Henry Hathaway filma, “a lo
Hitchcock”, una soberbia trama policial: A
23 pasos de Baker Street.
Título original: 23 Paces to
Baker Street
Año: 1956
Duración: 103 min.
País: Estados Unidos
Director: Henry Hathaway
Guión: Nigel Balchin (Novela:
Philip MacDonald)
Música: Leigh Harline
Fotografía: Milton R. Krasner
Reparto: Van Johnson, Vera
Miles, Cecil Parker, Patricia Laffan, Maurice Denham, Estelle Winwood, Liam
Redmond, Isobel Elsom, Martin Benson, Natalie Norwick
Que Hitchcock sea, propiamente, una “marca” cinematográfica
significa que ha sido capaz de crear un estilo reconocible y único cuyas
supuestas imitaciones se adivinan a la legua. La principal característica del
mismo es la capacidad que tiene el autor británico para obligarnos a seguir
totalmente alerta sus películas una y otra vez, porque siempre seremos capaces
de descubrir en ellas genialidades que, paradójicamente, por el exceso de
brillantez del autor, pueden habernos pasado desapercibidos. Sí, sí, ya sé que
esta película es de Henry Hathaway, de quien no hace mucho tuve el placer de
criticar aquí, en este Ojo cosmológico,
su casi olvidada película La hechicera
blanca, pero la introducción viene totalmente a… “plano”, “entra en plano” podríamos
innovar, en vez del literario “viene a cuento”…, porque no hay crítico que la
haya visto que no destaque precisamente eso, que estamos ante un Hitchcock sin
él, pero con idéntica calidad e interés. Henry Hathaway es un director con la
suficiente entidad como para que una película suya se aprecie por algo más que
porque su estilo coincida con el de un genio del cine, y la película tiene,
además, una particularidad que marca individualidad: la contemplación panorámica
de Londres, con el Támesis como protagonista principal, que lo acabará siendo también
de la trama, by the way…, pero
también de sus calles. La puesta en escena de los interiores sí que es
absolutamente “a lo Hitchcock”, e incluso los primeros planos de la película
remiten, para el buen aficionado, a La
ventana indiscreta, solo que, en este caso, hemos cambiado la inmovilidad
por la ceguera del protagonista, un Van Johnson que, a pesar de su escasa
versatilidad, compone muy dignamente su papel de minusválido incapaz de asumir
y superar su sobrevenida condición de ciego. La llegada de su antigua secretaria
y prometida, tres años después, y el gélido recibimiento de que es objeto por
parte de quien es, ahora, un autor dramático de éxito, que vive con su criado,
un Cecil Parker sobresaliente en el tópico papel de exquisito mayordomo inglés,
nos sitúa perfectamente ante una tensión que, desde lo personal, va a
extenderse a lo social y va a permitir al ciego reciente vivir una aventura que
le hará reconsiderar su situación individual y cambiar radicalmente su pesimista
y más que maltrecha actitud vital. Después de “despedir” a su ex, el escritor
se acerca al pub cercano a su casa, donde pretende aparentar que ve, y allí oye
a dos personajes que en un reservado planean lo que todo parece indicar que se
trate de un secuestro. Acostumbrado a memorizar diálogos, como los de sus
propias obras, los cuales dicta en un magnetofón, regresa a casa y transcribe
punto por punto lo que acaba de oír. Una vez concluida la labor, avisan a la
policía y les ponen sobre la pista de un caso que, para los agentes no es tal,
sino una vaga conversación cuyo objeto bien pudiera ser muy diferente del que “imagina”
el autor teatral. Herido en su orgullo de “detectador” de realidades a través
de la escucha y del olfato, porque un perfume, plaisir d’amour, jugará un papel destacado en la trama. La ayuda de
su ex para realizar cierta gestión en la agencia de colocación de niñeras, porque
de la conversación captada “indiscretamente”, el autor sabe que se trata de una
niñera, se vuelve imprescindible en la investigación, del mismo modo que el
mayordomo hará otro tanto con la misteriosa niñera que se presenta en el
domicilio del autor para ocupar el puesto que ha ofrecido, como reclamo, la ex
del autor, puesto que, a través de una averiguación telefónica han logrado
saber el nombre de la niñera que hablaba con su “compinche” en el reservado del
bar. A pesar de que la investigación absorbe completamente la atención del
espectador, por lo bien trazada que está la intriga y el modo paulatino como
van atándose cabos para descubrir en torno a qué gira la trama criminal, no es
menos cierto que la truncada historia amorosa de los protagonistas, con una
Vera Miles, quien posteriormente rodaría con Hitchcock Falso culpable y, sobre todo, Psicosis,
si bien ya había sido “descubierta” por D. Alfred en uno de sus episodios de la
seria televisiva Alfred Hitchcock
presenta.., titulado Venganza;
esa trama amorosa, digo, progresa de forma paralela a la trama criminal con una
sutileza que alimenta una de las grandes bazas de la película, el final, del
cual no digo ni mu, aunque esta página crítica tengo voluntad de ser una
lectura para postvisionados, más que para previsionados, pero como advierto que
se trata de una obra un tanto caída en el olvido, opto por abstenerme. Eso sí,
avanzo, que nada descubro con ello, que la película tiene un último plano tan
espectacular, que bien puede el espectador poner la pausa y recrearse en ese
Turner durante su buen cuarto de hora… Los planos americanos que tanto abundan
en la película, junto con la elegancia de los modelos de la protagonista,
además de la especial suntuosidad de la mansión del autor, le conceden a la
película parte de ese caché estético que recuerda a Sir Alfred, sin que falte
el contrapunto irónico y jocoso por parte del mayordomo, que alivia
notablemente la tensión del resentimiento contra la vida y contra todo que
sufre indisimuladamente el protagonista. La planificación del final, por otro
lado, es una verdadera joya de arte que sería provechada, diez años después por
Terence Young para Sola en la oscuridad,
otra excelente película, más cercana al género del terror que al del thriller. A 23 pasos de Baker Street, aun cuando
haya algunas ingenuidades de guion fácilmente perdonables, es una película muy
sólidamente construida, lo que se manifiesta, por parte del espectador, en la
avidez con que aguarda las próximas escenas, sin dejar de temer que la ceguera
del protagonista acabará jugándole alguna mala, pero que muy mala pasada. Pero
de eso se trata. A mí, particularmente, las “vistas” de Londres, espectaculares
todas, me han recordado las del Madrid americanizado, visualmente, de El crack dos, de Garci, un auténtico
espectáculo visual que justifica la película por sí solo. En fin, mal harán
quienes tarden demasiado en comprobar si cuanto afirmo es verdad o desvarío
subjetivo.
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