El cuco es ave que anuncia la primavera, como todo el mundo sabe, pero que el de esta película sea estéril es algo que tiene que ver con la historia de amor -con fingido embarazo histérico de por medio- y de inicio en la sexualidad que protagonizan una sobreactuadísima hasta el agotamiento Liza Minnelli y el apocado remedo de Dustin Hoffman de El graduado que es Wendell Burton, que cumple a la perfección su papel de seducido por la extravagante Pookie Adams, una joven insegura, algo neurótica y extravertida, que despliega un repertorio de dinamismo, jovialidad y supuesta inteligencia que acaban confundiendo a su pareja y haciéndole dudar de que, en efecto, esté enamorado de ella, más allá del placer compartido del inicio en la sexualidad, en una de las mejores escenas de la película. La ópera prima de Pakula, una película de “campus” y de adolescentes que salen por vez primera de casa de los padres y se enfrentan a las relaciones sociales y sentimentales sin otro apoyo que el de sus personalidades aún en periodo de formación tiene notabilísimos aciertos y serias debilidades. Las debilidades tienen que ver, básicamente, con la concepción de los personajes y la historia amorosa que se gesta entre ellos; los aciertos caen casi todos ellos del lado del gusto por la composición del plano, por la iluminación y por la habilidad de algunas secuencias como la de la borrachera multitudinaria en una fraternidad, en la que la protagonista, seriamente acomplejada, baja a lomos del compañero de habitación de su pareja lanzando por el hueco de la escalera el relleno de una almohada sobre los estudiantes que duermen la mona espatarrados por todo el edificio. La presencia del protagonista, en una playa, frente a una hilera de puertas viejas que no llevan a ninguna parte, apoyadas contra una pared, es otro de esos momentos mágicos de la película, de esos que revelan que hay un verdadero cineasta detrás de la cámara. Que haga ademán de ir a abrir una de ellas redondea la secuencia. La película tiene una canción empalagosa, cantada por los Sandpipers, cuyo gran éxito fue una versión, en castellano, de Guantanamera; una canción, Come saturday morning, nominada al Oscar a la mejor canción aquel año, que imita el estilo de las primeras de Simon y Garfunkel, y que se repite en exceso, acaso porque Pakula parece sentirse obligado a seguir el patrón de las películas románticas en las que han de filmarse esos paseos por la playa, esas carreras nerviosas de los enamorados que acaban en caída y en abrazo, ciertas arrobadas contemplaciones mutuas, etc. En todo caso, la película, desde la partida en el Greyhound de la protagonista y el subsecuente encuentro en el interior del autobús con el coprotagonista, tiene una factura fílmica muy superior a la media de tantas primeras películas en las que la ambición lo echa todo a perder. La contención de Pakula le permite, salvo esos momentos muertos ya indicados, una narración en la que se pone el acento en la interiorización de lo que acabará convirtiéndose en conflicto dramático, porque dos recién llegados a la Universidad no ignoran que la primera experiencia, sexual o amorosa, no puede ser la definitiva, la última, en la mayoría de las ocasiones. Si a eso añadimos la necesidad vital de la protagonista por ser reconocida, amada y valorada, una auténtica compulsión que la sitúa al mismo tiempo en la fragilidad permanente y en la más profunda de las desconfianzas, a causa de su inseguridad congénita, estamos ante un caso evidente de incompatibilidad de caracteres que impedirá que se consolide la relación entre ambos protagonistas, cuya sobreexposición no contribuye a una apreciación más positiva del caso de desencuentro que se ve venir desde el mismísimo comienzo de la película. La vida de campus es una ficción de vida independiente que tiene consecuencias serias para quienes no pueden asimilar que su capacidad de decisión tiene serios límites, de ahí que el principio de realidad se acabe entrometiendo, podríamos decir, en las idílicas relaciones de ambos jóvenes, hasta acabar convirtiéndose en una cuña que, finalmente, los separa. Se trata de una película sin final feliz, pero la opción realista se impone por sí sola. Pakula mantiene una esforzada objetividad ante