Brillante disección de las relaciones tóxicas o el dudoso prestigio del amour fou…
Título original: Dance With a
Stranger
Año: 1985
Duración: 102 min.
País: Reino Unido
Dirección: Mike Newell
Guion: Shelagh Delaney
Reparto: Miranda Richardson; Rupert Everett; Ian Holm; Matthew Carroll; Tom
Chadbon; Jane Bertish; David Troughton; Joanne Whalley.
Música; Richard Hartley
Fotografía: Peter Hannan.
Resulta
curioso que de ciertas películas, como la presente, se cumplan los 40 años de
su estreno, porque uno suele creer que hace nada que las ha visto, y cuando se
pone ante el televisor para volverlas a ver, se lleva, a veces, la sorpresa, de
que, en efecto, como les suele pasar a los clásicos, no ha pasado el tiempo por
ellas, que mantienen intacta su capacidad de persuasión y su poder narrativo y
visual. No es Mike Newell, cineasta al que esta película lanzo a la fama, un autor que haya reverdecido estos laureles,
aunque cuanta en su haber con una película comercial exitosísima, Cuatro
bodas y un funeral, y una sobre la mafia y la infiltración policial en ella,
Donnie Brasco, valorada tanto por la crítica como por el público. Y poco
más.
Bailar con
un extraño es otra cosa, porque se nota que está rodada al margen de las
expectativas, creyendo en la enorme potencia de una sórdida historia que atiene
a varias líneas narrativas, todas ellas de enorme interés: la lucha de clases,
los amores desiguales, la pasión desenfrenada e incontrolable, propiamente
tóxica, el amor desinteresado e imposible y un clásico triángulo en el que el
poder de la estabilidad y la solvencia económica, de un lado, nada puede contra
la pasión desbordada por un ser tan caprichoso como hermoso, hasta que estalla
el conflicto, por supuesto. Tras 40 años
de existencia, nadie ignora que esta película está basada en un hecho real, la
condena a muerte por ahorcamiento de Ruth Ellis, acusada de asesinar a su
amante a sangre fría, lo que la convirtió en la última mujer ejecutada en el
Reino Unido. Ello no obsta para sentarse ante la pantalla y disfrutar,
fílmicamente, claro, de la travesía que
va desde el encuentro de los dos protagonistas hasta su desencuentro fatal,
porque en los intensísimos altibajos dramáticos de esa relación hay una
historia que se repite ad nauseam a lo largo no solo de la historia del
cine, sino, sobre todo, de la vida real.
No deja de ser un misterio el hechizo
sexual que ejercen ciertos hombres en mujeres que, al margen de su
apasionamiento, suelen mostrar, en otros órdenes de la vida, una sensata
capacidad de enjuiciamiento. O al menos así lo parece, hasta que la fragilidad
emocional y la necesidad sexual, como en el caso de la protagonista, la lleva a
perdonar una y otra vez las faltas de su amante y a reconciliarse con la idealización
de ser ella «la mujer de su vida» o, más concretamente, «la única mujer de su
vida». Y ahí entra en juego una de las venas más ricas de la película, la de la
diferencia de clases entre ambos protagonistas. A él le seduce la mujer del
pueblo, agraciada, con encanto, seductora, pero nada formada intelectualmente;
a ella, el hombre de la aristocracia cuya seducción la hace sentirse
triunfadora. El tercero en discordia, amigo y protector de ella y de su hijo,
al que le paga la educación en un colegio privado que ella no podría pagarle,
mayor en edad y sin ningún atractivo sexual, representa una seguridad económica
a la que accede, en uno de los vaivenes de la narración, y a la que no tarda en
renunciar cuando el adorador, que vive siempre esperando pacientemente «su
turno», quiere, como se dice jurídicamente, tener acceso carnal a la mujer, lo
que le genera a esta un asco insufrible que a mí me ha recordado el de ese «beso
de sapo» que sintió Ana Ozores en el último párrafo que cierra La Regenta,
de Clarín.
La película se centra, espacialmente, en
el club donde ejerce de exitosa relaciones públicas la protagonista, quien vive
en unas dependencias superiores muy modestas y casi opresivas con su hijo, algo
en lo que la cámara se recrea para que se entienda, en cierto modo, el bienestar
al que aspira la joven madre, que reparte su vida entre el pub y esa guarida a
la que se accede por una estrecha y empinada escalera donde tienen lugar algunas escenas de arrepentimiento
y perdón que alimentan la relación tóxica entre ambos amantes. Las tomas muy
próximas a los personajes se suceden insistentemente, lo que crea cierta
incomodidad visual en el espectador, porque tenemos la sensación de ser
arrastrados a esa proximidad sin posibilidad de distanciarnos para enjuiciar la
toxicidad de la relación y el opresivo mundo en que vive la protagonista. Son
de agradecer las secuencias en que la cámara sale de esos interiores tortuosos,
cuando ella va a ver al joven piloto de carreras que sueña, ingenuamente, con
abrirse paso en esa profesión, en una de las competiciones y cuando va al mar
con el generoso protector, al que le regala unas púdicas fotos con poses
provocativas de starlet recatada.
Las interpretaciones, sobre todo la de
Natasha Richardson, son parte decisiva del buen nivel de la película. Ella,
aunque sin formación, tiene un glamour y un palmito capaces de seducir al más
pintado. ¡Cómo no, pues, a ese buceador de la noche que busca emociones tan
fuertes, con las mujeres, como las tiene en las carreras, una descarga de
adrenalina que ciertamente lo emborracha y le lleva a acosar a una mujer
siempre dispuesta, no obstante, a recibirlo en sus brazos. Solo cuando ella se
entera del compromiso matrimonial formal de él es capaz ella de quitarse la
venda con que se tapaba los ojos a una relación imposible que la apesadumbra y
excita a partes iguales.
Sí, por supuesto, es una historia de amor,
pero también de engaño, de insinceridad, de dependencia, y capaz de apartarte de
las más serias obligaciones, como, en el caso de la protagonista, la
maternidad. La historia personal de Ruth Ellis, la familiar y la individual
como relaciones públicas y prostituta selecta es, con todo, bastante más dura que
el retrato de ella que aparece en la película, pero eso, ampliar la información
en busca de «la realidad total» ya queda al arbitrio de cada espectador.
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