miércoles, 11 de enero de 2017

Una ópera prima que deviene epítome de un mundo personal: “Cabeza borradora”, de David Lynch.




Entre el expresionismo futurista de Lang, el mundo deshumanizado de Topor y el surrealismo de Buñuel: Cabeza borradora, de Lynch, o cómo cupo todo lo por lynchvenir en su ópera prima.


Título original: Eraserhead
Año: 1977
Duración: 90 min.
País: Estados Unidos
Director: David Lynch
Guión: David Lynch
Música: Peter Ivers
Fotografía: Frederick Elmes (B&W)
Reparto: Jack Nance, Charlotte Stewart, Allen Joseph, Jeanne Bates, Judith Anna Roberts, Darwin Joston, T. Max Graham.


Me alegra no haber hecho lo posible y lo imposible por ver ciertas obras que he ido dejando voluntariamente pendientes hasta encontrar el momento idóneo para verlas sin otro condicionamiento que, en la mayoría de las ocasiones, su inmenso crédito crítico, no necesariamente acompañado del éxito popular, como es el caso, sin duda, de Cabeza borradora, una fantasía tétrica no especialmente apta para paladares cinematográficos hechos al cine complaciente de los grandes estudios y las multimillonarias producciones con artistas rebosantes del viejo glamour hollywoodiense. Hay que tener valor, lo reconozco, para asistir, impávido, a la proyección de esta película, en la que se mezclan a partes iguales lo sórdido, lo gore, lo deshumanizado, lo cruel, lo absurdo y lo genial, todo ello a partir de un guión muy simple que gira en torno a la existencia cohibida de un ser al que la vida le resulta inexplicable y al que la impotencia ata de pies y manos. Se trata de un ser que tiene más de autómata que de persona y que, por un azar, acaba, después de atravesar las ruinas apocalípticas de lo que se supone que es un extrarradio industrial en ruinas, ante la casa de quien fuera su novia. Entra, invitado a cenar, y saldrá de ella, de la invitación, convertido en marido y padre de un alien, no hay otra manera de designar el engendro que “cultivan” como hijo, la madre y él, hasta que ella, incapaz de soportar por más tiempo el llanto crónico de “eso” se vuelve a casa de sus padres y  deja al protagonista solo con “la cosa” repugnante a la que, sin embargo, cuida con tierna solicitud. La ficción incluye un ser devastado por una enfermedad cutánea que mueve unas palancas mediante las cuales se activa, al parecer, la vida del protagonista, llena de miedo, de desorientación, de desconcierto y de sólidas rutinas en un mundo extrañísimo del que, como única liberación, es rescatado por la figuración de un escenario de suelo ajedrezado -muy lynchiano en el futuro- donde una mujer de dulce expresión y pómulos deformes, como megaamígdalas externas, baila y luego canta una canción promesa: En el cielo, todo será agradable. Ni siquiera hace falta insistir en que en la película de Lynch, algo así como la figuración del delirio de una mente enferma, la puesta en escena es capital para la transmisión del pathos opresivo que se respira a lo largo de toda la cinta. No quedan siquiera claros los límites del espacio en la película, excepto en algunos interiores como en la casa de la novia o en el taller del hacedor de lápices a partir de la masa cerebral de la desgajada cabeza del protagonista, sustituida, en su cuerpo, en una pesadilla del personaje, por la cabeza escuchimizada del alien. La desolada experiencia de la vida en pareja y la enfermiza visión de la maternidad predominan en la cinta, y ni siquiera una aventura con su atractiva vecina, encarnación de la femme fatale,  es capaz de distraer del horror en que vive el protagonista. Resulta especialmente duro el momento en que se imagina durmiendo de nuevo con su mujer y  va sacando de ella una especie de espermatozoides gigantes que son los hijos de la parturienta, hijos que el protagonista va lanzando sucesivamente contra la pared, contra la que explota la masa encefálica de los mismos…; los mismos seres que “llueven” sobre el escenario donde la cantante carifarta los va pisando con idéntico efecto. La banda sonora va más allá de la música para orquestarse en forma de ruidos agudos e hirientes que acompañan el desarrollo de la acción y, al tiempo, transmiten el sinsentido de una historia cuyo progreso está en manos del movedor de palancas que activan el destino del personaje. Si tétricos son los paisajes del declive industrial por los que se mueve el protagonista con una parsimonia temerosa que se explica no solo a través de sus andares sino, sobre todo, de sus miradas: la exacta representación de la perplejidad y la ignorancia; no menos tétrico es el espacio donde se aloja el protagonista, algo así como una habitación fantasmagórica en un hotel sin personal y en ruinas. La actuación de Jack Nance es determinante para seguir la mínima acción de la historia con el interés que su figura despierta. Visto desde hoy, incluso estaríamos tentados de pensar que toda la película se podría considerar un imaginativo videoclip de algún cantante o grupo extravagantes o transgresores. Y no hay más que pensar en el último vídeo de Bowie, Lazarus, para saber de qué hablo. Esta ópera prima de Lynch tiene la virtud de contener todo su mundo, el que habría de venir después, diseminado en películas y una serie modélica hasta que se le fue la pinza. Todo está aquí, desde el barroquismo tenebroso de las imágenes, a lo Valdés Leal -La retirada de los sarracenos, por ejemplo- y a lo Gutiérrez Solana, hasta el estilismo depuradísimo de una puesta en escena en la que no parece haber objeto que no se revista de un aura simbólica mediante la que parece articularse el sentido de la película. Bien es cierto que la obra transcurre totalmente por la noche, pero ello forma parte de esa pesadilla en la que vive el protagonista y que él acaba confundiendo con su verdadera realidad. El final, sin embargo, actúa como una instancia consoladora, reparadora, tras tanto horror a manos llenas y total desesperanza. No es una película fácil ni amable, que conste, pero sí, aun en su deliberada oscuridad, luminosa, brillante, epítome de un mago de las imágenes sombrías como siempre ha demostrado ser David Lynch. No es un mundo fácil ni atractivo, sino complejo y repulsivo. Pero seremos muchos, me imagino, los que veamos, más allá del feísmo como dogma de fe, una visión nihilista y terrible de la vida, un lugar nada pero que nada amoenus, ¡y, sin embargo, tan atractivo! Recordemos que trabajó en esta ópera prima durante cinco años, que la rodó con un presupuesto mínimo y que Lynch es autor de todo, prácticamente, hasta de los efectos especiales: estamos en presencia, pues, de una obra que es un prodigio de cine "artesano", además de totalmente transgresor.

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