la historia y la cámara no se inclina por potenciar ninguna perspectiva concreta de la relación. No cae en el estilo documental, está claro, porque la preocupación por la puesta en escena es constante en cada secuencia, pero sí que evita tomar partido por una u otro, algo que el espectador agradece profundamente. Se trata de un cine intimista, centrado en el mundo de la pareja que se abre a la experiencia de la vida con más ideales que ideas, pero describe con total veracidad el apabullante dominio que los sentimientos pueden acabar teniendo sobre los seres humanos. Con todo, el más serio hándicap de la película es, paradójicamente, el exceso de protagonismo de la protagonista, que la vuelve poco menos que “insoportable” para el espectador. Ignoro si Pakula se planteó hacer una película sobre un “caso clínico”, pero lo cierto es que la protagonista da para ello y para más, a juzgar por la seria perturbación de su personalidad. Es admirable, en consecuencia, que Pakula haya sabido sortear ese peligro y que nos haya entregado un retrato ajustado y sincero de lo que solo por parte del protagonista puede considerarse una representación de la juventud americana de clase media de finales de los 60, pero no por parte de la protagonista, dada su marcada personalidad casi patológica. La película, en tanto que ópera prima de un director que nos daría obras como Klute o Todos los hombres del presidente se ve con agrado, y se advierte, desde los primeros planos, que se trata ya de un director maduro que ha asimilado a la perfección las hechuras del cine clásico usamericano.
jueves, 30 de junio de 2016
“El cuco estéril”: la ópera prima de Alan J. Pakula.
El cuco es ave que anuncia la primavera, como todo el mundo sabe, pero que el de esta película sea estéril es algo que tiene que ver con la historia de amor -con fingido embarazo histérico de por medio- y de inicio en la sexualidad que protagonizan una sobreactuadísima hasta el agotamiento Liza Minnelli y el apocado remedo de Dustin Hoffman de El graduado que es Wendell Burton, que cumple a la perfección su papel de seducido por la extravagante Pookie Adams, una joven insegura, algo neurótica y extravertida, que despliega un repertorio de dinamismo, jovialidad y supuesta inteligencia que acaban confundiendo a su pareja y haciéndole dudar de que, en efecto, esté enamorado de ella, más allá del placer compartido del inicio en la sexualidad, en una de las mejores escenas de la película. La ópera prima de Pakula, una película de “campus” y de adolescentes que salen por vez primera de casa de los padres y se enfrentan a las relaciones sociales y sentimentales sin otro apoyo que el de sus personalidades aún en periodo de formación tiene notabilísimos aciertos y serias debilidades. Las debilidades tienen que ver, básicamente, con la concepción de los personajes y la historia amorosa que se gesta entre ellos; los aciertos caen casi todos ellos del lado del gusto por la composición del plano, por la iluminación y por la habilidad de algunas secuencias como la de la borrachera multitudinaria en una fraternidad, en la que la protagonista, seriamente acomplejada, baja a lomos del compañero de habitación de su pareja lanzando por el hueco de la escalera el relleno de una almohada sobre los estudiantes que duermen la mona espatarrados por todo el edificio. La presencia del protagonista, en una playa, frente a una hilera de puertas viejas que no llevan a ninguna parte, apoyadas contra una pared, es otro de esos momentos mágicos de la película, de esos que revelan que hay un verdadero cineasta detrás de la cámara. Que haga ademán de ir a abrir una de ellas redondea la secuencia. La película tiene una canción empalagosa, cantada por los Sandpipers, cuyo gran éxito fue una versión, en castellano, de Guantanamera; una canción, Come saturday morning, nominada al Oscar a la mejor canción aquel año, que imita el estilo de las primeras de Simon y Garfunkel, y que se repite en exceso, acaso porque Pakula parece sentirse obligado a seguir el patrón de las películas románticas en las que han de filmarse esos paseos por la playa, esas carreras nerviosas de los enamorados que acaban en caída y en abrazo, ciertas arrobadas contemplaciones mutuas, etc. En todo caso, la