La caprichosas segundas oportunidades imposibles del amor
a través del tiempo: “Rivales” o cómo tratar de enmendar, ¡a destiempo y despersona!, las decisiones movidas por el interés.
Título original: Come and Get
It
Año: 1936
Duración: 99 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Howard Hawks, William
Wyler
Guion: Jules Furthman, Jane Murfin (Novela: Edna Ferber)
Música: Alfred Newman
Fotografía: Rudolph Maté, Gregg Toland (B&W)
Reparto: Edward Arnold, Joel McCrea,
Frances Farmer, Walter
Brennan, Mady Christians, Mary Nash, Andrea Leeds,
Frank Shields, Edwin Maxwell, Cecil Cunningham, Charles Halton.
Y lo autoimpuesto lo
satisfice casi a continuación de la anterior. Rivales es una película extraña, cuya
rareza consiste en que hubiera de necesitar dos directores, uno consagrado ya, Hawks,
y el otro a punto de consagrarse, Wyler, por el capricho del productor, Samuel
Goldwyn, ante la excesiva libertad de Hawks frente al guion que rodaba. En
cualquier caso, la historia era y sigue siendo atractiva por muchas razones,
entre las que no es la menor la presencia de un elenco de artistas que encabezado
por Frances Farmer, una auténtica diosa del celuloide, de tristísima vida, como
vimos en el drama biográfico interpretado por Jessica Lange, y seguido por Edward
Arnold, Joel McCrea y el inefable Walter Brennan, nos regala una historia
vivida con una intensidad y una sensación de verdad que pasan muy por encima de
cierta previsibilidad de la trama y de las situaciones dramáticas tópicas que nutren
la historia de amores y desamores, de traiciones y de arrepentimientos, de orgullos
y de humildades… Y, que es lo que yo quería ver en ella, la presencia imantadora
de Frances Farmer, con un poderío fotogénico y unas maneras de gran actriz que
tanto le valen para cuadrar una cantinera amoral como una jovencita deseada y
deseante…La historia tiene su miga social, porque se denuncia, desde el
comienzo, con unas magníficas secuencias de naturaleza documental la
explotación de los bosques que, sin embargo, no se repueblan en ningún momento,
a pesar del daño ambiental inequívoco infligido. A pesar de ello, el negocio
maderero le sirve al protagonista para construir un imperio de la explotación
forestal gracias a la decisión de compartir su vida con la hija del dueño del
negocio para quien trabaja, pero eso ocurre justo después, ¡ay!, de haberse
enamorado de la cantinera que le roba el sentido y a la que, sin embargo, no
duda en abandonar para cumplir su sueño empresarial. Las escenas de la pelea en
la cantina, que tienen un aire muy de Ford, con esas bandejas como discos
lanzadas contra el mostrador, el espejo y las botellas de los estantes, generan
lo que parece una indestructible unión entre una mujer desengañada de su
suerte, con un deje escéptico en la voz ronca que contrasta con el luminoso
esplendor de su belleza, y un industrial emprendedor, seguro de sí mismo y que
sabe lo que quiere, y ello hasta el punto de renunciar al amor por el
beneficio. El prólogo de la película, casi la primera parte, toda ella de
Hawks, tiene, en la amistad entre los personajes de Arnold y Brennan un
excelente regusto fordiano que a buen seguro ha de complacer a cualquier
espectador, la inverosímil boda incluida entre la cantinera y el amigo del
protagonista, que casi le triplica la edad. La segunda parte, cuyo último tercio pertenece, al parecer, a
Wyer, da un salto en el tiempo y nos muestra al protagonista casado con la hija
del empresario, que le ha dado dos hijos, una hija y un hijo, y al amigo que
vive con la hija de la cantinera, de quien es doble exacto, de ahí que, cuando
se celebra el reencuentro entre ambos, inmediatamente el empresario se siente
atravesado, de nuevo, por la misma flecha del amor que lo unió a la madre de la
ahora protagonista y que él mismo rompió. Un equívoco -la pretensión del
empresario de establecer una doble vida adúltera con la joven, lejos del lugar
donde viven, instalándola a todo tren en Chicago- que dura acaso más de lo
debido, pero que sirve para exhibir el lucimiento de Frances Farmer, en un
registro totalmente diferente en la hija del que vimos en la madre, da pie,
poco después, cuando el protagonista los instala cerca de él, con un contra
caritativo para con su amigo, al inevitable flechazo entre su hijo, el apuesto
Joel McCrea y la joven, lo que conducirá al protagonista a una suerte de
espiral celosa que amenaza con ponerlo en el disparadero de una acción algo más
que disparatada, porque no acaba de entender que ella, la hija, no sea ella, la
antigua amante a la que abandonó, creyendo que el destino ha te ido a bien
darle la oportunidad de enmendar el terrible error que cometió en su momento. Este
drama le llega al espectador con un envoltorio formal de gran producción, ¡nada de series B!, en la
que intervienen nada menos que os directores de fotografía de tanto nivel como
Gregg Toland, a quien se debe Ciudadano
Kane y Las uvas de la ira, por
ejemplo, ¡y menudos ejemplos! Y Rudolph Maté, quien más adelante se convertiría
en director y filmaría obras tan impactantes como D.OA, criticada en este Ojo como se merece. Si a todo ello añadimos
el potente ritmo narrativo que sabe imprimir Hawks en la primera parte, y el
mimo psicológico con que trata Wyler los celos paternos del hijo y el
enamoramiento, por parte de la hija, de un sencillo pero emprendedor trabajador
de su empresa, así como la distancia que, con sabia mano izquierda, lejos de
cualquier aspaviento melodramático, sabe poner la mujer del protagonista,
compasiva y ecuánime, la película se redondea como un ejemplo de melodrama que
merece ser visto por todos aquellos a quienes no les asusta la representación
cinematográfica de las pasiones fuertes ajustadas al más estricto sentido de la
verosimilitud y la grandeza estética. ¡Todo un descubrimiento, el de Frances
Farmer y el de la propia película de dos magníficos directores y dos maestros
de la fotografía!
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