Juego
sucio: una película social y ecologista del primer Hitchcock sonoro.
Título original: The Skin Game
Año: 1931
Duración: 85 min.
País: Reino Unido
Director: Alfred Hitchcock
Guión: Alfred Hitchcock, Alma Reville (Obra: John Galsworthy)
Fotografía: Jack E. Cox (B&W)
Reparto: Edmund Gwenn, Jill
Edmond, John Longden, C.V. France, Helen Haye, Phyllis
Konstam, Frank Lawtn.
Konstam, Frank Lawtn.
Hitchcock tiene una historia cinematográfica lo
suficientemente larga como para rastrear su genio artístico aun hasta en la, en
apariencia, más intrascendente de sus películas. Es el caso de esta Juego sucio
en la que, a pesar de su origen teatral, logra imprimir a las imágenes ese
toque que después lo haría tan famoso. La historia de un enfrentamiento entre
un terrateniente y un industrial, vecinos que se odian “cordialmente”, cuyos
hijos están enamorados, por cierto, muy a lo Romeo y Julieta, y quienes,
además, contemplan esas reyertas y odios como un pasado que ellos han de
superar, logra atraer por completo la atención del espectador, quien no solo
disfrutará con el planteamiento digamos ideológico de la película, muy de nuestros
días, por su ecologismo militante y su crítica del progreso a toda costa, sino
por escenas tan propias de Sir Alfred como la de la subasta, que a más de uno
le traerá a la memoria la celebérrima de Con
la muerte en los talones. Rodada en blanco y negro, Hitchcock describe con
sobriedad las personalidades de los rivales, los altivos terratenientes y el
campechano industrial, y la trama se complicará con un chantaje social que
acabará en drama, para escarmiento de ambas familias, que quedarán igualmente
destrozadas. Hitchcock se complace en la descripción de esa aristocracia rural
decadente, capaz de la conducta más miserable para imponer su derecho de
propiedad sobre la tierra, el paisaje y aun la historia, sin reparar en nada.
Por otro lado, la descripción del grosero industrial que ha hecho de su
desquite a través de su poder económico el único objetivo de su vida, adquiere
un relieve en todo comparable al de los arruinados vecinos a quienes quiere
privar de un paisaje emocional levantando una fábrica ante sus mismísimas
narices. Que el idustrial esté interpretado por Edmun Gwenn poco le dirá en
principio al lector de esta crítica, pero si le recuerdo que Gwenn fue el
protagonista de Calabuch, de Berlanga
o de Pero... ¿quién mató a Harry?,
del propio Hitchcock, enseguida le vendrá a la memoria un prodigioso actor de
la estirpe de nuestro admirable Pepe Isbert, por poner un ejemplo de absoluta
naturalidad interpretativa. Gwenn lleva, propiamente, el peso de la película y
es capaz, eficazmente ayudado por el resto, de concederle una verosimilitud a
la película que se gana la credibilidad del espectador. A medida que avanza la
historia, advertimos que los temas planteados en la película van más allá del
mero entretenimiento de una trama más o menos discreta, como ocurre en algunas de
sus películas más famosas, y exigen del espectador, y del propio director una
posición ética que tome partido. Resulta difícil escoger entre dos muestras de
odio y de venganza, sutiles o francos, y eso es lo que nos quiere dar a
entender Hitchcock cuando, en la escena final, consumada la tragedia, los
enamorados se dan la mano a hurtadillas, sellando mediante el amor la
superación de las rivalidades que han hundido en la miseria moral a sus
progenitores. Un detalle fílmico muy del Hitchcock célebre que vendrá, sin
duda, y del que ya advertimos en este Juego
sucio no pocas manifestaciones.
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