película, desde la partida en el Greyhound de la protagonista y el subsecuente encuentro en el interior del autobús con el coprotagonista, tiene una factura fílmica muy superior a la media de tantas primeras películas en las que la ambición lo echa todo a perder. La contención de Pakula le permite, salvo esos momentos muertos ya indicados, una narración en la que se pone el acento en la interiorización de lo que acabará convirtiéndose en conflicto dramático, porque dos recién llegados a la Universidad no ignoran que la primera experiencia, sexual o amorosa, no puede ser la definitiva, la última, en la mayoría de las ocasiones. Si a eso añadimos la necesidad vital de la protagonista por ser reconocida, amada y valorada, una auténtica compulsión que la sitúa al mismo tiempo en la fragilidad permanente y en la más profunda de las desconfianzas, a causa de su inseguridad congénita, estamos ante un caso evidente de incompatibilidad de caracteres que impedirá que se consolide la relación entre ambos protagonistas, cuya sobreexposición no contribuye a una apreciación más positiva del caso de desencuentro que se ve venir desde el mismísimo comienzo de la película. La vida de campus es una ficción de vida independiente que tiene consecuencias serias para quienes no pueden asimilar que su capacidad de decisión tiene serios límites, de ahí que el principio de realidad se acabe entrometiendo, podríamos decir, en las idílicas relaciones de ambos jóvenes, hasta acabar convirtiéndose en una cuña que, finalmente, los separa. Se trata de una película sin final feliz, pero la opción realista se impone por sí sola. Pakula mantiene una esforzada objetividad ante la historia y la cámara no se inclina por potenciar ninguna perspectiva concreta de la relación. No cae en el estilo documental, está claro, porque la preocupación por la puesta en escena es constante en cada secuencia, pero sí que evita tomar partido por una u otro, algo que el espectador agradece profundamente. Se trata de un cine intimista, centrado en el mundo de la pareja que se abre a la experiencia de la vida con más ideales que ideas, pero describe con total veracidad el apabullante dominio que los sentimientos pueden acabar teniendo sobre los seres humanos. Con todo, el más serio hándicap de la película es, paradójicamente, el exceso de protagonismo de la protagonista, que la vuelve poco menos que “insoportable” para el espectador. Ignoro si Pakula se planteó hacer una película sobre un “caso clínico”, pero lo cierto es que la protagonista da para ello y para más, a juzgar por la seria perturbación de su personalidad. Es admirable, en consecuencia, que Pakula haya sabido sortear ese peligro y que nos haya entregado un retrato ajustado y sincero de lo que solo por parte del protagonista puede considerarse una representación de la juventud americana de clase media de finales de los 60, pero no por parte de la protagonista, dada su marcada personalidad casi patológica. La película, en tanto que ópera prima de un director que nos daría obras como Klute o Todos los hombres del presidente se ve con agrado, y se advierte, desde los primeros planos, que se trata ya de un director maduro que ha asimilado a la perfección las hechuras del cine clásico usamericano.
domingo, 26 de junio de 2016
“Dos buenos tipos”, de Shane Black, los detectives de los 70 pasados por el humor.
jueves, 23 de junio de 2016
“The Love Parade”, “Monte Carlo” y “El pecado de Cluny Brown”: Tres toques desiguales, dos de ellos musicales, de Ernst Lubitsch.
lunes, 20 de junio de 2016
El propio autor, la mejor novela: “El almuerzo desnudo”, de David Cronenberg.
sábado, 18 de junio de 2016
“Un doctor en la campiña”, de Thomas Lilti: el médico como paciente, la guerra de sexos y la medicina rural.
domingo, 12 de junio de 2016
Inaudito ejercicio de puro cine negro: "El espía", de Russell Rouse.
viernes, 10 de junio de 2016
Una cumbre del cine negro: “Apuestas contra el mañana”, de Robert Wise
jueves, 9 de junio de 2016
El genio del melodrama: “Su gran deseo”, de Douglas Sirk.
martes, 7 de junio de 2016
Tributos reunidos Tomasz Thomson: “En tierra de nadie” o escondidos en los Cárpatos...
domingo, 5 de junio de 2016
«La bestia de otro planeta», de Nathan Juran, el terror naíf.
