lunes, 4 de junio de 2018

“Encrucijada de odios”, de Edward Dmytryk, algo más que un alegato antisemita.



La posguerra y el estrés postraumático en la noche del regreso a casa: Encrucijada de odios o la complejidad social que no redime un uniforme victorioso.

Título original: Crossfire
Año: 1947
Duración: 85 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Edward Dmytryk
Guion: John Paxton (Novela: Richard Brooks)
Música: Roy Webb
Fotografía: J. Roy Hunt (B&W)
Reparto: Robert Mitchum,  Robert Young,  Robert Ryan,  Gloria Grahame,  Sam Levene, Paul Kelly,  Jacqueline White,  Steve Brodie.

Cuando no era más que un proyecto de aficionado al cine, una película de Dmytryk me llegó al coraón: El hombre que no quería ser santo, una película de monjes y un canto a la raíz etimológica de la ingenuidad: “nacido libre” significa ser ingenuo, usualmente aquel de quienes todos se ríen porque confunden esa libertad de su naturaleza humana candorosa con la estupidez y aun con la necedad. No fue la película que me llevó al cine, porque de la infancia siempre me vuelve la imagen de King Kong, de Merian C. Cooper y  Ernest B. Schoedsack, a quienes ni siquiera se les recuerda por ese hito de la Historia del Séptimo Arte, en lo alto del Empire State Building, un edificio inmortal que no visité sino veinticinco años más tarde de haber visto en un pequeño pueblo de Murcia la película icónica. Encrucijada de odios la selección en Filmi, aparte de por el director, por ese trío estelar de Roberts que tanto prometía y que tanto acaba brindándole al espectador. Si sumamos el nombre de Gloria Grahame, de reciente actualidad cinematográfica por la película que narra su historia de amor en Inglaterra con un jovencito de Liverpool, el reparto no podía ser de mejor calidad. No hay que desdeñar las películas de actores, porque no son pocas las que se han convertido en obras clásicas por magníficas interpretaciones, capaces, por sí mismas de levantar cualquier historia. ¿O La huella, de Mankiewicz no se sostiene por esos dos actores fuera de serie que son Michael Caine y Laurence Olivier? ¿O ¿Quién teme a Virginia Woolf? no se apoya en esos otros dos inmortales: Richard Burton y Elizabeth Taylor? Estamos, sin embargo, ante una obra clásica del cine negro que tiene un arranque increíble con las dos sombras de dos personas que luchan en una habitación proyectadas en una de las paredes de la habitación, antes de que uno de los hombres entre en el plano y tire al suelo la lámpara que después encenderá en él, sin restituirla al aparador del que ha caído, y provocando una distorsión de las figuras de naturaleza expresionista que da pie a una narración de corte más clásico de lo que anuncia su inicio. Unos soldados entran en contacto con una pareja en un bar. Uno de ellos está algo pasado de copas y el hombre de la pareja, después de que sus compañeros lo hayan dejado por imposible, habla con él y lo invita a subir a su apartamento donde pueden seguir charlando cómodamente. Aunque la seducción del joven soldado nos hace pensar en una seducción homosexual, la película destaca, sobre todo, la condición de judío del mismo, que resulta determinante para la comisión del crimen que uno de los soldados, antisemita, comete como llevado de una furia vengativa de carácter racista en la que se ventila algo más que un odio tradicional a los judíos. Conociendo el reparto, está claro que el psicópata de turno no podía ser otro que ese pedazo de actor inconmensurable que es Robert Ryan. De igual manera, las afables maneras habituales de Robert Young en la mayoría de sus películas habían de asignarle el papel del inspector de policía que investiga el caso con una soberbia cachaza que contrasta con la espiral de violencia que desata Ryan entre los soldados con quienes convive.  Y en medio, Robert Mitchum, en un extraño papel en el que la lealtad prima sobre la contribución a la verdad, porque su único afán es salvar al falso culpable aparente, cuya documentación se encontró en la habitación del muerto. Que Grahame se niegue a ser la coartada de ese joven soldado, henchida de un legítimo resentimiento por la descalabrada vida que lleva, divorciada de un don nadie de medio pelo, prostituta en un dancing club y envidiosa del inocente amor que por su mujer atesora el joven soldado embriagado y desorientado existencialmente, acusado del asesinato, alienta la complejidad de la investigación. Todo se complica cuando el soldado que se esconde de la justicia, de los tres que se encontraron con el judío en el bar y que subieran a su apartamento, es asesinado por el personaje de Ryan, con una elipsis tan elegante como inequívoca. A ese respecto, es curiosa la conversación que tiene con el judío en el bar, porque, en un momento, le saca un retrato psicológico propio de un experto en psicoterapia, lo que acaso en la novela tenga alguna explicación, dado el origen de la llamada “ciencia judía” y lo extendido del tratamiento psicoanalítico entre los miembros de esa minoría étnica en Usamérica. La película es básicamente narrativa y hay tantos desplazamientos en el espacio como conversaciones indagatorias que no siguen ninguna línea nítida, sino que parecen meras aproximaciones, meros tanteos sin un objetivo claro. La película no hace del conocimiento del asesino una de las revelaciones clave de la historia, porque desde mitad de ella sabemos que Ryan es el asesino, pero el modo como este cree escapar del cerco policial y la tranquilidad casi holmesiana del inspector logran una progresión dramática excelente. Dmytryk sigue esa indagación con una fidelidad a los principios del género negro exquisita. Abundan los primeros planos efectistas; los contrapicados y picados, la iluminación como un factor decisivo del plano y muchos otros recursos entre los que sobresale la puesta en escena ajustadísima a los preceptos del género: los interiores asfixiantes, los clubes nocturnos con una música de jazz ad hoc y una atmósfera densa y ahumada; las calles solitarias con destellos luminosos en el adoquinado, o sea, lo que comúnmente entendemos por un clásico. Aparentemente, el conflicto parece “menor”, a pesar de que hablamos del antisemitismo y de que ese mismo año el Oscar went toLa barrera invisible, de Elia Kazan, que también trataba el tema del antisemitismo, y que ya criticamos debidamente en este Ojo. Lo cierto, sin embargo, es que la condición psicológica de los hombres que vuelven de una dura guerra, mostrada a través de los diferentes soldados que forman ese reducido grupo cuyas actividades de ocio se siguen durante un reducido marco temporal, apenas dos días y medio va más allá del conflicto central. Son muchos los daños; son muchas las heridas; son infinitos los desengaños. Edward Dmytryk nos lo cuenta con mano firme y cámara que desnuda esos traumas muy poco antes de ser represaliado por la famosa comisión McCarthy, la de la caza de brujas.

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