La vigencia de los tópicos en una película partida por la mitad: una parte tediosa y otra animadísima: empate (sin posible empatía).
Título original: Anora
Año; 2024
Duración: 138 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Sean Baker
Guion: Sean Baker
Reparto: Mikey Madison; Mark Eydelshteyn; Yuriy Borisov; Karren
Karagulian; Vache Tovmasyan; Ivy Wolk; Aleksey Serebryakov; Lindsey Normington;
Ross Brodar; Paul Weissman; Luna Sofía Miranda, Charlton Lamar; Masha Zhak; Darya
Ekamasova; Emily Weider; Alena Gurevich.
Música: Matthew Hearon-Smith
Fotografía: Drew Daniels.
Debo remitirme, para empezar, a
la crítica que le dedique en este Ojo a una película maldita en su tiempo, pero mucho más incisiva y valiosa que esta Anora de Sean Baker, me
refiero a Showgirls,
de Paul Verhoeven, porque ambas protagonistas se dedican a lo mismo, aunque son
muy diferentes sus destinos y de muy distinto planteamiento ambas historias. Anora
se desliza durante cierto tiempo por aquella almibarada e insufrible Pretty
Woman, de Garry Marshall (en cuyo haber hay otras joyas como Princesa
por sorpresa y su secuela…), quizás demasiado, hasta que la película da un
giro de 180º y nos sumergimos en una suerte de thriller cómico estupendamente
llevado y mejor interpretado. No quiero pasar más tiempo antes de destacar que
uno de los protagonistas, Yury Borisov, me impresionó poderosamente en la única
película en que lo he visto: La fuga del capitán Volkonogov, de Aleksey
Chupov y Natalya Merkulova, una película extraordinaria que no ha debido de
pasarle desapercibida a Sean Baker, quien enseguida debe de haber pensado en el
actor para un papel bien complejo y en el que cumple a la perfección.
La historia de
Anora es la del príncipe azul, un mimado hijo de oligarcas rusos que
vive su primera juventud sin freno de orgía en orgía como lo que es, un
consentido hijo de multimillonarios, que se le aparece a la protagonista, y de
quien se encapricha hasta llegar a casarse en Las Vegas, adonde ha ido de
juerga con sus amigos, no precisamente de la jet, y todo ello hasta que se
entera el armenio encargado de atender a sus necesidades y vigilarlo en
Usamérica, quien, cuando sabe, foto del acta de boda de por medio, que se ha casado y teme que se enteren
los padres del «angelito», ve peligrar su posición y su fuente de ingresos. La primera
parte de la película, tediosa e insulsa, con un ritmo musical que aturde y unas
excelentes interpretaciones de ambos protagonistas, pero muy especialmente del joven
ricachón ruso colgado del sexo, de los videojuegos y de las fiestas, todo lo
cual se sucede sin tregua en la pantalla hasta que la película, habiéndose
enterado los padres de la boda, da un giro total para conseguir, por las buenas
o por las malas, que ambos cónyuges se divorcien, aunque el reto no parece
estar a la altura de los tres mediomafiosillos que acompañan al armenio en la
empresa. Para más INRI, el joven logra zafarse de la vigilancia de los matones,
quienes solo logran retener a Ani, aunque a costa del severo daño personal
sufrido por uno de ellos en el forcejeo con la chica, quien no está dispuesta a
perder su condición de «casada» sin ejercer toda la resistencia posible, la
imaginable y la inimaginable.
Una vez que el
armenio y ella llegan a un acuerdo, sobre la base de recibir 10.000 $ en cuanto
se haya consumado el divorcio, la película inicia una suerte de road movie,
parecida en parte a ¡Jo, qué noche!, de Scorsese, que va a llevar a los
cuatro protagonistas a recorrer toda la ciudad para tratar de encontrar al
joven, quien va soberanamente colocado, esto es, borracho perdido y no recuerda
ni tan siquiera que se ha casado con Ani, por supuesto, ya que esta lo descubre
cuando su rival en el club donde ambas trabajan, quien había pronosticado que no
durarían más de dos semanas, hace cuanto sabe para seducir al joven hijo de los
oligarcas, presa fácil de escasos encantos.
Ya en el
título he dejado claro el abismo que hay entre Las noches de Cabiria, de
Fellini, por ejemplo, y esta Anora tan desigual, pero con una segunda
parte que compensa al espectador de la tediosa primera en la que perfectamente
puede uno tomar la decisión de dejar de verla o de salirse del cine. Ni siquiera,
por respeto, se me ocurre ahondar en el
recuerdo de Mamma Roma, de Pasolini.
Ambas películas italianas se mueven en una esfera del cine muy lejana del incomprensible
Oscar a la mejor película, aunque Sean Baker sea un excelente director, de eso
no cabe duda. Quien haya visto The Florida Project lo sabe de coro.
Se habla mucho
de la «banalización» de la prostitución que supone esta película, pero me
parece más interesante la visión que nos da de una juventud viciada, derrotada
por el bienestar, sin necesidad de cultivarse intelectualmente y que invita a
dudar de que sea el recambio de la generación de los padres que ha conseguido
la riqueza familiar, porque todo da a entender, y las escenas de la familia
rusa, con la madre dominante y castradora en primer lugar, así lo confirman;
todo da a entender, decía, que esos hijos auguran un desastre sin paliativos,
el desmoronamiento de una oligarquía que, mafiosa o no, ha construido «algo».
La puesta en
escena obligaba a un cierto «derroche» de medios, pero todo parece indicar que
han sacado un excepcional rendimiento de una casa de esas que dicen las agencias
«de ensueño», un lujo de apariencia por el que el protagonista masculino se
mueve con una propiedad absoluta, imbuido del poder absoluto que da el dinero
absoluto del que es usufructuario. En ese mismo espacio, ¡con qué diferencia
se mueven los mafosillos que acaban haciendo un estropicio descomunal! Hemos de
pasar a la segunda parte, esa noche eterna de la búsqueda del
primogénito/unigénito de los oligarcas rusos, para, casi cámara en mano,
nerviosa y veraz, bajar a los infiernos donde el joven se mueve con idéntica
desenvoltura que en el privilegiado espacio familiar.
No es la gran película que podría haber sido, de no haber extendido tanto la primera parte y haberle dado más cancha a todos los extremos del relato: familia, armenios y la pareja. El desequilibrio lastra el interés, del mismo modo que el tibio romanticismo de las postrimerías, pero la búsqueda del hijo no prodigo es un thriller cómico magnífico que invita a sonreír e incluso, en algún momento, reír de buena gana.
Yo me lo pasé muy bien, y es bien cierto que esa larga primera parte, en que parece real el cuento de hadas entre Vanya y Ani, no tiene tensión y el espectador espera que surja algo que rompa esa ilusión y equilibrio que no puede permanecer, que ocurra algo, y ocurre brillantemente, pero se hace esperar.
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