La ingenuidad
recompensada: un Saurio de Venus, con efectos especiales del gran Ray
Harryhausen
Título original: 20 Million Miles to Earth
Año: 1957
Duración: 82 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Nathan Juran
Guion: Christopher Knopf, Robert Creighton Williams. Historia: Charlotte
Knight
Reparto: William Hopper; Joan Taylor; Thomas Browne Henry; Frank Puglia;
Bart Braverman; Jan Arvan; George Khoury; Don Orlando; John Zaremba; Tito Vuolo.
Música: Mischa Bakaleinikoff
Fotografía: Irving Lippman,
Carlo Ventimiglia (B&W).
Descubrir las viejas películas de ciencia-ficción, como las
de Quatermass o El hombre con rayos X en los ojos, con un
estupendo Ray MIlland, es siempre motivo de alegría para quien de niño y
adolescente pasó tantas horas en el cine. Nadie desconoce el valor que en el
mundo del cine ha tenido el trabajo de Ray Harryhausen como un mago de los
efectos especiales. Y en esta película, comercializada en vídeo con el título
de A 20 millones de millas de la
Tierra, pero estrenada como La bestia de otro planeta, se advierte
el encanto de esos efectos con todos sus aciertos y sus defectos que no lo
fueron, aunque ahora lo son, dada el espectacular avance que han experimentado
dichos efectos especiales. La película, un poco al estilo de la invasión de los
ultracuerpos, tiene una trama que gira en torno a la llegada de la vida
extraterrestre a nuestro planeta.
Ambientada en Sicilia y en Roma, la película nos narra la
aventura de un ser con aspecto de reptil que crece progresivamente en contacto
con nuestra atmósfera hasta adquirir dimensiones ciclópeas. La intervención del
ejército usamericano es decisiva para intentar rescatar con vida esa otra forma
alienígena de vida, pero el azar acaba estropeando la aventura científica para
desembocar en una supuesta película de terror en la que la caza de la bestia se
impone a cualquier otra consideración. Como está en Roma, el monstruo se
acabará paseando por el Foro romano y por el Coliseo donde, finalmente será
abatido, no sin antes haberse llevado por delante no pocas personas y
monumentos.
La existencia de una trama amorosa mínima y casta se
superpone a la aventura científica y militar con estupenda naturalidad. Ha de
reconocerse que la realización es muy decorosa y que el director consigue un
ritmo narrativo excelente, en ningún momento entorpecido, por el cambio de
escenarios y por la persecución de la bestia, primero por los bosques de
Sicilia y luego por la ciudad de Roma. Como en otras películas similares,
también en ésta se repite la lucha entre dos animales gigantes, en este caso el
saurio extraterrestre y un elefante, en las calles de Roma, cerca del castillo
de Sant'Angelo, cuyo puente, ene memorable escena rompe el saurio para salir
del río donde se ha escondido y de donde lo obligan a salir lanzándole
granadas.
Es evidente que estas películas antiguas solo pueden verse
con los ojos de la niñez o de la adolescencia, no con los del adulto, y que del
mismo modo que uno podía estremecerse con la aventura de King Kong,
puede hacerlo ahora con la de este saurio venusino que, a su manera, acaba
recreando la aventura urbana de King Kong. En Nueva York el simio gigante se
sube al Empire; en Roma, el saurio se sube al Coliseo. Me ha llamado la
atención, curiosamente, y en eso sí que no se repara en la niñez, la política
de transparencia informativa del ejército usamericano, dando cuenta detallada
de los pormenores de una expedición nada menos que a Venus y con invitación
incluida para saber in situ cómo se trabaja con la bestia y qué resultados se
van obteniendo. En tiempos de Guerra
Fría está claro que la película admite otras lecturas, como la metaforización
de la amenaza comunista, pero eso es un sendero sobre el que, aún hechizado por
la contemplación de una obra tan peculiar y, a fuerza de ingenua, apasionante,
que prefiero quedarme con a agradable sensación de haberme dejado arrastrar por
esa aventura venusina. En nuestros días, hasta podría leerse, en clave
electoral, como si el saurio, ¡criatura de Venus!, fuese metáfora de Podemos y
su revolución del amor y las sonrisas, pero no me lo perdonaría... Recomiendo
vivamente que, quien la tenga a mano, le eche una mirada y destierre los
prejuicios sobre la tosquedad de ciertos efectos, porque películas como esta
solo pueden verse desde el afecto al género.