Un presupuesto B para una película
A+: Su gran deseo o el
poder de la familia, del inimitable
Douglas Sirk.
Título original: All I Desire
Año: 1953
Duración: 79 min.
País: Estados Unidos
Director: Douglas Sirk
Guión: Robert Blees, James
Gunn, Gina Kaus (Novela: Carol Brink)
Música: Miklós Rózsa
Fotografía: Carl E. Guthrie (B&W)
Reparto: Barbara Stanwyck,
Richard Carlson, Lyle Bettger, Marcia Henderson, Lori Nelson, Maureen
O'Sullivan, Richard Long, Billy Gray, Lotte Stein, Dayton Lummis, Fred Nurney
Choca que esta película de Sirk tuviera un presupuesto
tan bajo, teniendo en cuenta la presencia de Stanwyck, de Rózsa y otras cuya
presencia acaso esté bajo caché oficial por el solo hecho de poder trabajar con
un genio del melodrama como Sirk, a quien aprendí a amarlo en aquel ciclo
imprescindible que nos ofreció La 2 cuando aún era “la” cadena cultural por
excelencia en este país. No es el melodrama más conocido, pero responde
fielmente a lo mejor de su obra, y muy destacadamente a esa elegancia en la composición
del plano que tanto marca su filmografía, algo que se aprecia desde el inicio
de la película, cuando la madre que abandonó el hogar en un pequeño pueblo por
seguir carrera de artista de teatro en el “gran mundo” regresa a casa,
convidada por su hija, quien quiere que asista a su debut como actriz en la
representación escolar con que se celebra su graduación, y, antes de entrar, va
recorriendo los ventanales de la fachada desde donde ve, como una intrusa, la
vida cotidiana del marido, los tres hijos y la criada, hasta que decide “hacerse
presente”, para sorpresa del marido, entusiasmo de la hija que la convida, desconcierto
del pequeño que apenas ha tenido trato con ella e indignación de la primogénita
que ha “ocupado su lugar”, haciéndose responsable de la educación y crianza de
sus dos hermanos pequeños, convirtiéndose en algo así como en el apoyo fundamental
del padre, a quien ha salido en el carácter, del mismo modo que la hermana
segundogénita ha salido a la madre. A partir de esa irrupción se va desgranando
la pequeña historia de esa mujer, las causas del abandono, por el asedio
amoroso, desliz incluido, de un rival del marido, con quien congenia a la
perfección el hijo pequeño, amante de las armas y ayudante del rival, que las
vende. Un guion perfectamente estructurado va a permitir, en un prodigio de
concisión que no escatima la información necesaria, desarrollar todas las
relaciones “bilaterales”, digámoslo así, que necesitan una aclaración: la madre
con cada uno de los hijos, con el marido y con el antiguo amante que aún cree
que puede imponer su voluntad sobre la recién llegada. A través de situaciones
perfectamente planificadas, escenas como la de la representación teatral en la
escuela -donde el marido trabaja como Director-, la salida en carreta al río,
adonde la actriz acude para poner punto y final a las pretensiones del antiguo
amante y es sorprendida por su hijo, o la malicia popular de los pueblos
pequeños en que las habladurías sustituyen a las conversaciones sinceras y
honestas, o la intensa y esclarecedora entrevista entre la profesora de arte
dramático enamorada del marido y la actriz que está dispuesta a renunciar a él
para que sea feliz con su colega; a lo largo de escenas tan bien diseñadas y
perfectamente realizadas, siempre hallando para cada plano el ángulo más
natural y la fluidez perfecta, Douglas Sirk construye un melodrama muy eficaz,
al servicio de una historia cuyos personajes se van a desnudar ante nosotros de
un modo sutil pero convincente, lo que conseguirá no solo que nos interesemos
por la historia, sino que la vivamos con la intensidad que late en ella y que,
salvo en momento muy puntuales, como la ira almacenada por la hija mayor, no suele
explotar de forma abusiva y emocionalmente tramposa. Todo ello, está claro que
tiene mucho que ver con la actuación soberbia de Barbara Stanwyck, quien, desde
el inicio de la trama, bien aconsejada por una compañera de infame trabajo en
un teatrucho de variedades, está dispuesta a hacerle frente al desafío del
regreso. Al principio mantiene el engaño de que es “una gran actriz” que vuelve
al lugarejo perdido del que salió para comerse el mundo, y como tal es
celebrada por sus allegados, y especialmente por la segundogénita, que quiere
que se la lleve con ella a Nueva York para “sucederla” en su carrera como
artista. El proceso de desvelamiento de la impostura corre parejo al
reencuentro de los esposos, a la aclaración del pasado y al inevitable perdón
que consolida un final agridulce, porque la verdad raramente contribuye a un
final feliz, sino a un final realista, en el mejor de los casos, sin las torpes
y sucias vendas de los malentendidos o las mentiras en los ojos. Hay en Douglas
Sirk una elegancia innata en la manera de ver, y eso lo capta cualquier
aficionado. Los planos se suceden con un espíritu narrativo que no hace alardes
retóricos, como algunos directores que buscan más impactar visualmente que
contar una historia, sino que se ciñe a la situación concreta, la explora y
opta por aquellos planos que mejor contribuyen a la narración. La puesta en
escena, con abundantes interiores, no excluye un par de salidas, con la hija y
su novio a caballo, por ejemplo, o la fatídica (y salvífica) al río, y no
explico por qué, pero en ambos espacios es esa elegancia discreta la que
destaca sobre todas las cosas, del mismo modo que la simpatía de la criada
europea por ella y por la perspectiva de su regreso definitivo forma parte de
esos hilos secretos que se mueven a lo largo de la película para que acabe
teniendo el final que tiene. No estamos ante Imitación a la vida, sin duda, pero de ningún modo es una obra “menor”
en una carrera, sino ante la confirmación del genio del director para un
género, el melodrama, del que es el más reputado maestro.
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