Magnífico guion de John Fante, novelista “maldito”, para
una biografía espectacular interpretada por una Kim Novak mítica: Jeanne Eagels o una digna heredera de Eva al desnudo.
Título original: Jeanne Eagels
Año: 1957
Duración: 108 min.
País: Estados Unidos
Dirección: George Sidney
Guion: John Fante, Daniel
Fuchs, Sonya Levien
Música: Mischa Bakaleinikoff,
George Duning, Gil Grau, Howard Jackson
Fotografía: Robert H. Planck (B&W)
Reparto: Kim Novak, Jeff Chandler, Agnes Moorehead, Charles Drake, Larry Gates, Virginia Grey, Gene Lockhart.
No ha sido premeditado,
que conste, esta coincidencia biográfica en dos actrices usamericanas de muy
diferente condición y no contemporáneas, pues hay una generación de distancia
entre una y otra. Si Frances Farmer encarna la maldición de la fama y la caída
del ídolo fabricado por Hollywood, Jeanne
Eagels es la clásica historia de la decidida voluntad de alcanzar el
estrellato en el mundo del teatro viniendo desde lo más cutre, las barracas de
feria con números picantes para aldeanos reprimidos. Allí estaba Jessica Lange,
con una interpretación muy destacada; pero aquí, dilectos frecuentadores de
este Ojo, está nada menos que Kim
Novak, que venía de Picnic, de Joshua
Logan e iba hacia Vértigo, de
Hitchcock el año siguiente a esta, o sea, en el momento cumbre de su carrera,
porque en el mismísimo 1957 también rodaría a las órdenes de Sidney Pal Joey, con Frank Sinatra y Rita
Hayworth. La vida de Jeanne Eagels arranca con el sueño de una joven que está
dispuesta a todo para conseguir llegar a su meta: debutar como actriz en Broadway, por más que el camino para llegar
allí esté lleno de no pocos contratiempos y una vida vagabunda en el mundo de
los circos ambulantes, a los que se une porque uno de los propietarios de una
barraca acepta “recogerla”, tras ser engañada por un vendedor ambulante de que
sería elegida la reina de un concurso de belleza entre las jóvenes de la
localidad, que había de realizarse en la barraca del singular “empresario”,
quien, como Jeanne, también tiene sus sueños de convertirse en el gran
propietario de las atracciones de Coney Island. El malentendido de su relación
sentimental supone, sin embargo, la primera dificultad seria a la que habrá de
enfrentarse para determinar cuál ha de ser el rumbo de su vida, porque mientras
ella lo subordina todo, absolutamente todo, a su ambición profesional; su
empleador y luego amante, quien vende su negocio para instalarse con ella en
Nueva York y poder facilitarle así la
conquista de su objetivo, tiene unos planes tradicionales y familiares en los
que ella no se ve de ninguna de las maneras. Poco a poco, pues, las vidas de se
separan y ambos llegan a triunfar, pero el precio que han de pagar ambos es muy
diferente: el empresario, el de la soledad y la imposibilidad de formar una
familia; ella, su propia vida. Si la película me ha sorprendido no es, ¡aunque
parezca mentira esta afirmación!, por la exquisita, sólida y convincente
interpretación de Kim Novak, un auténtico animal fotogénico, sino por una
dirección y una puesta en escena que tiene momentos en que roza incluso la grandeza.
Hay encuadres de una originalidad indiscutible y de un clasicismo propio de los
grandes directores. Sobre todo en los interiores con una profundidad de campo
que revela un suerte de dialéctica entre el espacio y los personajes que
sorprende a los espectadores, arrastrados a la confrontación con la permanente
esquizofrenia en que vive la protagonista: sumisa a su codicia; añorante de los
tiempos felices anteriores. Las secuencias del robo de una obra a la actriz
caída en desgracia que aspira a volver con ella a la primera fila de la
profesión constituyen un pequeño minidrama que se resuelve, a la manera de las
películas de terror, con la irrupción de la actriz robada en las bambalinas del
teatro, junto a la actriz que escucha los aplausos que la reclaman para salir a
escena, para pasar, posteriormente, a la escena del suicidio de la desdichada,
una suerte de premonición de su propio final, y de ahí la congoja callada con
que vive el desenlace de ese drama paralelo dentro del de la propia Jeanne
Eagels. La película es, sin duda, una crónica de la insatisfacción y la
comprobación empírica de que los caminos no éticos que llevan al triunfo nunca permiten
que la felicidad sea su meta. Sí, la mezcla de ficción y realidad está lo suficientemente
dosificada como para que las licencias dramáticas postizas permitan construir
un hilo narrativo que atrape a los espectadores y realce, como se debe, el
drama íntimo que vivió la actriz durante esos años de profesión en los que,
presionada por el sindicato de atores, que incluso le prohibió actuar, llegó a
triunfar efímeramente en el cine poco antes de iniciar un descenso a los
infiernos de la drogadicción del que ya no saldría. Las escenas de la despedida
del año con su marido, un exjugador de football
americano, ambos borrachos y solos como
dos perros, están rodadas con una frialdad casi documental que recuerda algunas
de Días de vino y rosas, de Edwards.
Del mismo modo que una secuencia final, con la aspirante a actriz que entra en
el camerino de la estrella a la que pide una ayuda que la impulse hacia el
camino del triunfo nos devuelve a la memoria de Eva al desnudo, de Mankiewicz, como no puede ser de otra manera… Y
a fuer de sincero he de reconocer que esta película de Sidney bien merecería
una reconsideración crítica para ser mencionada con todos los honores en ese
reducido círculo de las películas de carácter metaartístico que, centrada en
este caso en el teatro, exploran el difícil terreno de la estabilidad mental de
las personas que alcanzan la cima en tan difícil profesión.
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