El heroísmo en el secarral o
cuando se imponen los principios: El tren de las 3:10, de Delmer Daves, una
obra maestra del western.
Título original: 3:10 to Yuma
Año: 1957
Duración: 92 min.
País: Estados Unidos
Director: Delmer Daves
Guión: Halsted Welles (Relato:
Elmore Leonard)
Música: George Duning
Fotografía: Charles Lawton Jr. (B&W)
Reparto:Glenn Ford, Van Heflin, Felicia Farr, Leora Dana, Henry Jones,
Richard Jaeckel, Robert Emhardt
Revisar ciertas películas vistas hace una eternidad le
deparan al espectador más curtido y avezado sorpresas contundentes, como la de
este western en apariencia menor que, sin embargo, va creciendo plano a plano
hasta verse por primera vez, lamentando no haber sido capaz de descubrir toda
su grandeza y su belleza en el lejano visionado. Algo bueno ha de tener la
experiencia, sin duda, y este es un caso en el que se comprueba la veracidad
del aserto: el tiempo puede hacernos más viejos, pero también nos aguza el
sentido crítico. Estoy encantado de haber redescubierto esta película de un
Delmer Daves de quien, ¿puede decir ya “antaño”, a mis años? vi un ciclo en La
2 cuando esta era un reducto de la cinefilia y eran frecuentes los ciclos
dedicados a ciertos autores como Douglas Sirk, Budd Boetticher, el propio
Daves, John Ford, Vincent Minnell o Busby Berkeley, director también, pero más
conocido por su labor de coreógrafo. De aquella dedicación se mantiene hoy la
excelente Historia del cine español,
cuya errática manera de programar mediante unidades temáticas deja algo
descolocados a los espectadores.
Es
inevitable, al ver esta película, no traer a colación otra de temática muy
parecida, y también soberbia: El último
tren de Gun Hill, de John Sturges, pero enseguida, a pesar de las
semejanzas, se advierte que la índole de ambas es muy diferente. Mientras la
historia de la película de Sturges gira en torno a la amistad, el racismo y el
sentido del deber, la de Daves se centra en los límites que la ética le pone al
compromiso social remunerado, porque el protagonista, un granjero empobrecido,
ve una oportunidad para seguir resistiendo, a la espera de la lluvia, en el
salario que se le ofrece para conducir a un peligroso delincuente, jefe de una
banda de atracadores de diligencias, a su cita con la justicia en el tren que
ha de llevarlo a Yuma para ponerlo a disposición judicial. La trama es simple,
porque, una vez detenido el jefe, de lo que se trata es de sobrevivir a los
intentos de su banda por rescatarlo. Es importante, para el desarrollo de la
trama, el hecho de que el custodio literalmente le salve la vida al condenado
ante quien quiere tomarse la justicia por su mano. Van Heflin, que le da la
réplica heroica a un Glenn Ford que borda su papel de malvado cínico, es la
pura representación del tradicional campesino americano imbuido de unos valores
orales transmitidos de generación en generación y que antepondrá incluso a la
propia posibilidad de morir en el intento de cumplir con su doble obligación: la
contraída por el salario de 200 dólares que va a percibir -y que garantiza la
supervivencia de su mujer y de sus dos hijos hasta que lleguen las lluvias que
alimenten su cosecha y, por ende su ganado- y aquella que le imponen sus
principios: ayudar a la justicia para luchar contra lacras sociales como el
gobierno autoritario de los salteadores allá donde se instalan. Que Heflin se
vaya quedando solo cuando sus ayudantes advierten que la banda vuelve al pueblo
a rescatar a su jefe, nos hace pensar inmediatamente en Solo ante el peligro, otro clásico de la Historia del cine, pero
enseguida se advierten, también las muchas diferencias entre ambas. Si la
película de Daves me parece ahora tan excepcional, ello se debe principalmente a
la impresionante y espectacular fotografía en blanco y negro de Charles Lawton,
quien dirigiera la fotografía de La dama
de Shanghai, de Welles, y a la perfecta planificación de los encuadres de
cada uno de los planos de la película. No se busca el virtuosismo en la
localización del punto de vista de la cámara, pero no deja de sorprender,
constantemente, el juego del director a la hora de realizar sus encuadres y
cómo compone el plano de modo que bien puede decirse que hay una relación
directa entre la información que aparece en él y la jerarquía de la misma, que
siempre queda manifiesta. El hecho de que buena parte de la acción transcurra
en una habitación del hotel donde se retiene al pistolero, casi obliga a Daves
a esa experimentación visual. Desde el comienzo de la película, cuando en la inmensa
llanura seca, polvorienta, aparece, primero como un punto lejanísimo, casi
imperceptible, la diligencia que la atraviesa, advertimos ya que estamos ante
una obra singular en la que uno no debe perderse ni un plano: desde dentro de
la diligencia hacia los asaltadores, desde dentro de la habitación del hotel
hacia las calles, los contrapicados y picados de la pareja protagonista, los
primerísimos planos… La aparición, enseguida,
del coprotagonista Heflin quien, en compañía de sus hijos, contempla el atraco
sin poder hacer nada para impedirlo, salvo morir en el intento, nos introduce
la cuestión ética desde la ingenuidad infantil: “¿No vas a hacer nada para impedirlo,
papá?” El desarrollo de la película nos marca, constantemente, la importancia
de esa dimensión ética que advertimos en la evolución del forajido, quien,
enfrentado a su antagonista, va dejándose permear de sus valores, tal y como se
aprecia, fundamentalmente, en el excelente final de la película. Ni siquiera la
dimensión simbólica está ausente de la película: se inicia con la llegada de la
diligencia a un pueblucho, y con los salteadores de caminos actuando al más
viejo y ortodoxo estilo de sus primitivas infracciones de la paz social, y se
cierra con el plano de un tren humeante que se aleja por donde vino la
diligencia, sobre los raíles del progreso hacia la justicia que ordena la vida
en sociedad, y ello ante la asunción de su destino por parte del pistolero, que
no excluye, por su último primer plano, la posibilidad de una nueva vida. Así
mismo, de la misma forma que la película se inicia con la constatación de la
feroz sequía que llevan padeciendo, el plano de la mujer bajo la lluvia y sobre
la carreta al borde del ferrocarril, ansiosa por cerciorarse de que su marido
va en él, es, podría decirse, una concesión a la tradición del happy ending,
pero, después de la tensión de la tormenta que ha supuesto la captura, custodia
y traslado del pistolero a la justicia, nada más poético que el hecho de que
estalle la tormenta, en este caso, en forma de agua y, por ende, de vida.
Excepcional, ya digo. De hecho, tan pronto como acabe esta crítica, me dispongo
a reverla, para disfrutar una vez más de la “planificación” de Delmer Daves y
de dos interpretaciones, la de Heflin algo acartonada, pero la de Glenn Ford
maravillosa -un actor que sigue pareciéndome contraindicado en Gilda, curiosamente…- que exigen ese
visionado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario