La insólita yakuza de los vencedores en el
Tokio posbélico: La Casa de bambú, un
thriller estilizadísimo, con un color espectacular, de Samuel Fuller.
Título original: House of
Bamboo
Año: 1955
Duración: 99 min.
País: Estados Unidos
Director: Samuel Fuller
Guión: Harry Kleiner
Música: Leigh Harline
Fotografía: Joseph MacDonald
Reparto: Robert Stack, Robert
Ryan, Shirley Yamaguchi, Brad Dexter, Biff Elliot, Sessue Hayakawa, Cameron
Mitchell, Sandro Giglio
A Fuller no es difícil aficionarse, sobre todo después
de haber visto obras de tan distinto pelaje y tan personal factura como Perro blanco, Yuma o La muerte del pichón, entre muchas otras, pero ignoraba
que La casa de bambú le disputa la supremacía
en mi estimación a todas ellas. Se trata de la primera película en color, ¡y
qué color!, que rodó Fuller, y, gracias también al arte sutil y perfecto de
Joseph MacDonald -hay escenas de interior en las que la iluminación es un
prodigio-, puede decirse que el heterodoxo artista norteamericano se empeñó en
dejar una lección para la posteridad del uso del cromatismo. Que la película
fuera la primera película hollywoodiense que se rodaba en Tokio después de la
guerra añade un interés suplementario a lo que, en términos artísticos puede
considerarse un remake de una película tan destacada de la historia del cine
negro norteamericano como es La calle sin
nombre, de William Keighley. Ahora bien, la traslación de la acción al
Tokio contemporáneo, con el añadido exótico del inevitable choque de culturas,
en forma de romance entre el protagonista que se infiltra en una banda de gánster
y la viuda de uno de ellos, asesinado por la propia banda, redimensiona de tal
manera el remake que bien podemos hablar de una obra que solo toma prestado el
argumento de la otra. ¿Dónde está la diferencia? Básicamente en la manera como
Fuller la rodó, con una elegancia estilística que le llevó a concebir cada
plano minuciosamente, con una suerte de querencia por la profundidad de campo,
el uso del picado y del contrapicado, además del zoom, que dota a la película
de un estilo no diré que ajeno al resto de su cine, pero sí tan acentuado que
propiamente se convierte en una obra personalísima. La presencia del Fujiyama se
convierte en una constante de la película, desde ese plano contundente del
cadáver del militar norteamericano asesinado al inicio de la película y motor,
lógicamente, de la búsqueda de sus autores por parte de la inteligencia
militar.
Es perceptible, en la pequeña cabaña del jardín, donde se sirve el té,
la presencia del gran monte al fondo, casi como punto de fuga del encuadre,
algo que se repite en otros planos. La historia juega al despiste al dosificar
la información que se le suministra al espectador, sobre todo cuando uno de los
protagonistas, Robert Stack, entra en escena como un exsoldado camorrista y
pendenciero que quiere abrirse camino como mafioso en el Japón vencido.
Inmediatamente choca con una banda que controla el territorio en el que quiere
implantarse y cuyo jefe no es otro que un elegantísimo, y hasta dulce en sus maneras
y modo de hablar, Robert Ryan. Desde ese momento, asistimos a un duelo
interpretativo de muy alto nivel. Admitido en la banda, el recién llegado
levanta sospechas tras una ausencia de difícil justificación, lo que le lleva a
improvisar una relación con la viuda de un miembro de la banda que ha sido
asesinado, al parecer, por la propia banda. Esa relación, que adopta la forma
cliente-geisha, acabará imbricándose con la trama del infiltrado y creando no
pocos momentos de tensión que desembocarán en un final, en un parque de
atracciones, eco cercano de El tercer
hombre y con una planificación que recuerda mucho el mejor cine de
Hitchcock, con algunos planos tan soberbios como el del gánster subido a la
rueda panorámica desde la que se divisa la ciudad y donde tiene lugar el
desenlace.
Aunque sea un thriller, La
casa de bambú es una película visualmente tan extraordinaria que da
exactamente igual conocer la trama al detalle, porque no son ciertamente pocos
los planos memorables que nos deja en la memoria cinéfila, como los del
interior de la casa del agente infiltrado cuando la mujer decide arriesgarse y
adoptar el papel de su querida, unos planos en los que el claroscuro clásico
del cine negro es sustituido por unos colores mate extraordinarios, con una textura
casi pictórica, algo que ocurre, igualmente, en las escenas a plena luz del
día, en que tan poderosamente se destaca la armonía de colores en cualquier
plano. El choque de culturas y la progresiva occidentalización de Japón se
resume maravillosamente en la escena de la fiesta que da el jefe para celebrar
el éxito de un golpe en el que, contrariando su ley: rematar a cualquier
miembro que sea herido, porque todos acaban hablando si son capturados, le ha
salvado la vida al militar infiltrado, lo que algunos críticos interpretan como
una delicada insinuación de la homosexualidad latente del personaje; en esa
fiesta, un grupo de geishas interpretan danzas tradicionales con la típica
música japonesa, pero, de repente, comienza a sonar música de jazz y las
mujeres se van despojando de los kimonos mientras bailan al ritmo frenético de
la orquesta para quedarse con la ropa occidental que llevaban debajo de ellos. Respecto de la homosexualidad del personaje,
podríamos decir que hay una escena que parece abonar la idea de esos críticos: cuando
le llega el chivatazo de que la querida del nuevo miembro se ve con otros
hombres -en realidad se trata de una cita para pasar información a los jefes
del militar infiltrado sobre el inminente golpe de la banda-, la agresiva
reacción del jefe de la banda, violencia por medio, contra la mujer para que “respete”
a su “protegido” es prueba notoria que avala esa interpretación. Samuel Fuller
hace de Tokio otro protagonista fundamental de la trama, una ciudad tradicional, sin rascacielos ninguno y en la
que los modos de vida seculares aún no han sido sustituidos. De hecho, esa
tensión entre tradición y modernidad alimenta la relación afectiva, llena de un
erotismo encubierto, entre la viuda y el nuevo miembro de la banda. La acción
progresa milimétricamente, gracias al uso del malentendido y a la ceguera
transitoria que, por su inclinación hacia el nuevo miembro de la banda, sufre
el jefe, un Robert Ryan visualmente impactante, por sus gestos, su entonación y
su elegancia. Prácticamente todas las escenas de la banda constituyen, por la
situación y los movimientos de los integrantes del plano o del plano secuencia,
una auténtica composición pictórica y, en la escena del atraco a la empresa,
por ejemplo, una potente coreografía. Podría extenderme más, pero resulta
difícil comunicar el entusiasmo por una película con el uso del lenguaje, por
eso hoy he optado por añadir a esta crítica algunos fotogramas de la película
que, como en el caso del Fellini Satyricon,
son bastante más elocuentes que yo, como es el caso del asesinato en la bañera
del lugarteniente de la banda que expresa sus celos por el ascendente que está
cobrando, en la estimación del jefe, el recién llegado.
Samuel Fuller apareció
en un breve cameo en la película de Godard, Pierrot
le fou, para dejar expuesta sucintamente su teoría del cine, de cómo se
hace una película, cuáles son los requisitos imprescindibles: Una película es como un campo de batalla. Hay
amor, odio, acción. En una palabra, EMOCIÓN. Eso es lo que encontrará el
espectador en La casa de bambú.
No hay comentarios:
Publicar un comentario