Entra la evasión y el principio de
realidad: La isla soñada, otra “joyita”
de Charles Crichton.
Título original: Another Shore
Año: 1948
Duración: 77 min.
País: Reino Unido
Director: Charles Crichton
Guión: Walter Meade (Novela:
Kenneth Reddin)
Música: Georges Auric
Fotografía: Douglas Slocombe
(B&W)
Reparto: Robert Beatty, Moira
Lister, Stanley Holloway, Michael Medwin, Sheila Manahan, Fred O'Donovan,
Desmond Keane, Maureen Delaney, Dermot Kelly
Pronto hará dos meses del fallecimiento de Douglas
Slocombe, director de fotografía cuyo nombre se asocia a películas que todo el
mundo guarda en la memoria, tanto “de autor”, como “comerciales”, desde El sirviente, de Joseph Losey hasta En busca del arca perdida, de Spielberg.
Si inicio la crítica de esta película de Charles Crichton por él es porque el
blanco y negro de La isla soñada con
que se retrata la ciudad de Dublín, amén de los interiores donde transcurre esta
poética comedia, me ha traído a la memoria las otras dos película de Crichton que he recomendado con
fervor desde este Ojo cosmológico, El tercer secreto, accesible, ignoro si
por desidia de los propietarios del copyright o por infame transgresión del
mismo, para quien no quiera perdérsela, en YouTube, y Clamor de indignación, Hue
and cry, ambas extraordinarias y ambas, claro está, con fotografía de
Slocombe. La excelencia de la fotografía en todas esas películas les concede a
las mismas una pátina de calidad que luego el director se encarga, con la
puesta en escena y impecable narración, de acreditar definitivamente, amén de
la indiscutible bondad del trabajo de los actores, sobresalientes en La isla
soñada, aun a fuer de desconocidos para el gran público, porque la película
se nos presenta, en apariencia, como un producto local, una comedia de la
Ealing, la gran fábrica del cine inglés de posguerra, especializada en un
género, la comedia, que no excluye, por supuesto, cierta crítica social y un
exquisito gusto por la sátira “al modo inglés”, esto es, la sutileza extrema de
la ironía. De los estudios Ealing, además de las de Crichton, ya señaladas, conviene
recordar que salieron clásicos del cine como Passport to Pimlico (1949), The
Lavender Hill Mob (1951), The Man in
the White Suit (1951) y The
Ladykillers (1955). Es decir, que, a pesar del “localismo” de sus
producciones, o precisamente por ello, se rodaron en esos estudios, los
primeros de la historia del cine, verdaderas joyas del cine mundial.
La isla soñada, cuyo título en inglés Another shore (“Otras costas” podríamos
traducir) acentúa la poeticidad del argumento, tiene un planteamiento sencillo
entre la necesidad de evasión de la chata realidad y la aceptación de la misma,
con la cereza del pastel que es el amor. La dialéctica entre la libertad y el
sometimiento a la rutina es constante a lo largo de la película, cuyo
protagonista se debate entre perseguir su sueño, irse a una isla del pacífico, la
idealizada Charatonga, o aceptar el amor de una mujer y construir con ella su
vida “como todo el mundo”, desoyendo la llamada de esa vida idealizada. Como
anda más que escaso de bienes propios, el protagonista frecuenta cada día un
cruce de la ciudad de Dublín en el que se producen más accidentes de tráfico,
con el fin de adelantarse a socorrer a algún anciano o anciana que,
agradecidos, le nombren su heredero y pueda reunir las 200 guineas (algo más de
200 libras) que le cuesta el pasaje a la libertad. Con quien se encuentra es,
sin embargo, con un borrachín, controlado por su hermana, a quien vigila su
chófer, pero que, como él, es un enamorado de Tahití, adonde invita a viajar al
soñador con él, una vez ha fallecido su hermana y puede volver a disponer de su
dinero. La comedia, entonces, se acerca algo que podríamos considerar un “desmelenamiento”
de la trama, sin llegar a la screw ball
comedy, y progresa con divertidas y aceleradas secuencias hacia un final en
el que la mujer enamorada fuerza al azar para impedir que se vaya el “hombre de
su vida”. Las escenas en la feria, antes del desenlace, tienen una fuerza
visual y sociológica enorme, a lo que contribuye no poco el blanco y negro de
Slocombe, de quien Spielberg comentaba que jamás le había visto usar el
fotómetro… El planteamiento puede parecer algo insulso, esa tensión entre el
soñador irredento y la dura realidad, pero, a su modo, me recuerda no poco la
excelente película de John Schlesinger, Billy
, el embustero, con un sorprendente Tom Courtenay y la aparición espectacular
de una jovencísima Julie Christie, película que acaso debería haber criticado
aquí, ahora que la recuerdo. A pesar, digo, de ese arranque poético que tiene
la película, esta progresa con buen pie hacia un desenlace que, ajustado al
principio de realidad, pretende comunicar un optimismo muy apropiado para una película
realizada en la inmediata posguerra, tal y como sucedía en Clamor de indignación, sin que, por ello, ninguna de esas películas
pueda ser tildada de cine propagandístico. A mí me parece que Crichton es un
autor que debería ocupar un lugar más importante en el cine europeo y, por
descontado, en el inglés, pero tiempo vendrá en que eso suceda, porque sucederá.
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