La sobreprotección y la vulnerabilidad psicológica ante
la cibernética: dos historias de terror tecnológico.
Título original: Black Mirror: Arkangel
Año: 2017
Duración: 52 min.
País: Reino Unido
Dirección: Jodie Foster
Guion: Charlie Brooker
Música: Mark Isham
Fotografía: Ed Wild
Reparto: Rosemarie
Dewitt, Brenna Harding, Owen Teague,
Angela Vint, Jason Weinberg,
Nicholas Campbell, Aniya Hodge, Sabryn Rock,
Edward Charette, Carlos Pinder,
Jenny Raven, Paul Braunstein, Sarah Abbott,
Nicky Torchia, Mckayla Twiggs,
Kaleb Young, Matt Baram.
Título original: Black Mirror: Bandersnatch
Año: 2018
Duración: 90 min.
País: Reino Unido
Dirección: David Slade
Guion: Charlie Brooker
Música: Brian Reitzell
Fotografía: Jake Polonsky
Reparto: Fionn Whitehead, Will Poulter,
Asim Chaudhry, Alice Lowe, Craig Parkinson, Catriona Knox, Tallulah Rose Haddon, Laura Evelyn,
Sandra Teles, Fleur Keithç.
La serie Black
Mirror, que me descubrieron mis hijos unas navidades, es posiblemente la
aventura más arriesgada del cine en televisión por la originalidad de sus
historias y el desarrollo de sus tramas, un permanente desafío a los
espectadores acomodados en historias que poco o nada les interpelan y solo los
atan a una suerte de folletín del que el continuará… es su razón de ser
elemental para atrapar frente a la pantalla a un día y a una hora a los pacificados
consumidores de series. El responsable creativo de la serie es Charlie Brooker,
cuya inventiva y originalidad está fuera de toda duda. Devoto de los
videojuegos y los gadgets, estos dos episodios, uno de ellos dirigido por la
famosa actriz Jodie Foster el otro por
David Slade, que ya había dirigido alguno de Breaking Bad, nos narran los efectos no deseados de la irrupción de
la tecnología en nuestras vidas. Hace algunos años se podrían haber entendido
como distopías, pero, lamentablemente, estamos hoy demasiado cerca de ello como
para no pensar que pueden ser, o ya son, una realidad cotidiana. Arkangel es la historia de una madre
sobreprotectora que le implanta a su hija un chip en el cuerpo para poder tenerla
controlada, tras haber vivido un episodio en el que la niña había desaparecido
de su casa. El shock traumático que vive la induce a ponerse en manos de una
empresa que le “garantiza” ese control que la madre ejerce, sin respetar, por
supuesto, el derecho a la individualidad y privacidad de su hija. El aparato
permite, además, pixelar ciertas
realidades para que la portadora del chip no acceda al conocimiento de ciertas
realidades dolorosas o traumatizantes. La narración sintética, el episodio no
llega a la hora de duración, nos permite hacer un recorrido por la evolución de
las relaciones de la madre y la hija y de cómo la niña llega a joven y comienza
a comportarse como todos los jóvenes, es decir, a desarrollar una necesidad de
protección de su intimidad que le permita no tener que andar dando
explicaciones de su vida a su madre angustiada siempre por lo que le pueda
pasar a su hija. Desde esa perspectiva, hay algo cómico en que unos compañeros
intenten explicarles qué es la sangre u otros aspectos de la vida real que le
han sido hurtados por el control remoto de su madre, que es, además, madre
soltera. Hay algo angustioso en la situación, pero se trata de una angustia
proyectada por la madre y convertida en un elemento distorsionador de una
relación normal madre-hija (¡si es que existe tal relación “normal”!) que
hubiera debido seguir otros derroteros distintos de los que, por el uso del
control remoto ejercido por la madre, sigue. Tiene algo de droga, el uso de ese
Gran Hermano que la madre se cree en el derecho de usar indiscriminadamente, lo
que la lleva a inmiscuirse en la vida amorosa y sexual de su hija para tratar
de conducirla por los caminos que ella quiera que siga. Nos pasamos la
película, y esa espera la dosifica Foster con gran maestría, aguardando el
momento en que la joven descubra el ordenador mediante el cual su madre “escribe”
su vida, y cuando ella ocurre, estalla lo que bien puede calificarse de
legítima violencia contra el monstruo que ha diseñado una actuación materna de
esa naturaleza invasora y totalitaria. Después…, ero eso ya no pertenece a esta
reseña, en la que ya he revelado demasiado, aunque, como suele pasar con muchas
películas, no es la historia en sí lo que nos lleva a ellas, aunque también,
sino el modo como la directora, en este caso, nos la hace llegar. La película
se centra, obviamente, en esa envenenada relación de una madre sobreprotectora
y una hija que decide dejar de ser un conejillo de indias de los perversos
caminos que puede emprender la tecnología. La implantación de chips está a la
orden del día, como los implantes cocleares, por ejemplo, para la sordera, pero
lo turbador de Arkangel es que nos
movemos en una adaptación al ámbito familiar, privado, del totalitarismo político. Como propuesta de
reflexión, ahí queda, desde luego, tan acerada como terrible.
