La posguerra y el estrés postraumático en la noche del
regreso a casa: Encrucijada de odios
o la complejidad social que no redime un uniforme victorioso.
Título original: Crossfire
Año: 1947
Duración: 85 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Edward Dmytryk
Guion: John Paxton (Novela:
Richard Brooks)
Música: Roy Webb
Fotografía: J. Roy Hunt (B&W)
Reparto: Robert Mitchum, Robert Young,
Robert Ryan, Gloria Grahame, Sam Levene, Paul Kelly, Jacqueline White, Steve Brodie.
Cuando no era más que un
proyecto de aficionado al cine, una película de Dmytryk me llegó al coraón: El hombre que no quería ser santo, una
película de monjes y un canto a la raíz etimológica de la ingenuidad: “nacido
libre” significa ser ingenuo, usualmente aquel de quienes todos se ríen porque
confunden esa libertad de su naturaleza humana candorosa con la estupidez y aun
con la necedad. No fue la película que me llevó al cine, porque de la infancia
siempre me vuelve la imagen de King Kong,
de Merian C. Cooper y Ernest B.
Schoedsack, a quienes ni siquiera se les recuerda por ese hito de la Historia
del Séptimo Arte, en lo alto del Empire
State Building, un edificio inmortal que no visité sino veinticinco años
más tarde de haber visto en un pequeño pueblo de Murcia la película icónica.
Encrucijada de odios la selección en Filmi, aparte de por el director, por ese trío
estelar de Roberts que tanto prometía y que tanto acaba brindándole al
espectador. Si sumamos el nombre de Gloria Grahame, de reciente actualidad
cinematográfica por la película que narra su historia de amor en Inglaterra con
un jovencito de Liverpool, el reparto no podía ser de mejor calidad. No hay que
desdeñar las películas de actores, porque no son pocas las que se han
convertido en obras clásicas por magníficas interpretaciones, capaces, por sí
mismas de levantar cualquier historia. ¿O La
huella, de Mankiewicz no se sostiene por esos dos actores fuera de serie
que son Michael Caine y Laurence Olivier? ¿O ¿Quién teme a Virginia Woolf? no se apoya en esos otros dos
inmortales: Richard Burton y Elizabeth Taylor? Estamos, sin embargo, ante una
obra clásica del cine negro que tiene un arranque increíble con las dos sombras
de dos personas que luchan en una habitación proyectadas en una de las paredes
de la habitación, antes de que uno de los hombres entre en el plano y tire al
suelo la lámpara que después encenderá en él, sin restituirla al aparador del
que ha caído, y provocando una distorsión de las figuras de naturaleza
expresionista que da pie a una narración de corte más clásico de lo que anuncia
su inicio. Unos soldados entran en contacto con una pareja en un bar. Uno de
ellos está algo pasado de copas y el hombre de la pareja, después de que sus
compañeros lo hayan dejado por imposible, habla con él y lo invita a subir a su
apartamento donde pueden seguir charlando cómodamente. Aunque la seducción del
joven soldado nos hace pensar en una seducción homosexual, la película destaca,
sobre todo, la condición de judío del mismo, que resulta determinante para la
comisión del crimen que uno de los soldados, antisemita, comete como llevado de
una furia vengativa de carácter racista en la que se ventila algo más que un
odio tradicional a los judíos. Conociendo el reparto, está claro que el psicópata
de turno no podía ser otro que ese pedazo de actor inconmensurable que es
Robert Ryan. De igual manera, las afables maneras habituales de Robert Young en
la mayoría de sus películas habían de asignarle el papel del inspector de
policía que investiga el caso con una soberbia cachaza que contrasta con la
espiral de violencia que desata Ryan entre los soldados con quienes convive. Y en medio, Robert Mitchum, en un extraño
papel en el que la lealtad prima sobre la contribución a la verdad, porque su
único afán es salvar al falso culpable aparente, cuya documentación se encontró
en la habitación del muerto. Que Grahame se niegue a ser la coartada de ese
joven soldado, henchida de un legítimo resentimiento por la descalabrada vida
que lleva, divorciada de un don nadie de medio pelo, prostituta en un dancing club y envidiosa del inocente amor que por su mujer atesora el
joven soldado embriagado y desorientado existencialmente, acusado del asesinato,
alienta la complejidad de la investigación. Todo se complica cuando el soldado
que se esconde de la justicia, de los tres que se encontraron con el judío en el
bar y que subieran a su apartamento, es asesinado por el personaje de Ryan, con
una elipsis tan elegante como inequívoca. A ese respecto, es curiosa la
conversación que tiene con el judío en el bar, porque, en un momento, le saca
un retrato psicológico propio de un experto en psicoterapia, lo que acaso en la
novela tenga alguna explicación, dado el origen de la llamada “ciencia judía” y
lo extendido del tratamiento psicoanalítico entre los miembros de esa minoría étnica
en Usamérica. La película es básicamente narrativa y hay tantos desplazamientos
en el espacio como conversaciones indagatorias que no siguen ninguna línea
nítida, sino que parecen meras aproximaciones, meros tanteos sin un objetivo
claro. La película no hace del conocimiento del asesino una de las revelaciones
clave de la historia, porque desde mitad de ella sabemos que Ryan es el
asesino, pero el modo como este cree escapar del cerco policial y la
tranquilidad casi holmesiana del inspector logran una progresión dramática
excelente. Dmytryk sigue esa indagación con una fidelidad a los principios del
género negro exquisita. Abundan los primeros planos efectistas; los
contrapicados y picados, la iluminación como un factor decisivo del plano y
muchos otros recursos entre los que sobresale la puesta en escena ajustadísima
a los preceptos del género: los interiores asfixiantes, los clubes nocturnos
con una música de jazz ad hoc y una atmósfera densa y ahumada; las calles
solitarias con destellos luminosos en el adoquinado, o sea, lo que comúnmente entendemos
por un clásico. Aparentemente, el conflicto parece “menor”, a pesar de que
hablamos del antisemitismo y de que ese mismo año el Oscar went to…La barrera invisible,
de Elia Kazan, que también trataba el tema del antisemitismo, y que ya criticamos
debidamente en este Ojo. Lo cierto,
sin embargo, es que la condición psicológica de los hombres que vuelven de una
dura guerra, mostrada a través de los diferentes soldados que forman ese
reducido grupo cuyas actividades de ocio se siguen durante un reducido marco
temporal, apenas dos días y medio va más allá del conflicto central. Son muchos
los daños; son muchas las heridas; son infinitos los desengaños. Edward Dmytryk
nos lo cuenta con mano firme y cámara que desnuda esos traumas muy poco antes
de ser represaliado por la famosa comisión McCarthy, la de la caza de brujas.
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