Un autor casi desconocido, un cine conciso y prodigioso: Rusell Rouse, guionista de D.O.A.
(Con las horas contadas) y director
de El Espía: cine sin diálogos para
una medida narración elocuente y apasionante.
Título original: The Thief
Año: 1952
Duración: 85 min.
País: Estados Unidos
Director: Russell Rouse
Guión: Russell Rouse, Clarence
Greene
Música: Herschel Burke Gilbert
Fotografía: Sam Leavitt
(B&W)
Reparto: Ray Milland, Martin
Gabel, Harry Bronson, Rita Vale, Rex O'Malley, Rita Gam, John McKutcheon, Joe
Conlin.
¡Ah, Azar e Intuición, cuánto os debo! Comencé a ver
El espía gracias a ambos y también porque a Ray Milland se le debe un respeto,
y su sola presencia en el reparto, y más como único nombre reconocible en el
cuadro de personajes, sugiere la posibilidad de algo grande. Y así ha sido. No
me equivocaron. El Espía, The Thief, ‘El ladrón’ en el original,
curiosamente, acaso para desprejuiciar la película, para no encasillarla en un
género y perder posibles espectadores de esos que, al margen de la posible
calidad de la película, su pertenencia a uno u otro género es ya un dato
determinante para ir o no ir a verla, es una película poderosa y atractiva, a fuera de singular, porque el ejercicio de tensión dramática conseguida a través del silencio en pocas ocasiones lo he visto como en esta rareza de Rusell Rouse, un autor desconocido, y no creo que solo para mi, pero de quien había visto un guión casi perfecto: Con las horas contadas, ya comentada en este Ojo Cosmológico. Rouse es, así mismo, Oscar al mejor guión por la excelente comedia Confidencias de medianoche, de Michael Gordon. Es decir, que no se trata de un don nadie en el mundo del cine, pero tengo para mí que esta película -y que no la conozca el cinéfilo novelista F.M.Marín es buena prueba de ello...- sufre algo así como una "descatalogación" histórica en el género. Me alegra, por tanto, contribuir a rescatarla para que sea apreciada como merece, y lo merece mucho, en efecto. Lo ignoraba todo de la película, de ahí
que, pasados 15 minutos sin haber oído una sola palabra -¡y menudo fue mi
cabreo inicial por tratarse de un vídeo que no admitía la versión original,
solo el doblaje y los subtítulos en castellano!- sospeché que estaba, como así
ocurrió, ante un tour de force tan
curioso como el de hacer una película no muda, pero sin diálogos. Sí pueden
leerse algunos textos escritos, pero a eso se reduce la información que recibe
el espectador, el resto de ella se deriva de las inequívocas acciones de los
personajes, sobre todo del principal, un físico que, aprovechando su posición
privilegiada, roba información secreta para pasársela a los rusos, lo cual hace
a través de una red de espías cuyos métodos de funcionamiento ocupan buena
parte del metraje de la película. La parte del león se la lleva la angustiosa
interpretación de Ray Milland, un científico solitario que vende esos secretos
a los rusos pero que vive con cuanta discreción exige un trabajo de esa naturaleza.
Cuando advierte que ha sido descubierto y que lo siguen día y noche, a la
espera del momento idóneo para atraparlo, comienza entonces la gran
persecución, el cambio de domicilio, de personalidad y la espera angustiosa
para salir clandestinamente del país, gracias a la sigilosa red de apoyo
milimétricamente concertada para evitar que tan valioso colaborador sea
atrapado. El hecho de ser una película sin diálogos hace recaer sobre la interpretación
de Milland, la música y la puesta en escena, con un blanco y negro abundante en
claroscuros y escenas nocturnas, toda la responsabilidad de mantener imantado
el espectador a cuanto ocurre en pantalla, ¡y vaya si lo logra! Que el
desenlace, además, haya escogido el Empire State Building como escenario de
unas escenas llenas de tensión, contribuye al interés de la trama para todos
aquellos que desde los años escolares (“La capital es Washington, pero la
ciudad más grande es Nueva York, que tiene el edificio más alto del mundo, el
Empire…”, recitábamos de corrido…) y la
contemplación de King Kong tenemos mitificado ese emblemático edificio neoyorquino
que, al menos en aquellos años de la película, por lo que en ella se ve, aún no
se había masificado turísticamente. Las escenas de la persecución dentro del
edificio están muy logradas, pero no constituyen el final de la película, sino
que se necesita un trávelin increíble por las arterias principales de la ciudad
más importante del estado de Nueva York, pero no su capital, que es Albany,
curiosamente, para acercarnos al final de la película, que no es el mejor de
los posibles, pero tampoco puede reprochársele nada a quienes han sabido
mantenernos como moscas sobre la pantalla a lo largo de hora y media sin que
ningún diálogo entorpezca una trama trazada con tiralíneas y ejecutada con un
timing perfecto, casi como el que exigen los gags definitivos en el género de
la comedia. La presencia del protagonista en las silenciosas secuencias de la ciudad, con pocos transeúntes y ningún sonido de conversación inteligible crea una atmósfera que asemeja Nueva York a los cuadros de Magritte, y que a mí, personalmente, me recuerda mucho la atmósfera de la tan excelente como poco vista película argentina, Invasion, con guión de Borges y Bioy Casares. ¡Qué presencia la de Ray Milland, y qué casting el de la red de
espías para la que trabaja! Incluso en su breve papel, la debutante Rita Gam,
que luego fue Herodías en Rey de Reyes,
y que posteriormente lograría el Oso de plata a la mejor actriz en el Festival
de Berlín por su interpretación en A
puerta cerrada, de Tad Danielewski y Orson Welles, sobre una obra de Jean
Paul Sartre, proporciona una carga erótica a sus secuencias
que, a pesar de su poder, no logra seducir al acorralado espía, imposibilitado
de cualquier contacto que pueda acarrearla mayor perdición de la que le espera,
caso de ser atrapado. Estamos ante un trabajo de actor que no incurre, en
ningún momento, en la sobreactuación típica del cine mudo, porque el silencio
total de la película es el precio de la aventura de la traición en los años de
la Guerra Fría en que se ambienta la historia. No estamos lejos del traidor
tranquilo de la última película de Spielberg, y “la parte neoyorquina” de ambas
comparten un mismo código fílmico de cine negro en el que el director de El espía era un consumado maestro. Se le
puede reprochar a la narración cierta morosidad y repetición en las entregas
del material secreto, pero se trata de una aproximación realista a una
estructura que hace de lo ordinario, de lo que no llama la atención, la fuente
de su seguridad operativa, aun a pesar del “desasosiego” en que parece vivir el
protagonista desde que se inicia la película, un estado de ansiedad contenida
que tendrá mucho que ver con el desenlace, del que no diré nada, por respeto y
porque se trata de una película, me imagino, difícil de conseguir, salvo por
ese Azar que tan generoso ha sido para conmigo. La pongo a disposición de
amigos y familiares…
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