podrá salir con vida. Por no hablar de los primeros planos de la actriz con el pelo muy corto y marcadas ojeras… y del encuentro erótico entre ambos protagonistas, cuando, echado él en el suelo donde duerme, al pie de la cama de ella, Fumiko emerge lentamente junto a él, acariciándolo… ¡Extraordinario, todo! Una obra a la altura de los autores con quien Tanaka rodó tantos años.

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