Bandersnatch, por su parte -un título
tomado de una de las criaturas fantásticas de Lewis Carroll-, es, de hecho, una
película de duración estándar, 90 minutos, con cada uno de sus finales, que nos narra la
vida sombría e inquietante de un programador de juegos de ordenador que está tratando
de adaptar una absorbente novela de ciencia-ficción al mundo del videojuego. La
película progresa lentamente hasta entender que el hijo de un matrimonio se
siente culpable porque su madre cogió un tren “equivocado” y pereció en un
accidente, tras haberse él entretenido en buscar su osito, su teddy bear, por lo que ella, al final,
se fue sola y en el tren que no le correspondía. La relación con su padre se
convirtió, desde entones, en un infierno insufrible, sobre todo para el padre,
quien es incapaz de arrancar del hijo ni el más mínimo cruce de palabras. La
lectura de un novelón de más de mil páginas que el joven se ha empeñado en
convertir en videojuego, con su teoría de las vidas paralelas virtuales, pronto
va a manifestarse en el propio televisor donde el espectador sigue su historia,
porque al llegar a un momento crítico en el que al protagonista se le ofrecen
dos alternativas, el televidente tiene la posibilidad de escoger con el mando
cuál de ellas quiere que se “materialice”, con opciones tan terribles como “volcar
el te sobre el teclado del ordenador” o “matar a su padre”, por ejemplo. Si el
espectador -eso me pasó a mí al principio- no escoge ninguna opción, la
película nos ofrece su propia versión. Si el espectador escoge una de ellas,
entonces se desarrolla hasta un punto en el que el protagonista, tras haber
recorrido esa trama escogida por el autor, vuelve a despertarse y a rehacer el
camino ya andado hasta llegar al mismo punto, momento en el que el espectador,
claro está, escoge la otra opción porque sin duda cree que es menos terrible
que la anterior, lo cual no siempre es cierto, por supuesto. Llega un momento
en que la película se asemeja demasiado a la ya icónica Atrapado en el tiempo, de Harold Ramis, pero la naturaleza perversa
de los “itinerarios” que le son propuestos al espectador pronto revelan las
enormes diferencias entre Bandersnatch
y ella. Lo espectacular de la trama es el modo original como se nos cuenta la
historia de un “friqui” de los ordenadores y cómo accede al mundo no menos
friqui de los creadores de videojuegos, con un personaje-estrella de los
mismos, interpretado a la perfección por Will Poulter, una especie de Mefistófeles
escéptico ante los deseos del joven fausto del videojuego de llegar a la cima
desde la que él mantiene ambiguas relaciones con él. Llega un momento en que se
echa de menos que ese personaje hubiera tenido un desarrollo mayor, pero lo
cierto es que el episodio del viaje alucinógeno de ambos es estremecedor y una
de las mejores variantes de las muchas posibilidades que se le ofrecen al
espectador. El protagonista, parado ante las opciones no deja de repetir que él
esta siendo absorbido por alguien que guía sus acciones, que ha dejado de ser
él y que otros le dirigen su vida, lo que se acaba convirtiendo en una obsesión
que lo desequilibra mentalmente. Esos otros no son, claro está, sino los
espectadores que escogen por dónde llevar sus pasos. La película permite
explorar todas esas opciones que llevan a cinco finales distintos, y aun hay
otro, al parecer, que pocos conocen, dicen. El tremendismo de las historias,
todas ellas acerca de la personalidad y los limites de nuestra libertad
individual, tiene mucho que ver con el otro episodio con el que yo he querido
juntar este, Arkangel, porque
cuestionan, en efecto, los límites del yo y de a qué podemos, en efecto, llamar
“yo” con total propiedad. A mi entender, Bandersnatch
es una película terrorífica que no defraudará a quienes sean seguidores de
Cronenberg, por ejemplo, el autor que veo más cercano al mundo temático que nos
ofrece este episodio de Black Mirror.
A su manera, también hay una reflexión sobre los límites de la creación, porque
el protagonista trabaja bajo contrato con la empresa de videojuegos que quiere
lanzarlo cuanto antes al mercado; un mundo que aparecía, por ejemplo, en Elle, de
Paul Verhoeven, con todo lo que tenía de liberación sádica de la
protagonista. Como lleva cuatro temporadas, cada espectador tendrá sus
episodios favoritos, desde luego, pero, para quienes ni siquiera conozcan la
serie, traigo yo estos dos hoy a mi Ojo para despertar la curiosidad de la
audiencia, en el bien entendido de que, salvo una insensibilidad total hacia la
nuevas tecnologías, a nadie dejará indiferente estas dos magníficas muestras del
cine que se ha refugiado en las enormes pantallas de los televisores actuales.
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