Un cruce afortunado entre Frankenstein e Informe para una Academia: El
hombre sin alma, de Harry Lachman, y de la serie B de buenísima, para espectadores
fieles a la inocencia del terror primordial.
Título original: Dr. Renault's Secret
Año: 1942
Duración: 58 min.
País: Estados Unidos
Director: Harry Lachman
Guión: William Bruckner,
Robert F. Metzler (Novela: Gaston Leroux)
Música: David Raksin
Fotografía: Virgil Miller (B&W)
Reparto: J.
Carrol Naish, Shepperd Strudwick, Lynne Roberts, George Zucco, Carmen Beretta,
Eugene Borden, Ann Codee, Ray Corrigan, George Davis, Jean Del Val, Charles La
Torre, Mike Mazurki, Louis Mercier, Jack Norton, Bert Roach, Arthur Shields,
Charles Wagenheim, Max Willenz.
Supongo que mi fidelidad a los cines de doble sesión,
donde vi miles de películas mucho antes de devenir cinéfilo, y con total
delectación las de mi predilecto género de terror, me condicionará para emitir
un juicio sobre esta película que reúne todos los ingredientes de las películas
clásicas de un género en el que ajustarse escrupulosamente a las convenciones
asegura, cuando menos, el respeto de los aficionados: el forastero que llega al
hotel, la casa en apariencia “maldita” del Dr., a la que no puede viajarse de
noche, el criado misterioso, la joven enamorada que vive en medio del peligro
sin saberlo… el laboratorio subterráneo de extraordinarias dimensiones donde se
alinean las probetas donde se mezcla la ciencia con la taumaturgia, la policía
que investiga un asesinato cometido por equivocación…, el peligro que flota
permanente en el ambiente, el gran secreto que rompe los límites de la ética y
la deontología, la criatura creada que llega a la lucidez y se rebela contra el
creador… Sí, ese cruce de influencias literarias de Shelley y de Kafka explican
a la perfección la historia de El hombre
sin alma, cuyos méritos no serían los mismos sin la excelente
interpretación de un increíble J.Carrol Naish (J por Joseph y a veces Carrol o
Carroll) que logra, me imagino, una de sus mejores interpretaciones. Cuando se
descubre el secreto a voces de que no estamos ante un ser humano “normal”, nos
sorprende que el actor haya sido capaz de realizar semejante labor de
recreación de su personaje para ajustarlo a lo que el guion exige y él supo
ofrecer con creces. Hay en este tipo de películas de la serie B una cantidad
tan grande de interiores que permiten jugar tan bien con la iluminación y la
puesta en escena que, a menudo, tienen un poco el aire de aquellos rancios
decorados de los Estudio 1 televisivos
de mi juventud, o de los de la Hora 11,
menos recordada, acaso, pero en la que pude ver tantos clásicos excelentes en
adaptaciones teatrales muy dignas. El
hombre sin alma, una película ambientada en Francia, pero con protagonistas
usamericanos, aun siendo deliberadamente una producción barata, sabe darle una
trascendencia a lo que se cuenta que consigue dotar al film en sus momentos
estelares, como en el enfrentamiento entre el creador y la criatura, de un aire
de gran película, muy por encima de sus limitaciones de partida, porque es
francamente interesante ese momento en que advertimos que se abriendo paso la
lucidez del razonamiento en la antigua bestia, ahora humanizada, y enuncia con
total claridad que la esclavitud de su metamorfosis no está al servicio de una
supuesta humanización bienintencionada, sino al más rastrero del orgullo y la
vanidad científica del sabio que, por amor a la ciencia, es capaz de traspasar
los límites que la ética impone a sus practicantes. El subtema de la bella y la
bestia, por ejemplo, en otro plano, adquiere momentos líricos de una gran
emoción; del mismo modo que el rescate de la chica por parte de “la bestia”, cuando
es raptada por un exconvicto, también empleado del doctor, como la “bestia”; un
rescate, digo, tan ajustado a los cánones de los modelos tradicionales del
género, que se reviste, en el escenario del molino abandonado, de una dimensión
clásica que nos trae a la memoria, sin ir más lejos, el recuerdo de El Jorobado de Notre Dame (Esmeralda, la zíngara, de Dieterle, en
España) en soberbia interpretación inolvidable de Charles Laughton. Carrol
Naish, por su parte, es capaz, en todo momento, por el arte que derrocha, de
convencernos de su extraño papel, para el que se necesitaba un actor como él,
sin excesiva caracterización de maquillaje, pero con una capacidad expresiva en
la mirada, los gestos, los andares y el uso del habla, mediante el que mantiene
durante buena parte del metraje el enigma de su condición, que bien hubiera
merecido, al menos, alguna nominación. La consiguió por Donde nacen los héroes, basada en una narración de Steinbeck,
película por la que ganó un Globo de Oro al mejor actor secundario. Aunque la
película gira, desde el comienzo, en torno a la misteriosa condición de Noel -y
ya se advierte en el nombre, Natividad, de natalis,
‘nacimiento’, el desafío implícito de la ciencia a la religión- y enseguida se
revela la poderosa fuera de su protagonismo a lo largo del film, no es menos
cierto que desde la pareja de novios, el joven doctor que ha venido para
casarse con la hija del doctor que encarna el orgullo demoniaco del
conocimiento, hasta el propio doctor taumaturgo, pasando por los policías, el
dueño del hotel y acabando en el exconvicto que planea el secuestro de la
joven, el nivel de actores y actriz es el adecuado para dar réplica a la
fantástica interpretación de Carrol Naish. He de decir que la vertiente jocosa
de las fuerzas de la ley en la trama aportan un delicioso contraste con la
parte dramática, y que ambas perspectivas se funden en la reacción del
metamorfoseado Noel en la fiesta popular a la que la joven lleva a quien su
padre acababa de enjaular para evitar problemas. Se trata, en definitiva, de una
obra canónica, rigurosa, filmada con una perspectiva expresionista que, de
todos modos, no acentúa los claroscuros hasta ese extremo, y menos aún retuerce
los planos de los decorados de la puesta en escena para ofrecer un vértigo que
el solo asunto de la trama se basta y sobra para conseguir. Ya lo saben los
amigos del género: dispónganse a disfrutar con esa mirada del espectador
ingenuo de quince años que luego a los veinte, como a mí me ocurrió, quizá
asistió fascinado a la interpretación de José Luis Gómez del Informe para una Academia, de Kafka.
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