viernes, 28 de marzo de 2025

«Bailar con un extraño», de Mike Newell, «at his best».

 

Brillante disección de las relaciones tóxicas o el dudoso prestigio del amour fou

 

Título original:  Dance With a Stranger

Año: 1985

Duración: 102 min.

País: Reino Unido

Dirección: Mike Newell

Guion: Shelagh Delaney

Reparto: Miranda Richardson; Rupert Everett; Ian Holm; Matthew Carroll; Tom Chadbon; Jane Bertish; David Troughton; Joanne Whalley.

Música; Richard Hartley

Fotografía: Peter Hannan.

 

          Resulta curioso que de ciertas películas, como la presente, se cumplan los 40 años de su estreno, porque uno suele creer que hace nada que las ha visto, y cuando se pone ante el televisor para volverlas a ver, se lleva, a veces, la sorpresa, de que, en efecto, como les suele pasar a los clásicos, no ha pasado el tiempo por ellas, que mantienen intacta su capacidad de persuasión y su poder narrativo y visual. No es Mike Newell, cineasta al que esta película lanzo a la fama,  un autor que haya reverdecido estos laureles, aunque cuanta en su haber con una película comercial exitosísima, Cuatro bodas y un funeral, y una sobre la mafia y la infiltración policial en ella, Donnie Brasco, valorada tanto por la crítica como por el público. Y poco más.

          Bailar con un extraño es otra cosa, porque se nota que está rodada al margen de las expectativas, creyendo en la enorme potencia de una sórdida historia que atiene a varias líneas narrativas, todas ellas de enorme interés: la lucha de clases, los amores desiguales, la pasión desenfrenada e incontrolable, propiamente tóxica, el amor desinteresado e imposible y un clásico triángulo en el que el poder de la estabilidad y la solvencia económica, de un lado, nada puede contra la pasión desbordada por un ser tan caprichoso como hermoso, hasta que estalla el conflicto, por supuesto.  Tras 40 años de existencia, nadie ignora que esta película está basada en un hecho real, la condena a muerte por ahorcamiento de Ruth Ellis, acusada de asesinar a su amante a sangre fría, lo que la convirtió en la última mujer ejecutada en el Reino Unido. Ello no obsta para sentarse ante la pantalla y disfrutar, fílmicamente, claro,  de la travesía que va desde el encuentro de los dos protagonistas hasta su desencuentro fatal, porque en los intensísimos altibajos dramáticos de esa relación hay una historia que se repite ad nauseam a lo largo no solo de la historia del cine, sino, sobre todo, de la vida real.

No deja de ser un misterio el hechizo sexual que ejercen ciertos hombres en mujeres que, al margen de su apasionamiento, suelen mostrar, en otros órdenes de la vida, una sensata capacidad de enjuiciamiento. O al menos así lo parece, hasta que la fragilidad emocional y la necesidad sexual, como en el caso de la protagonista, la lleva a perdonar una y otra vez las faltas de su amante y a reconciliarse con la idealización de ser ella «la mujer de su vida» o, más concretamente, «la única mujer de su vida». Y ahí entra en juego una de las venas más ricas de la película, la de la diferencia de clases entre ambos protagonistas. A él le seduce la mujer del pueblo, agraciada, con encanto, seductora, pero nada formada intelectualmente; a ella, el hombre de la aristocracia cuya seducción la hace sentirse triunfadora. El tercero en discordia, amigo y protector de ella y de su hijo, al que le paga la educación en un colegio privado que ella no podría pagarle, mayor en edad y sin ningún atractivo sexual, representa una seguridad económica a la que accede, en uno de los vaivenes de la narración, y a la que no tarda en renunciar cuando el adorador, que vive siempre esperando pacientemente «su turno», quiere, como se dice jurídicamente, tener acceso carnal a la mujer, lo que le genera a esta un asco insufrible que a mí me ha recordado el de ese «beso de sapo» que sintió Ana Ozores en el último párrafo que cierra La Regenta, de Clarín.

La película se centra, espacialmente, en el club donde ejerce de exitosa relaciones públicas la protagonista, quien vive en unas dependencias superiores muy modestas y casi opresivas con su hijo, algo en lo que la cámara se recrea para que se entienda, en cierto modo, el bienestar al que aspira la joven madre, que reparte su vida entre el pub y esa guarida a la que se accede por una estrecha y empinada escalera donde  tienen lugar algunas escenas de arrepentimiento y perdón que alimentan la relación tóxica entre ambos amantes. Las tomas muy próximas a los personajes se suceden insistentemente, lo que crea cierta incomodidad visual en el espectador, porque tenemos la sensación de ser arrastrados a esa proximidad sin posibilidad de distanciarnos para enjuiciar la toxicidad de la relación y el opresivo mundo en que vive la protagonista. Son de agradecer las secuencias en que la cámara sale de esos interiores tortuosos, cuando ella va a ver al joven piloto de carreras que sueña, ingenuamente, con abrirse paso en esa profesión, en una de las competiciones y cuando va al mar con el generoso protector, al que le regala unas púdicas fotos con poses provocativas de starlet recatada.

Las interpretaciones, sobre todo la de Natasha Richardson, son parte decisiva del buen nivel de la película. Ella, aunque sin formación, tiene un glamour y un palmito capaces de seducir al más pintado. ¡Cómo no, pues, a ese buceador de la noche que busca emociones tan fuertes, con las mujeres, como las tiene en las carreras, una descarga de adrenalina que ciertamente lo emborracha y le lleva a acosar a una mujer siempre dispuesta, no obstante, a recibirlo en sus brazos. Solo cuando ella se entera del compromiso matrimonial formal de él es capaz ella de quitarse la venda con que se tapaba los ojos a una relación imposible que la apesadumbra y excita a partes iguales.

Sí, por supuesto, es una historia de amor, pero también de engaño, de insinceridad, de dependencia, y capaz de apartarte de las más serias obligaciones, como, en el caso de la protagonista, la maternidad. La historia personal de Ruth Ellis, la familiar y la individual como relaciones públicas y prostituta selecta es, con todo, bastante más dura que el retrato de ella que aparece en la película, pero eso, ampliar la información en busca de «la realidad total» ya queda al arbitrio de cada espectador.

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