lunes, 10 de octubre de 2016

“El ingenuo salvaje”, de Lindsay Anderson: La emoción placada.





Un drama amoroso y social ambientado en el rugby con un Richard Harris “a lo Brando” en un poderoso blanco y negro de Lindsay Anderson: El ingenuo salvaje.

Título original: This Sporting Life
Año: 1963
Duración: 129 min.
País: Reino Unido
Director: Lindsay Anderson
Guión: David Storey (Novela: David Storey)
Música: Roberto Gerhard
Fotografía: Denys Coop
Reparto: Richard Harris, Glenda Jackson, Rachel Roberts, Alan Badel, William Hartnell, Colin Blakely, Arthur Lowe, Vanda Godsell.


Quien lea en el reparto el nombre de Glenda Jackson h de llamarse forzosamente a engaño. Tuve que visionar dos veces la película para descubrir su presencia en una escena colectiva en la que aparecía cantando el cumpleaños feliz a uno de los personajes centrales. Así pues, olvídese, a partir de ahora, el espectador, de aguardar su irrupción en escena porque no hay tal. En cambio, sí que tendrá la oportunidad de contemplar a lo largo de la película dos interpretaciones mayúsculas: la de Rachel Roberts y la de Richard Harris, ambos en un estado de gracia tal que la responsabilidad de la excelencia de la película, además de la excelente historia de David Storey recae en su maravilloso trabajo, lleno de fuera, verdad y expresividad contenida y desatada según lo exige el guion de sus amores imposibles. El título inglés This sporting life usa un adjetivo, sporting, con variadas connotaciones que se ajustan a la perfección al desarrollo de la trama: una vida arriesgada, una vida en la que se ha de apostar, una vida en la que hay que jugar limpio y, finalmente, una vida dedicada al deporte, claro: un minero que juega al rugby y que se aloja en una casa de huéspedes comienza a destacar en su deporte y es fichado por un club que le paga una ficha pareja a la condición de estrella en que la tal lo convierte. De ser un hombre anodino, introspectivo y callado, se convierte en protagonista deseado, por las mujeres, y admirado socialmente. Se trata de un ser bastante primitivo que está enamorado de su patrona, aunque esta, viuda, no quiere complicarse la vida con otro hombre después de la mala experiencia que tuvo con el padre de sus hijos. Accede a las pretensiones sexuales del ídolo, pero, trastornada por la mala experiencia que vivió, se resistirá a entregarle su corazón y el amor que, sin embargo, el jugador siente poderosamente por ella. En esa lucha casi titánica se suceden las alternativas de entrega y rechazo que acercan y separan a los amantes. La película se cuenta, en parte, a través de un flash back que llega hasta el presente, y desde el que va más allá, hacia el desenlace, que no es difícil intuir cuál será. El pequeño mundo de barrio y el ambiente de un deporte tan popular en Gran Bretaña como el rugby, con sus estrictos códigos de honor, contribuyen a hacer de la película un drama potentísimo que encuentra en el blanco y negro espectacular de Richardson un aliado imprescindible para transmitir la intensidad de una pasión como pocas veces se puede vivir a través de la pantalla. La historia del auge y la caída de un deportista no es un tema nuevo en el cine, desde luego; pero en este caso, tan doméstico, podríamos decir, tan de “andar por casa”, al tratarse no tanto de un deporte de masas, como de un rito social, nos permite vivir con interés antropológico y con profunda emoción esa historia tan vieja como el mundo y, sobre todo, la dureza implacable del amor maldito. Richard Harris, a quien hiciera mundialmente famoso la película Un hombre llamado caballo, una excelente película, exhibe en esta película un conjunto de registros que lo ponen a la altura de Marlon Brando en no pocas de sus célebres interpretaciones, pero, sobre todo, en Un tranvía llamado deseo y en La ley del silencio. Harris hace profundamente humano y convincente su personaje, un ser simple que ama desesperadamente y que se las ve y se las desea para sobrevivir frente a una sofisticación, como la seducción de que lo hace objeto la esposa del dueño del equipo, ante la que se siente desarmado. La camaradería deportiva, la vida de barrio, la lealtad a sus compañeros, la extraña relación con su padre y la inexplicable resistencia de su patrona a dejarse tentar por la vida feliz de hombre casado que él le ofrece, unido al triunfo y declive de su carrera deportiva conforman una película cargada de una emoción particular, intensísima, que se sigue en un arrobo literal, dejándose impresionar por las imágenes espectaculares del blanco y negro que Anderson usa con la intención de fusionar luz y sentimientos en esos contrastados claroscuros que acaban desgarrando al espectador. Sé que suena a viejuno, pero la verdad es que ya no se hacen películas así. Anderson está más cerca, en esta película, de Bergman que de ningún otro, por ejemplo; aunque está clara la filiación inglesa de este free cinema del que él es, acaso, su mejor representante.

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